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Como decía, llegué a casa tarde, bordeando la medianoche. A1 introducir el llavín en la cerradura noté que la puerta no estaba cerrada. Lo atribuí a un descuido mío, pero bastó para intranquilizarme. Abrí con lentitud: en el comedor había luz. Cerré la puerta de golpe y empecé a bajar las escaleras. Una voz conocida me llamó, a mis espaldas.

– No corra, Miranda, no tiene de qué asustarse.

Me volví. Era el comisario Vázquez.

– Vinimos hace un par de horas. Como no regresaba usted, nos tomamos la libertad de abrir la puerta de su casa y esperarle cómodamente sentados, ¿se enfada?

– No, claro que no. Sólo que me dieron un susto tremendo.

– Sí, lo comprendo. Debimos advertirle de nuestra presencia para evitar que la descubriera por sí mismo, pero ¿qué le vamos a hacer? Ya casi nos habíamos olvidado de usted.

Había vuelto a subir los últimos peldaños y penetré en la casa. En el comedor había dos policías vestidos de paisano, aparte del comisario. Una ojeada me bastó para comprobar que lo habían registrado todo. Yo era muy dueño de protestar e incluso de elevar una queja, pues él había obrado, sin duda, por cuenta propia, prescindiendo de la correspondiente autorización judicial. No obstante, me dije, mi actitud rebelde no podía traerme más que complicaciones y, por otra parte, bien poco me molestaba que hubiesen puesto la casa patas arriba.

– ¿De quién es ese retrato? -preguntó el comisario Vázquez señalando una fotografía enmarcada de mi padre.

– De mi padre -respondí.

– Vaya, vaya, ¿que pensaría su padre de usted si supiera que le visita la policía?

Supuse que quería intimidarme, pero falló y me cedió la ventaja obtenida por la sorpresa.

– No pensaría nada: murió hace tres años.

– Oh, perdón -dijo el comisario-. Ignoraba que fuese usted viudo.

– Huérfano, para ser exacto.

– Eso quise decir, perdón de nuevo.

Ahora la iniciativa era mía: el comisario había hecho el ridículo delante de sus adláteres.

– Lamento no tener nada que ofrecerle, comisario -dije con aplomo.

– No se disculpe, por Dios. Somos sobrios en el cuerpo.

– No disimule delante de mí, comisario. He podido apreciar su buen gusto gastronómico en casa de nuestro común amigo; el señor Lepprince.

Pareció aturdido y yo temí haber ido demasiado lejos en mi ataque personal. Se lo merecía, eso sí. Quería interrogarme prevaliéndose de nuestro conocimiento casual y ello me autorizaba a usar, como él hacía, de nuestras previas relaciones personales. Porque no me cabía duda de que venía más como acusador que como investigador y que buscaba debilitarme mediante su presencia intempestiva y la compañía, innecesaria a todas luces, de sus dos subordinados.

– Hemos venido en visita de amistad -dijo el comisario Vázquez cuando se hubo repuesto-. Naturalmente, no tiene usted por qué admitirnos. Carecemos de orden judicial y, por tanto, nos vemos obligados a apelar a su benevolencia. Claro que huelgan estas explicaciones, siendo usted abogado.

– Yo no soy abogado.

– ¿No? Caramba, no doy una esta noche, no sé qué me pasa… ¿Estudiante, entonces?

– Tampoco.

– En fin, ayúdeme, ¿cómo se definiría usted, profesionalmente hablando?

Era un contraataque fulminante.

– Auxiliar administrativo.

– ¿Del señor Lepprince?

– No. Del abogado señor Cortabanyes.

– Ah, ya… Pensé, ¿comprende usted?, al verle tan a menudo en el domicilio del señor Lepprince… Pero ya veo que me confundo. Un auxiliar administrativo no comería en la mesa de Lepprince, salvo que mediase algo más, ¿cómo diría?, una relación amistosa, tal vez.

– Todo lo dice usted. Yo no digo nada.

– Ni tiene por qué, amigo Miranda, ni tiene por qué. Hace bien en no despegar los labios. Por la boca muere el pez.

– Entiendo que yo soy el pez, pero ¿debo entender también que usted es el pescador, comisario?

– Vamos, vamos, querido Miranda, ¿por qué somos tan hostiles los españoles? Esto es una reunión de amigos.

– En tal caso, haga el favor de presentarme a estos dos señores. Me gusta saber el nombre de mis amigos.

– Estos dos señores han venido conmigo con el único propósito de acompañarme. Ahora que ha llegado usted, se retiran.

Los dos adláteres del comisario dieron las buenas noches y salieron sin esperar siquiera que les acompañase a la puerta. Cuando nos quedamos solos, el comisario Vázquez adoptó una actitud más circunspecta y al mismo tiempo más familiar.

– Parece sorprendido, señor Miranda, por mi súbito interés hacia usted. Sin embargo, nada más lógico que tal interés, no ya en usted, sino en toda persona relacionada con el caso Savolta, ¿no le parece?

– ¿Qué clase de relación tengo yo con el caso Savolta?

