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– Oh, sí, perfectamente. Aquí veo que se le atribuyen cuatro asesinatos.

– Dos asesinatos, propiamente dichos. Los otros dos muertos son policías caídos en una refriega, en Madrid.

– Y se fugó de la cárcel de Cuenca.

– Sí. La guardia civil lo persiguió por las montañas. Al final, no sé por qué, lo dieron por muerto y regresaron al cuartel. Un mes más tarde hacía su aparición en Bilbao.

– ¿Trabaja solo? -pregunté.

– Depende. Los informes de Madrid le atribuyen la jefatura de una banda, sin precisar el número de sus componentes. Otros informes lo describen como un lobo solitario. Esto último parece más acorde con su personalidad de hombre fanático y violento en extremo. Si ha tenido asociados lo habrán sido temporalmente, para un trabajo determinado.

El comisario Vázquez partió un tocinillo del cielo y lo saboreó despacio.

– Una delicia, este pastelito -exclamó.

– ¿Qué me aconseja que haga, comisario? -preguntó Lepprince.

Vázquez retrasó la contestación hasta después de haber terminado los restos del tocinillo.

– Yo sugeriría…, yo sugeriría que nos tuviese al corriente de todas sus actividades, en el sentido de poder mantener en torno a usted una estrecha vigilancia. Convendría preparar todas y cada una de sus salidas, de modo y a fin de que obliguemos a Lucas “el Ciego” a dar un golpe desesperado. Tipos como ése no suelen tener paciencia. Si le damos carnada, él mismo se colgará.

La camarera anunció que el café y los licores estaban servidos en el saloncito. Lepprince inició la procesión, pero el comisario Vázquez pretextó tener prisa y abandonó la casa.

– Le molesta que tenga mi propio guardaespaldas -comentó Lepprince en ausencia del comisario-. Opina que interfiere su labor.

– Y es cierto, desde su punto de vista.

– Desde su punto de vista, tal vez. Pero yo me siento más protegido por Max que por toda la policía española junta.

– Bueno, contra eso nada se puede decir. Yo creo, sin embargo, que son sumamente eficientes.

– En tal caso -concluyó Lepprince-, me siento doblemente seguro. Pero esta discusión no es una discusión taurina. Es mi vida lo que anda en juego y no voy a comprobar en mi propia carne quién es mejor y quién es peor.

El doctor Flors se rascaba la barba con un lapicero.

– Es irregular lo que me pide, comisario. El enfermo se halla en un estado de tranquilidad pasajera que su presencia podría alterar.

– ¿Qué pasaría si se altera?

– Se pondría furioso y nos veríamos obligados a darle unas duchas de agua fría.

– Eso no hace mal a nadie, doctor. Déjeme hablar con él.

– No debo, créame. Soy responsable de la salud de mis pacientes.

– Y yo soy responsable de la vida de muchas personas. No le pido que haga nada por mí, doctor, sino por el bien público, al que represento. Es un asunto grave.

No muy convencido, el doctor Flors acompañó al comisario a través de largos corredores que parecían no conducir a ninguna parte. Al término de cada corredor, el médico giraba en ángulo recto y tomaba un nuevo corredor. Las paredes estaban pintadas de verde, al igual que las puertas, distribuidas irregularmente. De vez en cuando, a la derecha o a la izquierda del corredor, para desorientación del comisario Vázquez, se abría una cristalera que daba sobre un jardín rectangular, en el centro del cual brincaba un surtidor rodeado de rosales en flor. Por el jardín vagaban algunos enfermos con la cabeza rapada, enfundados en largas batas rayadas, y un enfermero que ostentaba, por contraste, una espesa barba negra. El jardín tan pronto aparecía desde un ángulo como desde otro y, en cierta ocasión, el comisario creyó pasar por el mismo sitio por segunda vez.

– ¿No hemos visto antes esta imagen de san José? -preguntó al doctor señalando la imagen que les bendecía desde una hornacina.

– No. Usted quiere decir san Nicolás de Bari, que está en el ala de las mujeres.

– Perdón, me había parido…

– Es natural su confusión. El hospital es un laberinto. Fue pensado así para lograr un máximo de aislamiento entre sus diversas dependencias. ¿Le gusta nuestro jardín?

– Sí.

– Tendré sumo gusto en enseñárselo al término de su visita. Los propios enfermos lo cultivan y cuidan.

– ¿Qué hace aquél? -dijo el comisario Vázquez.

– Extermina insectos dañinos. Busca los nidos y los tapona con cera o barro. La cera es más eficaz, pues los insectos horadan el barro con facilidad y ganan la superficie de nuevo en pocos días. ¿Le interesa la jardinería, comisario?

– Teníamos un huertecillo en mi casa, cuando yo era chico. Y un patio donde mi madre cultivaba flores. Hace mucho de eso, ¿sabe usted?

Enfilaron un pasillo más oscuro que el resto del edificio, a cuyos lados se alineaban espesas puertas sin otra abertura que un diminuto tragaluz protegido por gruesas barras de hierro. Un ronroneo de ultratumba se filtraba por las puertas e inundaba el pasillo. El comisario apretó el paso instintivamente, pero el doctor Flors le indicó que habían llegado.

