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No había tristeza en su voz. Más bien parecía un viejo trotamundos que recuerda fragmentariamente sus anécdotas, dotándolas de una confusa indiferencia niveladora.

– Dicen que vinieron al funeral, pero es mentira. Vaya, yo sé bien a qué vinieron: a llevárselo todo. ¡Ah, si hubiera vivido papá! No se lo habría permitido, ya lo creo que no. Ni ellos se habrían atrevido, los muy rastreros. Pero, ¿qué podíamos hacer nosotras, dos mujeres solas? Cortabanyes intentó salvar algo, o al menos eso dice, aunque bien poco debió salvar, a juzgar por lo que se ve.

Calló y quedó sumida en un estado cataléptico, con los ojos fijos en el techo.

– En el fondo, es mejor que Paul-André haya muerto. Así se ha evitado el espectáculo de la ingratitud. Válgame Dios, saquear la casa de un difunto… Y más aún, de un hombre a quien le deben hasta la ropa que llevan puesta. Cuando papá se hizo cargo de la empresa la mayoría de ellos no eran más que unos muertos de hambre: proveedores de talleres de reparación y cosas por el estilo. Papá y Paul-André les hicieron ganar dinero a espuertas… y ahora se creen con derecho a robar y a ensuciar la memoria de los muertos, porque ya sé que ahora van por ahí murmurando y hablando mal de mi marido: que si fue mal administrador, que si no supo adaptarse a los tiempos y qué sé yo. Me gustaría ver lo que habría sido de ellos si no les hubiera tendido tantas veces las manos el pobre Paul-André. Venían en procesión a esta casa y le pedían con lágrimas, casi de rodillas, un préstamo, un favor; como antes habían hecho con papá. Y ahora son esos mismos los que quieren quedarse con la casa de Sarrià por cuatro chavos. Los dos, papá y Paul-André, fueron demasiado buenos: dieron lo que tenían a manos llenas. A veces incluso lo que no tenían, también eso dieron, con tal de favorecer a un amigo; por el placer de ayudar, sin exigir intereses ni garantías, sin apremios ni documentos, fiados de la palabra y el honor, como hacen los caballeros. Y ellos salían andando hacia atrás, doblando el espinazo, risueños, serviles… En cambio ahora, como ya no hay hombres a nuestro alrededor que nos defiendan, mira lo que han hecho: robar. Ésa es la palabra, robar. Ay, Dios mío, qué sola estoy. Si al menos, al menos hubiera vivido el tío Nicolás, o el pobre Pere Parells… Ellos no lo habrían permitido; nos querían bien, eran como de la familia. Pero todos han ido desapareciendo, que Dios los tenga en su santa gloria.

Por primera vez sus ojos se clavaron en los míos y percibí un tenue destello, ajeno al odio y al desprecio y a su amargura, un destello que me asustó, pues creí reconocer en él un adiós al mundo de la cordura. Hice un nuevo intento de desviar la conversación.

– ¿Y el niño, cómo está? Parece sanote.

– No es un niño. Es una niña. Ni en esto he tenido suerte. Si hubiese sido un chico, mi vida tendría un objeto: educarle y prepararle para reivindicar la memoria de su padre y de su abuelo. Pero esta infeliz, ¿qué puede hacer, sino amoldarse y sufrir lo que mi madre y yo hemos sufrido?

La niña se puso a berrear, como si hubiese oído las palabras de su madre y captado el amargo sentido de la profecía. Entró Serafina, la vieja sirvienta, y tomó a la niña en brazos, acunándola con suave balanceo y una nana monocorde.

– Voy a darle su biberoncito, que ya le toca, ¿verdad, señorita María Rosa?

– Muy bien, Serafina -contestó María Rosa Savolta con absoluto desinterés.

– ¿Usted no quiere tomar nada, señorita? El médico le recomendó mucho que se alimentara.

– Ya lo sé, Serafina, no me des la lata.

– Señorito, dígale que tiene que cuidarse -me rogó la vieja sirvienta.

– Eso es cierto -dije yo sin mucha fe en la eficacia de mi aseveración.

– Si no lo hace por usted, señorita, hágalo al menos por este ángel de Dios, que la necesita a usted más que a nadie en el mundo.

