El comisario Vázquez encendió un cigarrillo y se levantó.
– Voy a un recado. Espérame aquí, si te apetece, y me sigues contando luego estas ideas tan hermosas.
Nemesio Cabra Gómez se puso en pie.
– ¡Señor comisario! ¿No le interesa lo que sé?
– Por ahora, no. Tengo cosas más importantes que atender.
En la puerta hizo señal al secretario y le dijo por lo bajo:
– Salgo un momento; vigíleme a este pájaro mientras estoy fuera. No le deje marchar. Ah, y le devuelvo su tabaco. Compraré al salir.
Que por orden expresa de mis superiores jerárquicos me hice cargo del «caso Savolta» el 1 de enero de 1918, a raíz del asesinato de aquél. Que el difunto Enrique Savolta y Gallibós, de 61 años de edad, casado, natural de Granollers, provincia de Barcelona, del comercio, era propietario del 70 % de las acciones de la empresa que lleva su nombre, dedicada a la fabricación y venta de armas, explosivos y detonantes, situada en la zona industrial de Hospitalet, provincia de Barcelona, de la cual, a su vez, era director-gerente. Que conocidos los antecedentes de su muerte se atribuyó ésta a las organizaciones obreras, también llamadas sociedades de resistencia, que debieron de llevar a cabo el atentado como represalia por la muerte de un periodista llamado Domingo Pajarito de Soto, acontecida diez o quince días antes y que se achacó en los medios revolucionarios de esta capital a la intervención de uno o varios miembros de la ya citada sociedad. Que las indagaciones condujeron a la detención de…
Pasó enero y luego febrero. Escasamente veía a Lepprince. Fui a visitarle un par de veces, pero topé con una cadena de obstáculos hasta llegar a su presencia: el portero, antaño amable y charlatán en exceso, me paraba, me preguntaba mi nombre y llamaba por la bocina pidiendo instrucciones. En el rellano estaba Max, el guardaespaldas, esperándome: ya no me registraba, pero no quitaba las manos de los bolsillos del gabán. Me hacía entrar en el vestíbulo y avisaba al mayordomo. Éste me volvía a preguntar mi nombre, como si no lo supiera, y me rogaba que aguardase unos minutos. Mi entrevista con Lepprince se veía interrumpida con irritante periodicidad: llamadas extemporáneas, doncellas furtivas que le hacían llegar un papel garrapateado, un secretario rastrero que consultaba dudas, Max que aparecía sin llamar y revisaba los rincones como si buscara cucarachas.
Con todo, seguí frecuentando la casa de la Rambla de Cataluña. A menudo coincidía con el comisario Vázquez. Éste se presentaba de improviso, sostenía una breve escaramuza con Max y penetraba en el salón. Lepprince le obsequiaba con algo: un cigarro, un café con galletas, una copita de licor, y el comisario suspiraba, se desperezaba, parecía relajarse y comenzaba su charla preñada de crímenes, sendas tortuosas y pistas entretejidas. Un día nos comunicó que los sospechosos de la muerte de Savolta estaban ya en Montjuic. Eran cuatro: dos jóvenes y dos viejos, todos ellos anarquistas, tres inmigrantes sureños y un catalán. Yo pensé para mis adentros cuántos y cuán dolorosos palos de ciego no se habrían dado hasta localizar a los cuatro malhechores.
En efecto, unas semanas antes de que Vázquez nos diera la noticia de la detención y encarcelamiento, hallándome yo aburrido, se me ocurrió pasar por la librería de la calle de Aribau con el propósito de matar una hora escuchando al mestre Roca. Pero la librería estaba desierta. Sólo seguía en su lugar la mujer pelirroja, la del mostrador. Avancé hacia la trastienda y ella me impidió el paso.
– ¿Desea el señor algún libro?
– ¿Ya no viene por aquí el mestre Roca? -pregunté.
– No, ya no viene.
– No estará enfermo, espero.
La dependienta miró en todas direcciones y murmuró pegándose a mi oreja:
– Se lo llevaron a Montjuic.
– ¿Por qué? ¿Hizo algo malo?
– Fue a raíz de la muerte del Savolta, ¿sabe a lo que me refiero?
Al día siguiente se inició la represión. El mestre Roca contrajo una enfermedad en Montjuic debido a su avanzada edad. Le soltaron relativamente pronto, pero ya no volvió por la librería ni supe más de él.
– No puede tratarme así, señor comisario, soy un hombre de orden. Mi único propósito fue ayudarle, ¿por qué no me presta un poco de atención?
Nemesio Cabra Gómez se agitaba y se retorcía los dedos haciendo crujir las articulaciones.
– Ten paciencia -dijo el comisario Vázquez-, en seguida estoy por ti.
– ¿Sabe usted cuántas horas llevo aquí sentado?
– Muchas, creo.
Nemesio Cabra Gómez se abalanzó sobre la mesa. El comisario se sobresaltó y se cubrió con el periódico mientras el secretario se ponía de pie y hacía gesto de correr hacia la puerta.
