– ¿Qué se dice por ahí? -me preguntó.
– ¿Por ahí? ¿Dónde?
– Pues, por ahí…, en los periódicos, en la calle. ¿Qué dice Cortabanyes? Yo no he abandonado la casa en estos dos días, prácticamente. Justo el tiempo de cambiarme de ropa, tomar un baño y comer algo.
– Todo el mundo comenta la muerte del señor Savolta, como es natural, pero no se ha esclarecido nada, si es a eso a lo que se refiere.
– Claro que me refiero a eso. ¿En qué sentido se dirigen las sospechas?
– El atentado vino de fuera. Se descarta que haya podido ser uno de los asistentes.
– Yo no descartaría nada, si fuera policía, pero estoy de acuerdo en que no fue cuestión personal.
– Tiene una idea formada, ¿no?
– Naturalmente que sí. Como tú y como todos.
Claudedeu se unió a nosotros. Lloraba como un niño.
– No lo puedo creer…, tantos años juntos y ahora, miren ustedes… No lo puedo creer.
Cuando se hubo ido, Lepprince me dijo:
– No puedo entretenerme. Ven mañana por mi casa. Después de las ocho, ¿de acuerdo?
– No faltaré -dije.
JUEZ DAVIDSON. Ahora desearía tocar un punto que me parece de peculiar relevancia. Y es el siguiente: ¿conocía usted los entresijos de la empresa Savolta?
MIRANDA. De oídas.
J. D. ¿Quién era el accionista mayoritario?
M. Savolta, por supuesto.
J. D. Al decir «por supuesto», ¿quiere decir que Savolta era propietario de todas las acciones de la sociedad?
M. De casi todas.
J. D. ¿En qué proporción?
M. Un 70 % de las acciones le pertenecían. J. D. ¿Quién poseía el otro 30 %?
M. Parells, Claudedeu y otros vinculados a la empresa poseían hasta un 20 %. El resto estaba en manos del público.
J. D. ¿Siempre había existido este status social?
M. No.
J. D. Explique la historia con brevedad.
– La sociedad Savolta -dijo Cortabanyes- la fundó un holandés llamado Hugo Van der Vich en 1860 0 1865, si mal no recuerdo; yo apenas tuve participación en ello, como no he tenido participación en casi nada de cuanto ha sucedido a mi alrededor. La constitución se realizó en Barcelona y a la empresa se la denominó Savolta porque por entonces Savolta era el hombre de paja de Van der Vich en España y la finalidad de la empresa no era otra que la evasión fiscal.
Cortabanyes tenía miedo. Desde la fiesta de fin de año experimentaba continuos escalofríos y sus dientes castañeteaban sin cesar. Me convocó y empezó a contarme la historia de la empresa como si quisiera descargarse de un peso. Como si fuera el prólogo de una gran revelación.
– Con el tiempo, Van der Vich se fue chiflando y confió en Savolta la gestión de la empresa, cosa que éste aprovechó para irse apoderando de las acciones del holandés hasta que Van der Vich murió de forma trágica, como es de dominio público.
Yo había leído la romántica historia siendo niño. Hugo Van der Vich era un noble holandés que vivía en un castillo rodeado de frondosos bosques. Se volvió loco y adquirió la costumbre de disfrazarse de oso y recorrer a cuatro patas sus posesiones, asaltando a las campesinas y las pastoras. Corrió la leyenda del oso y se organizaron batidas en las que murieron más de treinta osos y seis cazadores. Uno de los osos muertos fue Van der Vich.
– Van der Vich -prosiguió Cortabanyes- dejó un hijo y una hija que siguieron habitando el castillo, al que las gentes atribuyeron fama de encantado. Se decía que por las noches vagaba el alma de Van der Vich y atrapaba entre sus zarpas a cuantos veía, exceptuando a sus hijos, que le dejaban en las almenas miel y roedores muertos para su alimentación. Los hijos vivían incestuosamente amancebados, y en un estado de desidia tal que las autoridades intervinieron y apreciaron en ambos síntomas de locura. El hijo, Bernhard, fue internado en un manicomio en Holanda y la hija, Emma, en un sanatorio suizo. Al estallar la guerra, en 1914, Bernhard Van der Vich logró huir de su encierro y se unió al ejército alemán, donde alcanzó el grado de capitán de dragones.
Bernhard Van der Vich murió en una operación militar en Francia, cerca de la frontera con Suiza. La Cruz Roja lo trasladó a Ginebra gravemente herido. Cuando cruzaban la frontera, su hermana exclamó: “Bernhard, Bernhard, où es-tu?” Los dos hermanos no se reencontraron: él murió aquella misma noche en el quirófano, y ella, poco después del amanecer. Es posible que todo forme parte de una leyenda forjada en torno a la excéntrica y adinerada familia. Los ricos son distintos al resto de los mortales y es natural que atraigan sobre sí los más disparatados rumores y las más desbocadas fantasías.
MIRANDA. Cuando murieron los hermanos Van der Vich, Savolta y su grupo se habían apoderado ya de todas las acciones, salvo un paquete reducidísimo que quedó depositado en un Banco de Suiza, a nombre de Emma Van der Vich.
JUEZ DAVIDSON. ¿No tuvieron herederos los Van der Vich?
