Volví al pueblo y acudí al cuartelillo de la Guardia Civil. El cabo había salido. Pedí que me dejaran telegrafiar.
– El telégrafo no funciona. Los huelguistas han cortado el fluido eléctrico -me dijo un número.
– ¿Saben algo de la chica perdida?
– No.
– Irán a dar una batida, supongo.
– Ni lo sueñe. Bastantes quebraderos de cabeza nos traerá esa dichosa huelga. Por ahora parecen tranquilos, pero ya veremos lo que ocurre cuando pasen unas horas. Cuando este follón acabe, quizá salgamos por el monte, a ver.
– ¿Y cuánto puede durar esta huelga?
El número se encogió de hombros.
– Nunca se sabe. A lo mejor es la revolución.
A mediodía sepultamos a Max. Aprovechando el desinterés de las autoridades locales por todo lo que no fuese la huelga, conseguí que lo enterraran con armas. Pensé que allí donde sea que vayan los muertos, Max tenía que ir con sus pistolas. Cuando empezaban a rellenar la fosa, aparecieron varios huelguistas enarbolando una bandera roja y una enseña anarquista y rindieron honores a Max. Les pregunté por qué lo hacían y me dijeron que no sabían quién era, pero que lo había matado la guardia civil y eso bastaba.
IX
Habían transcurrido cinco días desde la muerte de Max y María Coral no aparecía. Desesperado de obtener la colaboración de la guardia civil (absorta en la crisis social del momento) me agencié la colaboración interesada de un lugareño cabezota y zafio y juntos recorrimos los montes. Por sus funciones de guía me pidió «algo de oro» y yo le di mi reloj. A decir verdad, fue un intercambio de estafas, pues el reloj era de latón dorado y el campesino, por su parte, me hizo dar vueltas en torno al pueblo, abusando de mi desorientación, sin aventurarse por los parajes más agrestres y trabajosos. Mientras tanto, el herrero del pueblo reparaba el automóvil. Hizo una chapuza horrorosa y me cobró una cantidad desmesurada, porque «con eso de la huelga, sólo podía trabajar de noche y aun con grave peligro de su vida». De modo que le pagué por esquirol y por acabar de descomponer lo que ya estaba descompuesto.
La huelga se hacía notar por detalles marginales, ya que, aparte de la Compañía, ningún trabajo había en el pueblo que se pudiera paralizar. En el edificio de la Compañía ondeaban banderas anarco-sindicalistas y en la plaza del pueblo se habían pegado afiches con la efigie de Lenin, al que pronto pintaron los chiquillos gafas y cigarros y alguna que otra obscenidad.
Los obreros se reunían a diario y pasaban la jornada tomando el sol a la puerta de la taberna, discutiendo y filosofando y haciendo circular bulos sobre los acontecimientos revolucionarios acaecidos en otras localidades. A la caída de la tarde se organizaban mítines en los cuales los socialistas y los anarquistas se insultaban recíprocamente. Al término de los mítines, los oradores y sus oyentes se congregaban ante la iglesia y apostrofaban al cura, acusándole de usurero, corruptor de menores y soplón. La guardia civil no se dejaba ver en estas ocasiones. Según comprobé, seguía el devenir de la huelga desde la ventana de la casacuartel, tomando nota de personas, dichos y tendencias, y confeccionaba un voluminoso atestado que dictaba el cabo y escribían los números con faltas, tachaduras y borrones.
De todas estas novedades, que tenían al pueblo encandilado, me enteraba yo al anochecer, cuando regresaba de mis correrías por el monte, reventado de andar, yerto de frío, con la ropa y la piel desgarradas por las zarzas y la garganta seca de gritar el nombre de María Coral y espantar conejos. Por fin, cansado de buscar una aguja en un pajar, y aprovechando que el herrero se había cansado de manosear el automóvil, decidí regresar a Barcelona, con ánimo de volver al pueblo más adelante, cuando las cosas hubieran vuelto a la normalidad y una labor coherente y organizada pudiera llevarse a cabo con garantías de éxito.
