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– Hay aquí un punto oscuro en la historia -dijo Vázquez haciendo una pausa para encender un cigarrillo-. Yo tengo al respecto mi propia teoría, pero usted es muy dueño de considerarla errónea. Me refiero, por supuesto, al hijo de Cortabanyes: ¿qué fue de él? ¿Murió también en el desventurado parto? ¿Vivió y su padre, imputándole la muerte de su amada esposa, lo alejó de sí? Nada se sabe, y Cortabanyes no parece dispuesto a despejar la incógnita. Sea como sea, si hubo un hijo, éste desapareció.

Retirado Cortabanyes, la empresa Savolta continuó su marcha siempre ascendente. Treinta años trascurrieron sin que se produjera cambio alguno; Savolta, Parells y Claudedeu envejecieron; estalló la Guerra europea y la empresa estableció un acuerdo de suministro exclusivo con el Gobierno francés. Fue por aquellas fechas cuando hizo su aparición en Barcelona un joven dandy procedente de París -de donde había huido, según él mismo gustaba de decir, para evitar las molestias de la conflagración- que dijo llamarse Paul-André Lepprince. El tal Lepprince se instaló en el mejor hotel de la ciudad y empezó a llevar la vida ostentosa del que obviamente no sabe qué hacer con su dinero. ¿Quién era en realidad ese misterioso personaje? La policía francesa, con la que el comisario Vázquez se puso en contacto, negaba conocerle y, más extraño aún, la fortuna de que hacía gala el francés se demostró inexistente. ¿Se trataba, pues, de un vulgar estafador, de un aventurero internacional, de un tahúr, de un cazadotes? El comisario Vázquez, como había dicho antes, tenía su propia hipótesis. En cualquier caso, reconstruyendo los pasos del francés, se supo que éste se había puesto en contacto con Cortabanyes apenas llegado a Barcelona y, a través del abogado, con Savolta. Ya en el terreno de las conjeturas, no cabía duda de que Cortabanyes no ignoraba la personalidad fraudulenta del individuo y de que usó de su prestigio y de su antigua camaradería para disipar las reservas que con certeza debió de albergar Savolta. Ahora bien, ¿qué pudo impulsar al abogado, viejo y cansado por entonces, a sacudir un marasmo de treinta años y a embarcarse en una aventura que sólo podía calificarse de disparatada? Enigma.

Lepprince era listo y, sobre todo, hábiclass="underline" pronto se granjeó la confianza de Savolta, cuya salud se deterioraba a pasos agigantados. Es posible incluso que el magnate, inconscientemente, se dejara impresionar por la elegancia, maneras y apostura del francés, en quien veía, quizá, un sucesor idóneo de su imperio comercial y de su estirpe, pues, como ya es sabido, Savolta sólo tenía una hija y en edad de merecer. Así fue cómo Lepprince se convirtió en el valido de Savolta y obtuvo sobre los asuntos de la empresa un poder ilimitado. De haberse conformado con seguir la corriente de los acontecimientos, Lepprince se habría casado con la hija de Savolta y en su momento habría heredado la empresa de su suegro. Pero Lepprince no podía esperar: su ambición era desmedida y el tiempo, su enemigo; tenía que actuar rápidamente si no quería que por azar se descubriera la superchería de su falsa personalidad y se truncara su carrera. La guerra europea le proporcionó la oportunidad que buscaba. Se puso en contacto con un espía alemán, llamado Víctor Pratz, y concertó con los Imperios Centrales un envío regular de armas que aquéllos le pagarían directamente a él, a Lepprince, a través de Pratz. Ni Savolta ni ningún otro miembro de la empresa debían enterarse del negocio; las armas saldrían clandestinamente de los almacenes y los envíos se harían a través de una ruta fija y una cadena de contrabandistas previamente apalabrados. La posición privilegiada de Lepprince dentro de la empresa le permitía llevar a cabo las sustracciones con un mínimo de riesgo. Seguramente Lepprince confiaba en amasar una pequeña fortuna para el caso de que su verdadera personalidad y calaña se vieran descubiertas y sus planes a más largo plazo dieran en tierra.