– Ya basta, Serafina; vete y déjanos en paz.

Cuando Serafina se hubo ido, María Rosa Savolta hizo un esfuerzo por incorporarse y se dejó caer finalmente, agotada.

– Está usted agotada, no se mueva -dije yo.

– ¿Quieres hacerme un favor? Sobre aquel aparador hay una caja de cuero repujado. Dentro encontrarás cigarrillos, sírvete y tráeme uno.

– Creía que no fumaba.

– No fumaba, pero ahora sí fumo. Enciéndelo tú, ten la bondad.

Encontré la caja y encendí un cigarrillo, que reconocí por su forma ovalada y sus colorines variados como los que fumaba Lepprince y de los que tenía buena provisión por ser una marca difícil de adquirir en los estancos.

– No creo que le convenga fumar.

– Oh, iros todos a paseo y dejadme hacer lo que me venga en gana. ¿De qué sirve cuidarse? -aspiró el humo del cigarrillo con avidez e inexperiencia, con aires de mujer fatal, remedos de película melodramática-. Anda, dime de qué sirve cuidarse. Paul-André se pasaba el día con la misma cantinela: cuídate, no hagas esto, no hagas aquello. Mírale ahora, ¿de qué le habría servido no fumar en toda su vida? Ay, Señor, qué desgracia.

El tabaco parecía causarle un efecto sedante, pues su rostro se había relajado y gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Tosió y arrojó el cigarrillo al suelo con displicencia.

– Déjame sola, Javier. Agradezco mucho tu visita, pero ahora preferiría descansar, si no te importa.

– Lo comprendo muy bien. Si en algo puedo serle útil, no tiene más que llamarme. Ya sabe dónde vivo y cuál es mi teléfono.

– Muchas gracias. A propósito, ¿cómo está tu mujer? Ahora que lo pienso, es extraño que no haya venido contigo.

– Ha cogido un ligero catarro…, está en casa…, pero pronto se recuperará y vendrá sin falta, descuide usted.

No pareció escuchar lo que le decía. Hizo un gesto vago de despedida y yo caminé hacia la puerta procurando no chocar con los objetos esparcidos aquí y allá.

La vieja criada me acompañó al vestíbulo llevando en brazos a la niña que parecía dormir. Ya en el vestíbulo, creí percibir un ruido sospechoso, como de pasos, en el piso superior. Le pregunté a la criada si había otra persona en la casa.

– No, señor. La señorita María Rosa, la niña y yo… y usted, claro está.

– Me ha parecido que alguien andaba en el piso de arriba.

– ¡Jesús! -exclamó la vieja criada por lo bajo.

Guardamos silencio y percibimos el ruido inconfundible de unos pasos sigilosos sobre nuestras cabezas. Serafina se puso a temblar y a musitar jaculatorias.

– Voy a ver qué pasa -dije.

– ¡No suba, señor! Puede ser un ladrón o un maleante o un huelguista que anda huido. Mejor será llamar a la policía. Hay un teléfono en la biblioteca.

Era una sugerencia muy puesta en razón, pero yo albergaba ciertas sospechas que me impulsaban a comprobar por mí mismo la identidad del misterioso visitante. Sin saber de quién se trataba, estaba seguro de que no era un desconocido ni un vulgar ladrón. Por otra parte, las situaciones arriesgadas ya se habían convertido en un hábito para mí en los últimos tiempos.

– No se mueva de aquí. Si dentro de diez minutos no he bajado, llame a la policía. Y, sobre todo, no le diga nada a la señora.

Me prometió que así lo haría, la dejé imprecando a los cielos y yo subí de puntillas las escaleras que comunicaban la planta baja con el piso. Sólo había oscuridad en el pasillo, pues las ventanas y balcones estaban herméticamente cerrados. Me aventuré a tientas. No conocía la distribución de los aposentos ni la colocación de los muebles, de modo que anduve muy cauteloso para no tropezar y hacer ruido. Al fondo del pasillo distinguí una débil claridad. Supuse que sería una linterna y allí encaminé mis pasos. Los rumores habían cesado. Al llegar a la puerta del cuarto del que procedía la luz me detuve. Distinguí una silueta que revolvía los papeles de un escritorio con ayuda de una diminuta linterna.