Desesperado por el fracaso de su gestión mediadora en el conflicto social y consciente de haber sido utilizado para levantar la presa, el desgraciado periodista se dio a la bebida y empezó a charlar en demasía. Un agente de Lepprince -pues lo tenía estrechamente vigilado- le oyó referirse a «cierto señor a quien podía poner en un buen aprieto si le venía en gana». Lepprince lo sentenció y Víctor Pratz lo mató una noche de diciembre, cuando regresaba a su hogar.
Pero Lepprince no era el único que vigilaba a Pajarito de Soto. Las sospechas que albergaba Pere Parells se remontaban a los días en que Lepprince hizo su espectacular aparición. Era Pere Parells hombre despierto, dotado de un notable sentido común. Desconfiaba de los advenedizos y recelaba de los éxitos fáciles. Convencido de que la inesperada intrusión del francés en los asuntos de personal de la empresa encubrían otros designios, decidió seguir y sonsacar a Pajarito de Soto. Para ello se agenció la colaboración de un oscuro y pintoresco confidente de la policía, un verdadero desecho social, llamado Nemesio Cabra Gómez. Nemesio cumplió su objetivo, pero llegó tarde: apenas trabó conocimiento con Pajarito de Soto, éste murió a manos de Pratz. Antes de morir, sin embargo, y previendo su inminente final, Pajarito de Soto había escrito una carta en la que, al parecer, daba cuenta de sus descubrimientos en el seno de la empresa Savolta. Nemesio Cabra Gómez vio la carta, pero no su destinatario. Informó de su existencia a Pere Parells y, posteriormente, al comisario Vázquez. Sea por indiscreción de Nemesio o del propio Parells, sea por mediación de sus agentes, Lepprince también tuvo noticia de la carta y se volvió loco tras su paradero. Fueron momentos de angustia para el francés; los días pasaban y la carta no aparecía. Lepprince veía oscilar sobre su cabeza la espada de Damocles. En vista de que las cosas no se resolvían ni bien ni mal, tomó la determinación de jugar la baza decisiva y matar a Savolta. Si éste tenía la carta, el peligro estaba conjurado; si no la tenía, Lepprince pasaría a ocupar el más alto cargo directivo dentro de la empresa -la boda con María Rosa Savolta ya estaba cuidadosamente preparada- y se pondría relativamente a salvo de las acusaciones o, al menos, en situación de parar el primer golpe.
Pratz y sus hombres liquidaron a Savolta la noche de Fin de Año, pero la carta no apareció. Del asesinato de Savolta se culpó a los terroristas y éstos fueron ejecutados.
– Sí, ya sé que fue culpa mía -dijo el comisario Vázquez-, pero no hay que lamentarse demasiado. Aquellos individuos merecían el pelotón por más de un concepto.
Los terroristas, por su parte, creían que Nemesio Cabra Gómez había traicionado y vendido a Pajarito de Soto y exigieron al confidente que les revelase la verdad a cambio de su vida. Nemesio acudió a Vázquez, pero el comisario no le hizo caso, porque por entonces no se había percatado todavía de que la muerte del periodista y la del magnate tenían otras conexiones más intrincadas que las aparentes. Incapaz de cargar con la responsabilidad de tantas muertes -pues también la voz común le imputaba la ejecución de los terroristas-, Nemesio Cabra Gómez perdió el poco juicio que tenía y dio con sus huesos en el manicomio. Los terroristas, a su vez, asesinaron a Claudedeu. Sin Claudedeu, Pere Parells se encontró solo frente a un Lepprince omnipotente y, sea por miedo, sea por otras causas, si algo sabía, nada dijo. Seguros de su posición, Lepprince y Pratz salieron de la sombra: aquél, instalándose en el trono de Savolta, y el alemán, con el pseudónimo de Max, simulando ser el guardaespaldas del francés. Con el atentado fallido de Lucas «el Ciego», el primer acto de la tragedia llegó a su final.
– ¿Y quién era el destinatario de la carta? -pregunté.
El comisario Vázquez suspiró. Había estado esperando mi pregunta y se sentía satisfecho de poder responderla. Del bolsillo interior de su chaqueta extrajo un sobre arrugado y me lo tendió. Era la carta de Pajarito de Soto e iba dirigida a mí.
