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Tomó del brazo a su amigo y ambos desaparecieron por la puerta del salón. Las dos señoras aún permanecieron unos instantes en el vestíbulo.

– Dime, ¿cómo se porta la pequeña María Rosa? -preguntó la señora de Claudedeu.

– Oh, se porta bien, pero no parece muy animada -respondió su amiga-. Más bien un poco aturdida por todo este ajetreo, como si dijéramos.

– Es natural, mujer, es natural. Hay que hacerse cargo del contraste.

– Quizá tengas razón, Neus, pero ya va siendo hora de que cambie de manera de ser. El año que viene termina los estudios y hay que empezar a pensar en su futuro.

– ¡Quita, mujer, no seas exagerada! María Rosa no tiene por qué preocuparse. Ni ahora ni nunca. Hija única y con vuestra posición…, va, va. Déjala que sea como quiera. Si ha de cambiar, pues ya cambiará.

– No creas, no me disgusta su carácter: es dulce y tranquila. Un poco sosa, eso sí. Un poco…, ¿cómo te diría?…, un poco monjil, ya me entiendes.

– Y eso te preocupa, ¿verdad? Ay, hija, que ya veo adónde vas a parar.

– A ver, ¿qué quieres decir, eh?

– Tú me ocultas una idea que te da vueltas en la cabeza, no digas que no.

– ¿Una idea?

– Rosa, con la mano en el corazón, dime la verdad: estás pensando en casar a tu hija.

– ¿Casar a María Rosa? ¡Qué cosas se te ocurren, Neus!

– Y no sólo eso: has elegido al candidato. Anda, dime que no es verdad, atrévete. La señora de Savolta se ruborizó y ocultó su confusión tras una risita queda y prolongada.

– Huy, Neus, un candidato. No sabes lo que dices ¡Un candidato! Jesús, María y José…

JUEZ DAVIDSON. ¿Encontró usted trabajo en Barcelona?

MIRANDA. Sí.

J. D. ¿Porqué medios?

M. Llevaba cartas de recomendación.

J. D. ¿Quién se las proporcionó?

M. Amigos de mi difunto padre.

J. D. ¿Quiénes eran los destinatarios de las mismas?

M. Comerciantes, abogados y un médico.

J. D. ¿Uno de los destinatarios de las cartas le contrató?

M. Sí, así fue.

J. D. ¿Quién concretamente?

M. Un abogado. El señor Cortabanyes.

J. D. ¿Quiere deletrear su nombre?

M. Ce, o, erre, te, a, be, ene, i griega, e, ese. Cortabanyes.

J. D. ¿Por qué le contrató ese abogado?

M. Yo había estudiado dos cursos de leyes en Valladolid. Eso me permitía…

J. D. ¿Qué tipo de trabajo realizaba para el señor Cortabanyes?

M. Era su ayudante.

J. D. Amplíe la definición.

M. Hacía recados en el Palacio de Justicia y en los juzgados municipales, acompañaba a los clientes a prestar declaración, llevaba documentos a las notarías, realizaba gestiones de poca importancia en la Delegación de Hacienda, ordenaba y ponía al día el archivo de asuntos y buscaba cosas en los libros.

J. D. ¿Qué cosas buscaba?

M. Sentencias, citas doctrinales, opiniones de autores especializados sobre temas jurídicos o económicos. A veces, artículos de periódicos y revistas.

J. D. ¿Los encontraba?

M. Con frecuencia.

J. D. ¿Y era retribuido por ello?

M. Claro.

J. D. ¿Le retribuían en relación proporcional al trabajo prestado o variaba según los resultados del mismo?

M. Me daba una mensualidad fija.

J. D. ¿Sin incentivos?

M. Una gratificación en Navidad.

J. D. ¿También fija?

M. No. Solía variar.

J. D. ¿En qué sentido?

M. Era más elevada si las cosas habían ido bien aquel año en el despacho.

J. D. ¿Solían ir bien las cosas en el despacho?

M. No.

Cortabanyes jadeaba sin cesar. Era muy gordo; calvo como un peñasco. Tenía bolsas amoratadas bajo los ojos, nariz de garbanzo y un grueso labio inferior, colgante y húmedo que incitaba a humedecer en él el dorso engomado de los sellos. Una papada tersa se unía con los bordes del chaleco; sus manos eran delicadas, como rellenas de algodón, y formaban los dedos tres esferas rosáceas; las uñas eran muy estrechas, siempre lustrosas, enclavadas en el centro de la falange. Cogía la pluma o el lápiz con los cinco deditos, como un niño agarra el chupete. Al hablar producía instantáneas burbujas de saliva. Era holgazán, moroso y chapucero.

El despacho de Cortabanyes estaba en una planta baja, en la calle de Caspe. Constaba de un recibidor, una sala, un gabinete, un trastero y un lavabo. Las restantes habitaciones de la casa las había cedido Cortabanyes al vecino mediante una indemnización. Lo reducido del local le ahorraba gastos de limpieza y mobiliario. En el recibidor había unas sillas de terciopelo granate y una mesilla negra, con revistas polvorientas. La sala estaba rodeada por una biblioteca, sólo interrumpida por tres puertas, una cristalera de vidrio emplomado que daba al hueco de la escalera y una ventana de una sola hoja, cubierta por una cortina del mismo terciopelo que las sillas, y que daba a la calle. Al gabinete se llegaba por la puerta horadada en la biblioteca: en él estaba la mesa de trabajo de Cortabanyes, de madera oscura con tallas de yelmos, arcabuces y tizonas, una silla semejante a un trono tras la mesa y dos butacones de piel. El trastero estaba lleno de archivadores y armarios con puertas de persiana que corrían de arriba a abajo y se plegaban por iniciativa propia, con estrépito de trallazo. Tenia el trastero una mesita de madera blanca y una silla de muelles: ahí trabajaba el pasante, Serramadriles. En la sala-biblioteca, una mesa larga, circundada de sillas tapizadas, servía para las reuniones numerosas, aunque raramente acontecían. Era donde trabajábamos la Doloretas y yo.

