– Cortabanyes es un gran hombre -dijo Lepprince en cierta ocasión-, pero tiene un grave defecto: siente ternura por si mismo y esa ternura engendra en él un heroico pudor que le hace burlarse de todo, empezando por sí mismo. Su sentido del humor es descarnado: ahuyenta en lugar de atraer. Nunca inspirará confianza y raramente cariño. En la vida se puede ser cualquier cosa, menos un llorón.
– ¿Cómo conoce usted tan bien a Cortabanyes? -le pregunté.
– No le conozco a él, sino a su careta. La naturaleza crea infinitos tipos humanos, pero el hombre, desde su origen, sólo ha inventado media docena de caretas.
De los tilos de la Rambla de Cataluña colgaban luminarias de colores formando lazos, coronas, estrellas y otros motivos navideños. La gente se recogía con discreción para celebrar la Nochebuena en la intimidad. Circulaban pocos coches, que iban de retiro. Si Cortabanyes no me hubiera dado la dirección de Lepprince, si algo se hubiera interpuesto en mis propósitos, habría desistido. No pensé que, dada la fecha, Lepprince cenaría en compañía o habría salido, invitado. En el zaguán me detuvo un portero uniformado, de anchas patillas blancas. Le dije adónde iba y me preguntó el motivo.
– Amigo de Lepprince -respondí.
Abrió las puertas del ascensor y tiró del cable de arranque. Mientras ascendía dando tumbos le vi soplar un tubo metálico y hablar con alguien. Debió de anunciar mi visita, porque un criado me aguardaba frente a la verja del ascensor cuando éste se detuvo en el piso cuarto. Me hizo pasar a un vestíbulo sobrio. En la casa se notaba un calor difuso y equilibrado y el aire estaba impregnado del perfume de Lepprince. El criado me rogó que tuviese la bondad de esperar unos instantes. Solo en el cálido y austero vestíbulo, mi voluntad flaqueaba. Se oyeron pasos y apareció Lepprince. Llevaba un elegante traje oscuro, pero no iba vestido de etiqueta. Tal vez no pensaba salir. Me saludó con afabilidad, sin sorpresa, y me preguntó el motivo de mi presencia inesperada.
– Debo disculparme por lo intempestivo de la hora y lo inadecuado de la fecha -le dije.
– Todo lo contrario -replicó-. Siempre me alegra recibir visitas de amigos. No te quedes ahí: pasa, ¿o llevas prisa? Tomarás, al menos, una copa conmigo, espero.
Me condujo a través de un pasillo a un saloncito en uno de cuyos rincones ardían unos troncos en un hogar. De la chimenea colgaba un cuadro. Lepprince me advirtió que se trataba de una genuina reproducción de un Monet. Representaba un puentecito de madera cubierto de hiedra sobre un riachuelo cuajado de nenúfares. El puente unía dos lados de un bosque frondoso, el riachuelo circulaba bajo un túnel de verdor. Lepprince señaló un carretón de metal y cristal en el que había varias botellas y vasos. Acepté una copa de coñac y un cigarrillo. Fumando y bebiendo y extasiado frente a las brasas del hogar me sentí adormecido y cansado.
– Lepprince -me oí decir-, ¿quién mató a Pajarito de Soto?
JUEZ DAVIDSON. Tengo ante mí las declaraciones prestadas por usted a la policía con motivo de la muerte de Domingo Pajarito de Soto. ¿Las reconoce?
MIRANDA. Sí.
J. D. ¿No se ha suprimido ni añadido nada?
M. Creo que no.
J. D. ¿Sólo lo cree?
M. No. Estoy seguro.
J. D. Quiero leerle un párrafo. Dice así: «Preguntado el declarante si sospechaba que la muerte del citado Pajarito de Soto podía deberse a un atentado criminal, respondió que no abrigaba sospecha alguna…» ¿Es correcto este párrafo?
M. Sí.
J. D. No obstante, inició usted pesquisas por su cuenta para esclarecer la muerte de su amigo.
M. Sí.
J. D. ¿Mintió usted a la policía cuando afirmó «que no abrigaba sospecha alguna»?
M. No mentí.
J. D. Explíquese.
M. No poseía ningún indicio que me permitiese afirmar que la muerte de Pajarito de Soto fue voluntariamente causada. Por eso declaré a la policía lo que ahí está escrito.
