No habían durado casi nada
No habían durado casi nada. En cambio, los gritos se prolongaron y la oscuridad, también. Al final, viendo que no había más disparos, un criado hizo funcionar los interruptores y volvió la claridad y nos dejó cegados. A mi alrededor había llantos y nervios desbocados y unos decían que había que llamar a la policía y otros decían que había que cerrar las puertas y las ventanas y nadie se movía. La mayor parte de los invitados seguía tendida, pero no parecían heridos, porque miraban a todas partes con los ojos muy abiertos. Entonces sonó un grito desgarrador a mi espalda y era María Rosa Savolta que llamaba a su padre así: «¡Papá!», y todos vimos al magnate muerto. Las barandillas de la escalera habían saltado en pedazos, la alfombra se había convertido en polvo y los escalones de mármol, acribillados, daban la impresión de ser de arena.
El mestre Roca carraspeó y dijo con voz trémula y pausada:
– Y así vine a parar, como quizá recordéis, en lo que llamé, tal vez con imprevisión de las consecuencias, «la muerte y legado del Anarquismo», frase que provocó al parecer escándalo en muchos seguidores de la Idea y reproches a mi persona, que no me han dolido, pues contenían más devoción a la Idea que rencor contra sus aparentes detractores. No obstante, el interés y la polémica nada tienen que ver con la «muerte» o la «vida» del tema debatido. En la Italia del siglo XV se desataron apasionados intereses y fructíferas polémicas en torno a la cultura clásica de Grecia y Roma, mas, decidme, ¿resucitaron con ello aquellas culturas? Se objetará probablemente que las culturas estaban vivas, puesto que promovieron un interés «vivo», y que sólo estaban muertas sus fuentes. Pero, en realidad, lo que sucede es que se nos hace difícil entender, a nosotros, los mortales, el verdadero sentido de la palabra «muerte» y más aún su realidad, el hecho esencial que la constituye.
»Permitidme, pues, que humildemente me ratifique; sin altanería, pero con firmeza: el anarquismo ha muerto como muere la semilla. Falta saber, no obstante, si ha muerto agostado en la tierra estéril o si, como en la parábola evangélica, se ha transformado en flor, en fruto y en árbol; en nuevas semillas. Y afirmo, y ruego que me perdonéis por ser tan categórico, pero lo juzgo necesario para no caer en una cortés y huera charla de salón, afirmo, digo, que toda idea política, social y filosófica, muere tan pronto como surge a la luz y se transfigura, como la crisálida, en acción. Ésa es la misión de la idea: desencadenar los acontecimientos, transmutarse, y de ahí su grandeza, del campo etéreo del pensamiento incorporal al campo material; mover montañas, según frase de la Biblia, ese bello libro tan mal utilizado. Y por eso, porque la idea deviene un hecho y los hechos cambian el curso de la Historia, las ideas deben morir y renacer, no permanecer petrificadas, fósiles, conservadas como piezas de museo, como adornos bellos, si queréis, pero aptos sólo para el lucimiento del erudito y del crítico sutil e imaginativo.
»Ésa es la verdad, lo digo sin jactancia, y la verdad escandaliza; es como la luz, que hiere los ojos del que vive habituado a la oscuridad. Y ése es mi mensaje, amigos míos. Que salgáis de aquí meditando, no la idea, sino la acción. La acción infinita, sin límites, sin rémora ni meta. Las ideas son el pasado, la acción es el futuro, lo nuevo, lo por venir, la esperanza, la felicidad.
IV
Los recuerdos de aquella época, por acción del tiempo, se han uniformado y convertido en detalles de un solo cuadro. Desaparecida la impresión que me produjeron en su momento, limadas sus asperezas por la lija de nuevos sufrimientos, las imágenes se mezclan, felices o luctuosas, en un plano único y sin relieve. Como una danza lánguida vista en el fondo del espejo de un salón ochocentista y provinciano, los recuerdos adquieren un aura de santidad que los transfigura y difumina.
La casa estaba cerrada y ante la puerta un criado impedía el paso a los visitantes. Aguardábamos a la intemperie, apiñados en la parte delantera del jardín. De vez en cuando distinguíamos siluetas cruzando una ventana. Tras la tapia, en la calle, una muchedumbre se había reunido para rendir el postrer homenaje al magnate. Un frío seco y un aire luminoso y sereno hacían llegar con limpieza el lejano tañido de las campanas. Se oía piafar a los caballos y golpes de cascos en la calzada. Se abrió la puerta de la casa. El criado se retiró y dio paso a un canónigo revestido de ornamentos funerarios. Salieron dos monaguillos y corrieron a formar en hilera. El primero llevaba un largo palo rematado por un crucifijo metálico. El segundo balanceaba un incensario que desprendía volutas perfumadas. El canónigo tenía los ojos clavados en el misal y entonaba un cántico sacro, coreado desde dentro de la casa por voces hondas. Iniciaron la procesión; tras el canónigo marchaban cuatro curas en doble columna. Luego aparecieron los maceros del ayuntamiento con sus vestiduras medievales, sus pelucas y sus clavas doradas, en forma de devanadera. Por último, el féretro en que reposaba Savolta, con festones y brocados. Lo portaban Lepprince, Claudedeu, Parells y otros tres hombres cuyos nombres no sabía. En el balconcito del primer piso vimos a la señora de Savolta, a otras señoras y a María Rosa Savolta enlutadas, con pañuelitos en la mano que viajaban súbitamente a los ojos para restañar una lágrima por el magnate.