– A usted, sí, pero no a su casa. Vea la dirección, ¿la reconoce? Claro, es la de la casa del propio Pajarito de Soto. El infeliz no era tan tonto como todos supusimos. Quería que sus hallazgos comprometedores llegaran a manos de usted, pero sólo en el caso de que él muriese.
Aquella noche debió de presentir su próximo fin y escribió la carta. Si moría, usted se personaría en su casa (pidió a Nemesio Cabra Gómez que le localizase, cosa que éste no hizo porque trabajaba para Parells y Parells se lo prohibió); y si no moría, podía recuperar la carta delatora y seguir monopolizando sus descubrimientos. Bien pensado, ¿verdad?
La sonrisa de Vázquez se hizo maliciosa.
– Con lo que no contaba Pajarito de Soto -continuó- era con que usted y Teresa, su mujer, le habían estado poniendo los cuernos a sus espaldas. No se asombre de que lo sepa, Miranda, amigo mío. La propia Teresa me lo contó todo. Sí, di con ella en su actual residencia. No, no le diré dónde para. Me rogó que no lo hiciera y yo, compréndame, soy un caballero. Por Teresa supe de su aventura sentimental y, al propio tiempo, de la carta. Léala: va dirigida a usted, al fin y al cabo. Yo, por supuesto, la he abierto. Tendrá que disculparme una vez más. La profesión, ya sabe…
Abrí el sobre y leí la carta. Era muy breve, apenas unas notas apresuradas, escritas con letra temblorosa.
«Javier: Lepprince es el culpable de mi muerte. Él y un espía llamado Pratz venden armas a los alemanes a espaldas de Savolta. Cuida de Teresa y desconfía de Cortabanyes.»
Doblé el papel, lo introduje de nuevo en el sobre y se lo devolví a Vázquez.
– El remordimiento provocado por el adulterio hizo que usted y Teresa optaran por no verse. Teresa huyó de Barcelona con su hijo y la carta se fue con ellos. Y mientras la carta viajaba por España perdida entre pañales, aquí los hombres se mataban por su posesión. Ya ve si la vida es complicada, querido Miranda -reflexionó el comisario.
El segundo acto de la tragedia empezó cuando el comisario Vázquez, insatisfecho del sesgo que habían tomado los acontecimientos, se decidió a desenterrar el caso y empezó a establecer conexiones entre sucesos aislados. Recordó a Nemesio Cabra Gómez y resolvió ir a verle al sanatorio donde permanecía enclaustrado desde hacía un año e interrogarle si su estado se lo permitía. Nemesio volvió a mencionarle la carta de Pajarito de Soto y citó mi nombre. Vázquez creyó ver claro y acudió a mi casa, pero mi torpeza me salvó de sus sospechas. Excluido yo, sólo quedaba Lepprince. Éste, que tenía vigilados los pasos del comisario, no perdió el tiempo. Su posición le había granjeado amistades influyentes y consiguió que desterraran al comisario.
– Quizá pensó en matarme -fanfarroneó Vázquez-, pero no se mata a un comisario de la brigada social así como así.
Libre de Vázquez, Lepprince pudo respirar al fin, pero un hecho imprevisible torció su vida. María Coral, a quien Lepprince seguía amando, volvió a Barcelona. Pratz la localizó -la dueña del cabaret me dijo, cuando fui a preguntar por la dirección de la gitana, que otro hombre me había precedido con idéntica intención- y sin avisar a Lepprince resolvió acabar con ella. Es casi seguro que la envenenó. María Coral habría muerto de no haber sido por mi providencial indiscreción. Lepprince y Pratz debieron de discutir airadamente. El alemán insistía en deshacerse de un testigo tan peligroso, pero Lepprince le disuadió. Casó a María Coral conmigo y reanudó su relación amorosa con la gitana.
– Y ahora viene la moraleja de la historia -dijo el comisario-. Lepprince había matado, robado y traicionado para obtener el dominio de la empresa Savolta, pero una vez lo tuvo en sus manos, la empresa estaba en quiebra.