J. D. Sin embargo, investigó usted, ¿por qué?
M. Quería conocer las circunstancias que rodearon esa muerte.
J. D. Insisto, ¿por qué?
M. Una cosa es la sospecha y otra es la duda.
J. D. ¿Dudaba usted de que la muerte de Pajarito de Soto fuese accidental?
M. Sí.
– Me dijeron que… había que aparentar importancia… Yo me resistía, yo…, que sólo en la vida había, que fracasado, y defraudado… a la pobre Lluisa… Pero lo hice… Aparenté sin… resultado; fue una… cómica representación, una grotesca… Obligué a los clientes a… esperar horas en… la antesala, como si es… estuviese muy ocupado… Se iban sin esperar ni unos… minutos… No sé…, no sé por qué no caían… en el señuelo de la importancia. Otros… lo practicaban con éxito… Probé otros trucos con… idéntico resultado…, ya sin objeto… desde que la pobre Lluisa… se me fue. Lo hacía para… demostrar que su confianza…, que su confianza estaba justificada y que…, de haber vivido, yo le… habría dado cuanto… ella merecía. Pero la vida…, la vida es un tiovivo, que da vueltas… y vueltas hasta marear y luego…, y luego… te apea en el mismo sitio en que… has subido… Yo no en todos estos años…
Aún dio varias chupadas al puro antes de hablar, y cuando lo hizo adoptó un tono reiterativo y didáctico. Gesticulaba poco, subrayando con el dedo índice alguna frase o algún dato importante o el final de un párrafo particularmente trágico. Pero denotaba un profundo conocimiento de la materia y una retentiva más que regular para fechas, nombres y estadísticas, el comisario Vázquez.
– En la segunda mitad del siglo pasado -dijo-, las ideas anarquistas que pululaban por Europa penetraron en España. Y prendieron como el fuego en la hojarasca; ya veremos por qué. Dos focos principales de contaminación son de mencionar: el campo andaluz y Barcelona. En el campo andaluz, las ideas fueron transmitidas de forma primitiva: pseudo-santones, más locos que cuerdos, recorrían la región, de cortijo en pueblo y de pueblo en cortijo, predicando las nefastas ideas. Los ignorantes campesinos les albergaban y les daban comida y vestido. Muchos quedaron embobados por la cháchara de aquellos mercachifles de falsa santidad. Era eso: una nueva religión. O, por mejor decir, y ya que somos gente instruida, una nueva superstición. En Barcelona, por el contrario, la prédica tomó un cariz político y abiertamente subversivo desde los inicios.
– Todo eso lo sabemos ya, comisario -interrumpió Lepprince.
– Es posible -dijo el comisario Vázquez-, pero para mi explicación conviene que partamos de una base común y clara de conocimiento.
Tosió, posó el cigarro en el borde del cenicero y se concentró de nuevo entornando los ojos.
– Ahora bien -prosiguió-, se impone establecer una distinción fundamental. A saber, que en Cataluña se da una clara mezcla que no debe inducirnos a error. Por una parte, tenemos al anarquista teórico, al fanático incluso, que obra por móviles subversivos de motivación evidente y que podríamos llamar autóctono. -Nos miró a través de los párpados entrecerrados, como preguntándonos y preguntándose si habíamos asimilado su contribución terminológica-. Son los famosos Paulino Pallás, Santiago Salvador, Ramón Sempau, Francisco Ferrer Guardia, entre otros, y actualmente, Ángel Pestaña, Salvador Seguí, Andrés Nin…, hasta el número que quieran imaginar.
»Luego están los otros, la masa…, ¿comprenden lo que quiero decir? La masa. La componen mayormente los inmigrantes de otras regiones, recién llegados. Ya saben cómo viene ahora esa gente: un buen día tiran sus aperos de labranza, se cuelgan del tope de un tren y se plantan en Barcelona. Vienen sin dinero, sin trabajo apalabrado, y no conocen a nadie. Son presa fácil de cualquier embaucador. A los pocos días se mueren de hambre, se sienten desilusionados. Creían que al llegar se les resolverían todos los problemas por arte de magia, y cuando comprenden que la realidad no es como ellos la soñaron inculpan a todo y a todos, menos a sí mismos. Ven a las personas que han logrado abrirse camino por su esfuerzo, y les parece aquello una injusticia dirigida expresamente contra ellos. Por unos reales, por un pedazo de pan o por nada serían capaces de cualquier cosa. Los que tienen mujer e hijos, o una cierta edad, son más acomodaticios, recapacitan y toman las cosas con calma, pero los jóvenes, ¿me comprenden?, suelen adoptar actitudes violentas y antisociales. Se agrupan con otros de idéntica calaña y circunstancias, celebran reuniones en tugurios o a la intemperie, se discursean y exaltan entre sí. La delincuencia los aprovecha para sus fines: les engañan, les aturden y siembran falsas esperanzas en sus corazones. Un buen día cometen un crimen. No tienen relación alguna con la víctima; en muchos casos, ni la conocen siquiera. Obedecen consignas de quienes obran en la sombra. Luego, si caen en nuestras manos, nadie los reclama, no se sabe de dónde proceden, no trabajan en ningún sitio y, si pueden hablar, no saben lo que han hecho, ni a quién, ni por qué, ni el nombre del que los instigó. Comprenderá, señor Lepprince, que así planteadas las cosas…
Recuerdo aquella tarde. Pajarito de Soto había venido a buscarme a la salida del despacho. La Doloretas y Serramadriles nos saludaron de lejos y se dirigieron juntos a tomar el tranvía. Pajarito de Soto tiritaba con las manos en los bolsillos, su gorra de cuadritos y su bufanda gris, de flecos ralos. No llevaba gabán, porque no tenía. No hacía ni dos horas que yo habla dejado a Teresa en su casa. La vida era un loco tiovivo, como solía decir Cortabanyes. Caminamos charlando por la Gran Vía y nos sentamos en los jardines de la reina Victoria Eugenia. Pajarito de Soto me habló de los anarquistas, yo le respondí que nada sabía.