M. No, que yo sepa.
J. D. ¿Producía la empresa beneficios que pudieran considerarse altos?
M. Sí.
J. D. ¿Regularmente?
M. Sobre todo en los años que precedieron a la guerra y durante la guerra.
J. D. ¿Luego no?
M. No.
J. D. ¿Por qué?
M. La entrada de los Estados Unidos en la conflagración hizo perder la clientela extranjera.
J. D. ¿Es posible? Dígame, ¿qué producto o productos se fabricaban en la empresa Savolta?
M. Armas.
Nemesio Cabra Gómez se había puesto pálido. El secretario hizo su aparición con una taza de café con leche grisáceo y una hogaza enharinada. Lo dejó sobre la mesa y volvió a su puesto, donde permaneció con la mirada extraviada. Nemesio Cabra Gómez desmenuzó el pan y sumergió los trozos en el café con leche produciendo una pasta repugnante.
– Si no vienes a contarme lo de Savolta -dijo el comisario Vázquez-, ¿a qué has ve nido?
– Sé quién lo mató -dijo el confidente mostrando el contenido de su boca.
– ¿Pero quién mató a quién?
– A Pajarito de Soto.
El comisario Vázquez meditó unos instantes.
– No me interesa.
– Es un asesinato y los asesinatos interesan a la policía, ¿o no?
– La investigación se cerró hace días. Llegas tarde.
– Habrá que abrirla de nuevo. Sé algo sobre la carta.
– ¿La carta? ¿La carta que escribió Pajarito de Soto?
Nemesio Cabra Gómez dejó de comer.
– Le interesa, ¿eh?
– No -dijo el comisario Vázquez.
Tal como habíamos convenido, acudí aquella tarde a casa de Lepprince. El portero, que ya me conocía de anteriores visitas, al verme de luto se creyó en la obligación de manifestar su condolencia por la muerte de Savolta.
– Mientras el Gobierno no tome sus medidas, no habrá paz para la gente honrada. Fusilarlos a todos es lo que habría que hacer -me dijo.
Una vez en el rellano tuve una sorpresa. El hombre pálido del bombín negro y el largo gabán que había visto en las exequias del magnate estaba allí, ante la puerta de la casa, y me impedía el acceso.
– Desabroche su abrigo -me dijo con acento extranjero y ademán conminatorio.
Le obedecí y él tanteó mi ropa.
– No llevo armas -dije sonriendo.
– Su nombre -me atajó.
– Javier Miranda.
– Esperar.
Chasqueó los dedos y compareció el mayordomo, que aparentó no conocerme.
– Javier Miranda -dijo el hombre del bombín-, ¿pasa o no pasa?
El mayordomo desapareció y volvió a los pocos segundos. Dijo que Lepprince me aguardaba. El hombre pálido se apartó y yo pasé sintiendo su mirada amenazadora en la nuca. Encontré a Lepprince solo en el saloncito donde tantas horas habíamos compartido.
– ¿Quién es? -pregunté señalando en dirección a la puerta.
– Max, mi guardaespaldas. Desertor del ejército alemán y hombre de toda confianza. Perdónale si te ha causado molestias. La situación es delicada y he preferido pasar por alto la cortesía en beneficio de la seguridad personal.
– ¡Es que me ha registrado!
– Aún no te conoce y no se fía ni de su sombra. Es un gran profesional. Ya le daré instrucciones para que no te moleste más en lo sucesivo.
En aquel momento llegaron gritos procedentes del pasillo. Salimos a ver: el guardaespaldas encañonaba con su pistola a un hombre que, a su vez, encañonaba al guardaespaldas.
– ¿Qué significa esto, señor Lepprince? -exclamó el recién llegado sin apartar los ojos del guardaespaldas.
Lepprince se reía por lo bajo de lo ridículo de la situación.
– Déjale pasar, Max. Es el comisario Vázquez.
– ¿Con pistola? -dijo Max.
– Pues no faltaría más -gruñó el comisario-. Quiere desarmarme, este animal.
– Sí, Max, déjale pasar -concluyó Lepprince.
– ¿Puedo pedir una explicación? -dijo el comisario sin ocultar su enfado.
– Deberá disculparle, no conoce a nadie.
– Su guardaespaldas, supongo.
– En efecto. Me ha parecido aconsejable.
– ¿No confía en la policía?
– Desde luego que sí, comisario, pero he preferido extremar las precauciones, aun a costa de parecer exagerado. Creo que las molestias de los primeros días quedarán compensadas por la tranquilidad futura. No sólo mía, sino de ustedes también.
– No me gustan los guardaespaldas. Son pistoleros, amantes de la camorra y trabajan por dinero. No he conocido a ninguno que no acabase vendiéndose. Por lo general organizan más líos de los que evitan.
– Este caso es distinto, comisario. Tenga confianza en mí. ¿Un cigarro?
– Los que tenemos todo el día para dormir velamos de noche, cuando descansa la gente de bien. La ciudad duerme con la boca abierta, señor comisario, y todo se sabe: lo que ha pasado y lo que pasará, lo que se dice y lo que se calla, que es mucho en estos tiempos tan duros. Yo soy amante del orden, señor comisario, se lo juro por mis muertos, que en gloria estén. Y si no basta con mi palabra, Dios hay que lo puede certificar. Me marché de mi pueblo porque allí había demasiada revolución. Ya no se respeta hoy en día la voluntad del Altísimo y Él tiene que mandarnos un gran castigo si no ponemos remedio los hombres de orden y buena voluntad.