Salí del pueblo por la mañana, confiando en llegar a mi destino en menos de cuarenta y ocho horas. Tardé una semana.
El primer día recorrí varios kilómetros a buena marcha, pero al coronar una cuesta, el automóvil se paró, relinchó, dio un brinco y empezó a despedir llamaradas cárdenas. Tuve tiempo de saltar y ocultarme tras una roca antes de que la maquinaria hiciera explosión. Abandoné pues los restos carbonizados de la conduite-cabriolet y continué a pie hasta llegar a una localidad cuyo nombre nunca me preocupé en averiguar
El pueblo en cuestión parecía celebrar su Fiesta Mayor. En realidad, se trataba de la huelga. Cómo lograron aquellas comunidades ancestrales y aisladas sincronizar la puesta en marcha del conflicto es un misterio. Sin embargo, por lo que luego leí en los periódicos y por lo que yo mismo puede comprobar en mis andanzas, Cataluña entera se había lanzado a una huelga general. Eso no hacía sino entorpecer mis planes, porque los medios de transporte, ya de por sí exiguos, habían dejado de funcionar. Tampoco me fue dado usar del teléfono, del telégrafo ni de ninguna otra forma de comunicación. Cuando regresé a Barcelona, habían transcurrido dieciséis días de mi marcha y durante todo ese tiempo mi aislamiento fue absoluto.
Pero, volviendo a los hechos, llegué al pueblo en fiestas y me adentré en él sin despertar la curiosidad de nadie. Ya no hacían caso a los forasteros. Todos los vecinos de la localidad se habían concentrado en la Plaza Mayor, en torno al quiosco de la música, y ensayaban a coro la Internacional. Cuando se acabó el ensayo, se dispersaron. Anduve de grupo en grupo, preguntando cómo se podía ir a Barcelona. La mayoría me señalaba la carretera y me aconsejaba que anduviese. Por fin, un hombre diminuto, que no estaba de acuerdo con la huelga «porque si se deja de trabajar un solo día se contrae la tuberculosis», me alquiló una bicicleta. Le pagué dos semanas de alquiler por adelantado y firmé un papel en el que juraba «por mi honor de caballero» devolverle la bicicleta. Yo no había montado en bicicleta desde niño y salí del pueblo haciendo eses. Pronto, sin embargo, recobré pasadas habilidades. Estos logros me levantaron la moral y abrigaba ya ciertas esperanzas de poner punto final a mis correrías. Pero estaba en un error. El pueblo donde alquilé la bicicleta se hallaba enclavado en un altiplano, de modo que la primera parte del trayecto se componía de suaves declives. Pronto, sin embargo, el camino empezó a enderezarse y al cabo de unos kilómetros se inició el ascenso a un risco. Se acabaron las piruetas y comenzaron las fatigas. Las piernas no me respondían, me faltaba el aliento, sudaba por todos los poros y creí fallecer. Al final, viendo que la cosa no tenía remedio, opté por arrinconar la bicicleta y continuar a pie. Anduve sin parar hasta coronar la cima. Desde allí divisé un valle desolado y negruzco y, más allá, otros montes y otros valles.
Descansé hasta que consideré haberme recuperado, pero lo peor estaba por venir: no podía moverme, todo el cuerpo me dolía, sostenerme en pie suponía una tortura. Caminé unos cien metros y me derrumbé. Tuve miedo de que no pasara nadie (los caminos estaban prácticamente intransitados por causa de la huelga) y de morir de inanición y de frío. Caía la tarde y del bosque cercano llegaban ruidos amenazadores. Me hice un ovillo y esperé, resignado a correr la misma suerte que sin duda había corrido María Coral.
Ya sentía los primeros síntomas (quizás imaginarios) de la parálisis, cuando percibía lo lejos el ronquido inconfundible de un motor. Me levanté de un brinco y me planté en el centro de la carretera, dispuesto a parar a quienquiera que poseyera el automóvil que se aproximaba, así fuese el mismo diablo.