El negocio marchaba viento en popa, pero los problemas surgían puntuales e indefectibles. Los obreros estaban quejosos: se veían obligados a trabajar en ínfimas condiciones un número muy elevado de horas a fin de producir el ingente volumen de armamento que los acuerdos secretos de Lepprince exigían sin que sus emolumentos experimentaran el alza correspondiente. En suma: querían trabajar menos o cobrar más. Hubo conatos de huelga que, en circunstancias normales, no habrían revestido gravedad, pues Nicolás Claudedeu, que desempeñaba el cargo de jefe de personal con una energía que le había valido el sobrenombre de “El Hombre de la Mano de Hierro”, sabía cómo zanjar semejantes situaciones. Pero Lepprince no podía permitir que Claudedeu interviniera, porque una investigación habría puesto al descubierto sus actividades irregulares. Asesorado por Cortabanyes y por Víctor Pratz, decidió adelantarse al «Hombre de la Mano de Hierro» y contrató a dos matones que sembraron el terror entre los líderes obreristas.

– Pero una acción de este tipo no estaba exenta de riesgos y Lepprince no estaba dispuesto a correrlos -dijo el comisario Vázquez mirándome fijamente a los ojos-. Había que buscar a un tercero de buena fe, ajeno a los manejos de Lepprince y de Pratz, sobre quien echar las culpas si las cosas se torcían. Una cabeza de turco, usted ya me entiende. Un intermediario.

– ¿Se refiere a mí? -pregunté adivinando el resto de la historia.

– Justamente -dijo el comisario Vázquez.

Lepprince, sin embargo, cometió un error que había de costarle caro: se enamoró de María Coral. Una mujer no podía por menos de entorpecer sus planes, pero fue débil y sucumbió a la tentación. Hizo que la gitana abandonase a sus compañeros y la instaló en el hotel de la calle de la Princesa donde tres años después María Coral convaleció de su enfermedad y de donde yo la saqué para convertirla en mi esposa.

El peligro estaba conjurado, pero sólo provisionalmente. Había que hallar una solución definitiva y el azar se la brindó a Lepprince: una noche, cuando regresaba caminando a su casa, absorto en sus cábalas, un pillete le vendió un panfleto. Lo compró mecánicamente y lo leyó por aburrimiento. El folleto era La Voz de la Justicia y en él aparecía un artículo de Domingo Pajarito de Soto relativo a la empresa Savolta. Las ideas brotaron fáciles, arrolladoras. En menos de una hora todo estaba programado y decidido. Lepprince consultó con Víctor Pratz y éste juzgó el plan viable. Sólo faltaba ejecutarlo sin errores.

El plan, en síntesis, consistía en lo siguiente: Pajarito de Soto era un hombre inocente e incorruptible, sin vinculación alguna a facción o partido. Carente por ello de respaldo, resultaba fácilmente controlable. Se le dieron facilidades para que investigase y así lo hizo. No había más que seguir sus pasos y aprovechar los resultados a medida que los fuera obteniendo. Las investigaciones, convenientemente dirigidas, tenían un doble objetivo. En primer lugar, la subversión obrera; en segundo lugar, las irregularidades cometidas por Lepprince. Si Pajarito de Soto descubría algo, lo consignaría en su informe, el informe pasaría directamente a manos de Lepprince y éste tendría la oportunidad de corregir los fallos.

– La primera parte de su función la cumplió Pajarito de Soto a las mil maravillas. Tras sus pasos dieron con los instigadores y cabecillas de la subversión y obraron consecuentemente. En cuanto a lo segundo…, bueno, Pajarito de Soto era menos inocente de lo que aparentaba. Descubrió el enredo, pero se calló como un muerto. Quizá quería hacer chantage a Lepprince en el futuro, quizá tomar venganza por haber sido utilizado. Craso error que habría de costarle la vida a él y a otros muchos -suspiró el comisario Vázquez.