Con abril llegaron los chaparrones y el tiempo mudable. Una tarde, cuando Nicolás Claudedeu salía de una reunión, empezó a llover. Un coche de punto se aproximaba y lo llamó. El coche se detuvo y Claudedeu entró. En el coche había otro hombre. Antes de que Claudedeu se repusiera de su asombro, le descerrajó un pistoletazo en el entrecejo. El cochero arreó a los caballos y el coche se perdió al galope, ante los ojos atónitos de los policías que custodiaban a Claudedeu y el espanto de los viandantes. El cadáver del “Hombre de la Mano de Hierro” fue hallado al día siguiente en un vertedero municipal. La represión recrudeció, pero Lucas «el Ciego» no se dejaba prender. Los interrogatorios duraban días, las listas de sospechosos alcanzaban cifras de seis guarismos, las confidencias y delaciones menudeaban. La campaña se hizo extensiva no sólo a los anarquistas, sino al movimiento obrero en general.

TEXTO DE VARIAS CARTAS ENCONTRADAS EN CASA DE NICOLÁS CLAUDEDEU FECHA DAS POCOS DÍAS ANTES DE SU MUERTE

Documento de prueba anexo n. ° 8

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

«Barcelona, 27-3-1918

Muy señor mío:

Tengo el gusto de comunicarle, a propósito del individuo en cuyos informes Vd. está interesado, que Francisco Glascá antes de la bomba de la calle del Consulado pertenecía al grupo "Acción" y había sido detenido en otras ocasiones por ejercer violencia, actualmente prestaba sus servicios en casa del patrono señor Farigola y era delegado del sindicato del ramo en cuestión. Vive amistanzado con una mujer, según informes del interesado, y tiene una hija llamada Igualdad, Libertad y Fraternidad. Su domicilio lo encontrará usted en la lista que me mandó y de la que, por lo que me dice, debe tener copia.»

Una cuartilla con aspecto de borrador dice: «Procure que las cosas se lleven a cabo con discreción. En último extremo, pero sólo en último extremo, recurra a nuestros amigos V. H. y C. R. Le agradezco el ejemplar del periódico madrileño Espartaco. Es preciso cortar de raíz esos rumores. ¿Qué hay de Seguí? Sea prudente, las cosas andan revueltas. Fdo.: N. Claudedeu.»

«Barcelona, 2-4-1918

Muy señor mío:

Parece ser que los del grupo "Acción" han tomado como una ofensa personal lo de Glascá. Temo que quiera llevar a cabo represalias, aunque dudo que se atrevan a dirigirlas contra Vd. Salgo hacia Madrid mañana sin falta, donde espero entrevistarme con A. F. Ya sabe el poco aprecio que este señor nos tiene, sobre todo a raíz del asunto Jover. Me dijo en su anterior visita que los viajes de Pestaña y Seguí a Madrid están relacionados con la huelga general, y que nuestra actitud y la de otros miembros de la Patronal puede adelantar los acontecimientos e impedirle tomar las oportunas medidas. No quiero ni pensar cómo estarán los ánimos por el ministerio.»

El doctor Flors abrió una puerta e invitó a entrar a su acompañante. No pudo evitar el comisario Vázquez un estremecimiento al trasponer el umbral. La celda era cuadrada y alta de techo, como una caja de galletas. Las paredes estaban acolchadas, así como el suelo. No había ventanas ni agujero alguno, salvo una trampilla en la parte superior que dejaba penetrar una incierta claridad. Tampoco existía mobiliario. El enfermo reposaba en cuclillas, con la espalda erguida apoyada en la pared. Sus ropas estaban hechas jirones y apenas si ocultaban su desnudez, lo que aumentaba su ruindad. Llevaba semanas sin afeitar y se le había caído el pelo en forma irregular dejando al descubierto aquí y allá franjas de cuero cabelludo. Un aire denso y pestilente se respiraba en la celda. Cuando el comisario hubo entrado, el doctor cerró la puerta con llave, y el policía y el enfermo se quedaron solos frente a frente. Lamentaba el comisario Vázquez no haber traído su pistola. Se volvió a la puerta y al mismo tiempo se abrió una mirilla por la que asomó la cara del mico.

– ¿Qué hago? -peguntó el comisario.

– Háblele despacio, sin levantar la voz.

– Tengo miedo, doctor.

– No tema, yo estoy aquí por si algo pasa. El enfermo parece tranquilo. Procure no excitarlo.

– Me mira con los ojos desorbitados.

– Es natural. Recuerde que se trata de un loco. No le contradiga.

El comisario Vázquez se dirigió al enfermo.

– Nemesio, Nemesio, ¿no me reconoces?

Pero Nemesio Cabra Gómez no daba señales de advertir la presencia del visitante, aunque seguía mirando fijo al comisario.

– Nemesio, ¿te acuerdas de mí? Viniste a verme varias veces a la Jefatura, ¿eh? Siempre te dimos café con leche y un panecillo.

La boca del enfermo empezó a moverse con lentitud, desprendiendo un reguero de baba. Su voz era inaudible.

– No sé qué me dice -dijo el comisario al doctor Flors.

– Acérquese más -aconsejó el médico.

– No me da la gana.

– Entonces salga.

– Está bien, doctor, me acercaré, pero no lo pierda de vista, ¿eh?

– Descuide usted.

– Mire, doctor -advirtió el comisario-, tengo dos hombres apostados fuera. Si dentro de un rato no salgo sano y salvo, entrarán y le harán responsable a usted de lo que haya sucedido. Ya nos entendemos.