Lucía un buen solete y había gente que aprovechaba la tibieza en las terrazas de los cafés. E1 boulevard de las Ramblas estaba vistoso: circulaban banqueros encopetados, militares graves, almidonadas amas que se abrían paso con las capotas charoladas de los cochecillos, floristas chillonas, estudiantes que faltaban a clase y se pegaban, en broma, riendo y metiéndose con la gente, algún tipo indefinible, marinos recién desembarcados. Teresa brincaba y sonreía, pero pronto se puso seria.

– El bullicio me aturde. Sin embargo, creo que no soportaría ver las calles vacías: las ciudades son para las multitudes, ¿no crees?

– Veo que no te gusta la ciudad -le dije.

– La odio. ¿Tú no?

– Al contrario, no sabría vivir en otro sitio. Te acostumbrarás y te sucederá lo mismo. Es cuestión de buena voluntad y de dejarse llevar sin ofrecer resistencia.

En la Plaza de Cataluña, frente a la Maison Dorée, había una tribuna portátil cubierta por delante por la bandera catalana. Sobre la tribuna disertaba un orador y un grupo numeroso escuchaba en silencio.

– Vámonos a otra parte -dije.

Pero Teresa no quiso.

– Nunca he visto un mitin. Acerquémonos.

– ¿Y si hay alboroto? -dije yo.

– No pasará nada -dijo ella.

Nos aproximamos. Apenas si se oían las palabras del orador desde aquella distancia, pero, debido a su ventajosa posición sobre la tribuna, todos podíamos seguir sus gestos vehementes. Algo creí entender sobre la lengua catalana y la tradició cultural i democrática y también sobre la desidia voluntária i organitzada des del centre o pel centre, frases fragmentadas y aplausos y tras ellos frases que se diluían en el ronroneo de los comentarios, gritos de molt bé! y el inicio deslavazado y arrítmico de «Els segadors». Por la calle de Fontanella llegaban guardias de a pie, de dos en fondo, portando cada uno su mosquetón; se alinearon en la acera, de espaldas al muro de los edificios, y adoptaron la posición de descanso.

– Esto se pone negro -dije.

– No seas miedoso -dijo Teresa.

Los cantos proseguían y se intercalaban gritos subversivos. Un joven se apartó del ruedo de oyentes, tomó una piedra y la lanzó con furia contra las vidrieras del Círculo Ecuestre. Al hacerlo se le cayó el sombrero.

– Fora els castellans -decían ahora.

Una figura vestida de negro, de barba cana y rostro de ave apareció en una de las ventanas. Extendió los brazos y gritó: Catalunya! Pero retrocedió al ver que su presencia provocaba un aluvión de piedras y una salva de pitos.

– ¿Quién era? -preguntó Teresa.

– No lo vi bien -dije-. Me parece que Cambó.

Entretanto los guardias del piquete seguían impertérritos, en espera de las órdenes del oficial que sostenía una pistola. Por la Rambla de Cataluña bajaban grupitos a la carrera, enarbolando cachiporras y gritando ¡España Republicana!, por lo que supuse que serían los «jóvenes bárbaros» de Lerroux. Los separatistas les arrojaron piedras, el oficial de la pistola hizo una seña y sonó un cornetín. Hubo piedras para los guardias, volvió a sonar el cornetín, se montaron los mosquetones. Los «jóvenes bárbaros» golpeaban a los separatistas, que respondían a las cachiporras con piedras y puños y puntapiés: eran más numerosos, pero contaban con mujeres y ancianos inútiles para la refriega. Cayeron algunos cuerpos al suelo, ensangrentados. Los guardias apuntaban a los contendientes, estoicamente plantados sobre las piernas separadas, aguantando las pedradas ocasionales. Por la calle de Pelayo apareció la caballería. Formaron ante el Salón Cataluña con los sables desenvainados, luego avanzaron en abanico, primero al trote, poco a poco al galope y, por último, a rienda suelta, como un ciclón, por entre las palmeras, saltando por encima de los bancos y los parterres de flores, levantando polvaredas y haciendo vibrar el suelo con los secos pisotones. La gente huía, salvo aquellos que se hallaban enzarzados en la lucha cuerpo a cuerpo. Corrían en las direcciones expeditas: Rambla de Cataluña, Ronda de San Pedro y Puerta del Ángel. El orador se había esfumado y los jóvenes bárbaros desgarraban la bandera catalana. Los jinetes repartieron sablazos con la hoja plana sobre las cabezas de los fugitivos. Los que caían no se levantaban para no ser arrollados: se cubrían con las manos el cráneo y esperaban a que los caballos hubiesen pasado. Los guardias de a pie habían descrito un círculo cerrando la escapatoria por la Puerta del Ángel y disparaban al aire tiros sueltos. Algunas personas, cogidas entre los jinetes y los de a pie, alzaban los brazos en señal de rendición.