– He meditado mucho en estas horas de angustia, comisario. No me abandone. Sé quién mató a Pajarito de Soto y a Savolta, y sé también quién será el próximo en caer. ¿Le interesa o no le interesa?
Recuerdo el último día que fui a la casa de la Rambla de Cataluña. Lepprince me había invitado a comer. Una vez traspuestos los controles, tomamos una copa de jerez en el saloncito donde ardían troncos a pesar de que la primavera se había hecho dueña de la ciudad e imponía sus colores luminosos y su tibieza exaltante. Luego pasamos al comedor. Mantuvimos una conversación de tipo general, llena de altibajos y silencios. Por último, a los postres, Lepprince me comunicó que se casaba. No me sorprendió el hecho en sí, sino el secreto que había rodeado sus relaciones hasta ese momento. La elegida, no hace falta decirlo, era María Rosa Savolta. Le di mi enhorabuena y no puse otro reparo que la excesiva juventud de su futura esposa.
– Tiene casi veinte años -replicó Lepprince con su dulce sonrisa (yo sabía que acababa de cumplir los dieciocho)-, una sólida formación y una cultura refinada. Lo demás, vendrá por sí solo, con el tiempo. La experiencia suele ser una sucesión de disgustos, fracasos y sinsabores que amargan más de lo que enseñan. Bien está la experiencia para un hombre, que ha de luchar, pero no para una esposa. Dios me permita privarle de la experiencia si ello significa evitarle todo mal.
Alabé sus palabras, de una gran nobleza, y ambos volvimos a sumirnos en una tensa mudez. El mayordomo entró en el comedor, pidió disculpas por la interrupción y anunció la visita del comisario Vázquez. Lepprince le hizo pasar y me rogó que me quedase.
– Disculpe que le recibamos en el comedor, amigo Vázquez -se apresuró a decir Lepprince apenas el comisario hizo su aparición-. Me pareció mejor esto que hacerle esperar o que echar a perder el final de una excelente comida. ¿Quiere unirse a nosotros?
– Muchas gracias, he comido ya.
– Al menos aceptará unos dulces y una copita de moscatel.
– Con mucho gusto.
Lepprince dio las órdenes pertinentes.
– He venido -dijo el comisario- porque creo mi deber tenerle informado de cuanto sucede en relación con… la situación de ustedes.
Al decir ustedes se refería, como entendí, a Lepprince y sus socios. A mí no me había saludado siquiera y mantenía el desdén del primer día, cosa que me afectaba, pero que juzgaba lógica:- en su profesión no cabían las atenciones ni los cumplidos y todo cuanto se interpusiera en su camino (amigos, secretarios, ayudantes y guardaespaldas) lo rechazaba sin miramientos.
– ¿Se refiere a los atentados? -dijo Lepprince-. ¿Hay alguna novedad respecto a la muerte del pobre Savolta?
– A eso me refiero, exactamente.
– Usted dirá, querido Vázquez.
El comisario se demoraba curioseando las vinagreras y leyendo entre dientes la etiqueta de la botella de vino. Me pareció que su displicencia me rebasaba y se hacía extensiva al propio Lepprince.
– Por medio de…, de gentes que colaboran con la policía de un modo indirecto y oficioso he tenido noticia de que se ha desplazado a Barcelona Lucas «el Ciego» -dijo.
– ¿Lucas el qué? -preguntó Lepprince.
– «El Ciego» -repitió el comisario Vázquez.
– ¿Y quién es este personaje tan pintoresco?
– Un pistolero valenciano. Ha trabajado en Bilbao y en Madrid, aunque los informes son confusos al respecto. Ya sabe usted lo que pasa con este tipo de gente: de un bandido hacen un héroe y lo imaginan en todo lugar, como a Dios.
Una camarera trajo un plato, un juego de cubiertos y una servilleta para el comisario.
– ¿Por qué le llaman «el Ciego»? -preguntó Lepprince.
– Una versión atribuye el apodo al hecho de que, al mirar, entorna los ojos. Otros dicen que su padre fue ciego y cantaba romanzas por los pueblos de la Huerta. Pura leyenda, en mi opinión.
– Él, sin embargo, parece tener la vista fina.
– Como un hilo de acero.
– ¿Fue ese Lucas el que mató a Savolta?
El comisario Vázquez se sirvió un par de dulces y dirigió a su interlocutor una mirada significativa.
– ¿Quién sabe, señor Lepprince, quién sabe?
– Siga contando cosas de su personaje, por favor. Y coma, coma, verá qué dulces más delicados.
– No sé si se da cuenta, señor Lepprince, de que hablo muy en serio. Ese pistolero es un hombre peligroso y viene por ustedes.
– ¿Quiere decir por mí, comisario?
– Dije por ustedes, sin especificar. Si hubiese querido decir por usted, lo habría dicho. Esta misma conversación la mantuve con Claudedeu a primera hora de la mañana.
– ¿Hasta qué punto es peligroso? -dijo Lepprince.
El comisario echó mano al bolsillo y extrajo unas cuartillas que tendió a Lepprince.
– Traigo unas notas apuntadas. Yo mismo las extracté del archivo. Déles un vistazo, aunque, a lo mejor, no entiende mi letra.