Detrás del féretro marchaba un desconocido que vestía un largo abrigo negro y se tocaba con bombín del mismo color bajo el cual caían rubios mechones, casi albinos. Tenía las manos hundidas en los bolsillos y giraba la cabeza de un lado a otro, clavando en todos los asistentes sus ojos azules que destacaban en un rostro blanco como la cera.
El comisario Vázquez entró en su despacho. Su secretario arrojó sobre la mesa unos papeles para ocultar el periódico que leía.
– ¿Quién le ha mandado hacer un paquete? -gruñó el comisario Vázquez-. Lea su periódico y déjese de tonterías.
– Ha llamado por teléfono don Severiano. Le dije que se había usted ausentado por mor de unas diligencias y respondió que llamaría de nuevo.
– ¿Llamaba desde Barcelona?
– No, señor. Una chica, o señorita, que no dijo su nombre, dio aviso de conferencia desde una localidad que no me fue posible retener. Se oía muy mal.
El comisario Vázquez colgó su abrigo de un perchero mugriento y se sentó en su pegajosa silla giratoria.
– Déme un cigarrillo. ¿Alguna otra novedad?
– Un individuo desea verle. Me parece que no se trata de un habitual.
– ¿Qué quiere? ¿Quién es?
– Hablar con usted. No suelta prenda. Es Nemesio Cabra Gómez.
– Bueno. Le haremos esperar un rato, para que tenga ocasión de sintetizar su discurso. ¿Me da o no me da ese pitillo?
El secretario abandonó su mesa.
– Quédese con el paquete. Llevo uno entero en el bolsillo del gabán y, además, no me conviene fumar demasiado, por la bronquitis.
La muchedumbre que colmaba las aceras y la calzada y que se había encaramado a los árboles y a las farolas y a las verjas de las casas vecinas emitió un mugido sordo cuando apareció el féretro. Entre las cabezas descubiertas de la gente sobresalían aquí y allá los caballos de la policía que mantenía el orden con los sables en la mano. Componían la multitud representantes de todas las clases sociales: hombres de alcurnia, vestidos de negro con flamantes chisteras; militares con uniforme de gala; buenas gentes atraídas por el espectáculo ciudadano, y obreros que acudían a dar el último adiós a su patrono. Avanzó la carroza charolada tirada por seis corceles engalanados con plumas, jaeces y gualdrapas de metal oscuro y conducida por cocheros de levita y chambergo también emplumado y lacayos de calzón corto, colgados de los estribos. Cargaron el féretro en la carroza y la banda municipal tocó la Marcha fúnebre de Chopin mientras el carruaje iniciaba un paso lento y la multitud se santiguaba y se estremecía. Ocupaban la presidencia del cortejo las autoridades y les seguían los socios, amigos y allegados del magnate. También se unió a la presidencia el extraño individuo del largo gabán y el bombín negro y otro personaje vestido de gris que dirigió unas palabras quedamente a los más próximos, asintió a las respuestas con la cabeza y se alejó. Era el comisario Vázquez, encargado del caso.
– ¿Qué pinta tiene ese Nemesio Cabra Gómez? -preguntó el comisario Vázquez.
El secretario hizo un mohín.
– Bajito, moreno, delgado, sucio, sin afeitar…
– Obrero en paro, supongo -dijo el comisario.
– Eso parece, sí, señor.
Después de hojear los periódicos y ver que no aludían al suceso de la noche anterior, el comisario Vázquez ordenó que hicieran pasar al confidente.
– ¿De qué quieres hablarme?
– Vengo a contarle cosas de su interés, señor comisario.
– No pago a los soplones -advirtió el comisario Vázquez-. Me molestan y no reportan nada práctico.
– Colaborar con la policía no es malo.
– Ni rentable -añadió el comisario.
– Llevo nueve meses parado.
– ¿Y quién te da de comer? -preguntó el comisario.
Nemesio Cabra Gómez sonrió. Ceceaba ligeramente. Se encogió de hombros. El comisario Vázquez se volvió a su secretario.
– ¿Podemos ofrecer un trozo de pan y un café con leche a un parado?
– Ya no queda café.
– Que vuelvan a colar los posos -dijo Vázquez.
El secretario salió sin abandonar la postura sedente.
– ¿Qué me vas a decir? -dijo el comisario.
– Sé quién lo mató -dijo Nemesio Cabra Gómez.
– ¿A Savolta?
Nemesio Cabra Gómez abrió su boca desdentada.
– ¿Mataron a Savolta?
– Lo traerán los periódicos de la tarde.
– No lo sabía…, no lo sabía. ¡Qué gran desgracia!
Bajo el sol de enero avanzaba la letanía mortuoria de los curas y la carroza y la muchedumbre tras ella. Un estremecimiento general nos sacudía, pues todos teníamos el convencimiento de que uno de los asistentes era el asesino. La iglesia se colmó y también la calle hasta donde abarcaba la vista. Los primeros bancos los ocupaban las mujeres, que ya estaban allí cuando nosotros llegamos. Plañían y rezaban y oscilaban al borde del colapso. Luego se agolpaba en las naves una multitud silente y respetuosa. En la calle, por el contrario, reinaba un gran alboroto. La reunión de todos los financieros barceloneses producía discusiones, altercados, regateos, acercamientos oportunistas, tanteos y sugerencias. Los secretarios no cesaban de anotar y de llevar recados de un lado para otro, abriéndose paso a codazos, febriles por concluir antes que nadie la transacción. Al salir del templo me topé con Lepprince.