– Una pregunta obtusa, en mi opinión, si repasamos los hechos. En diciembre del año pasado muere un oscuro periodista llamado Domingo Pajarito de Soto. De averiguaciones superficiales se desprende una realidad incuestionable: usted es su más íntimo amigo. Pocas semanas después, Savolta cae asesinado y, cosa extraña, usted es uno de los invitados a su fiesta.

– ¿Me considera sospechoso de un doble crimen?

– Tranquilícese, no voy en esa dirección. Pero sigamos con los hechos desnudos: ambas muertes tienen o parecen tener un nexo, la empresa Savolta. Pajarito de Soto acababa de realizar un trabajo remunerado para dicha empresa. Cabe preguntarse, ¿quién puso en relación al periodista con sus últimos patronos?

– Yo.

– Justamente: Javier Miranda. Punto segundo: la relación de Pajarito de Soto con la empresa se llevó a cabo por medio de uno de los hombres clave de ésta. No por medio del jefe de personal, Claudedeu, ni por intervención directa de Savolta, sino por mediación de un individuo de funciones inconcretas: Paul André Lepprince. Voy a ver a Lepprince y ¿a quién encuentro a su lado?

– A mí.

– Demasiadas coincidencias, ¿no le parece?

– No. Lepprince me ordenó buscar y contratar a Pajarito de Soto. Del contacto con ambos surgió un vínculo de amistad que se truncó trágicamente en el caso de Pajarito de Soto y que perdura en el caso de Lepprince. La explicación no puede ser más sencilla.

– Sencilla sería de no existir tantos puntos oscuros.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, que simultáneamente a sus «vínculos de amistad» con Pajarito de Soto mantuviese usted «vínculos de amistad» con la esposa de éste, Teresa…

Me levanté de la silla impulsado por la indignación.

– Un momento, comisario. No estoy dispuesto a tolerar este tipo de interrogatorio. Le recuerdo que está usted en mi casa y que carece de potestad para proceder como lo hace.

– Y yo le recuerdo que soy comisario de policía y que puedo conseguir no sólo una autorización judicial, sino una orden de arresto y hacer que le traigan esposado a la comisaría. Si quiere jugar la baza de los formalismos jurídicos, juéguela, pero no se lamente luego de las consecuencias.

Hubo un mutis. El comisario encendió un cigarrillo y arrojó el paquete sobre la mesa por si yo quería fumar. Me senté, tomé un cigarrillo y fumamos mientras se diluía la tensión.

– No soy una portera fisgona -prosiguió el comisario Vázquez con voz pausada-. No meto las narices en sus pestilentes vidas privadas para enterarme de si son cornudos, homosexuales o proxenetas. Investigo tres homicidios y una tentativa. Por ello pido, exijo, la colaboración de todos. Estoy dispuesto a ser comprensivo y respetuoso, a saltarme las formalidades, la rutina, todo cuanto sea menester para no importunarles más de la cuenta. Pero no abusen ni me irriten ni me obliguen a usar de mi autoridad, porque les pesará. Ya estoy harto, ¿lo entiende usted?, ¡harto!, de ser el hazmerreír de todos los señoritos mierdas de Barcelona; de que el Lepprince de los cojones me dé pastelitos y copitas de vino dulce como si estuviésemos celebrando su primera comunión. Y ahora viene usted, un pelanas, muy satisfecho de sí mismo porque menea el rabo y le tiran piltrafas en los salones de la buena sociedad, y quiere imitar a sus amos y hacerse el gracioso delante de mí, ponerme en ridículo, como si fuera la criada de todos, en lugar de ser lo que soy y hacer lo que hago: velar por su seguridad. Son ustedes idiotas, ¿sabe?, más idiotas que las vacas de mi pueblo, porque al menos ellas saben hasta dónde pueden llegar y dónde tienen que pararse. ¿Quiere un consejo, Miranda? Cuando me vea entrar en una habitación, aunque sea el comedor de Lepprince, no siga comiendo como si hubiera entrado un perro: límpiese los morros y levántese. Me ha entendido, ¿verdad?

– Sí, señor.

– Así me gusta, que recobre la sesera. Y ahora que somos tan amigos y nos entendemos tan bien, conteste a mis preguntas. ¿Dónde está la carta?

– ¿Qué carta?

– ¿Cuál ha de ser? La de Pajarito de Soto.

– No sé nada de…

– ¿No sabe que Pajarito de Soto escribió y envió una carta el mismo día que lo mataron?

– ¿Ha dicho usted “que lo mataron”?

– He dicho lo que he dicho: conteste.

– Oí hablar de la carta, pero jamás la vi.

– ¿Está seguro de que no 1a tiene usted?

– Completamente seguro.

– ¿Y no sabe quién la tiene?

– No.

– ¿Ni cuál es el contenido de la carta?

– Tampoco, se lo juro.

– Tal vez dice la verdad, pero tenga cuidado si miente. No soy el único que va tras esa carta, y tos otros no son tan charlatanes como yo. Primero matan y luego buscan, sin preguntar, ¿entiende?

– Sí.

– En caso de averiguar, de sospechar, de recordar el más mínimo detalle concerniente a la carta, dígamelo sin pérdida de tiempo. Su vida puede depender de que lo haga sin demora.

– Sí, señor.

Se levantó, tomó el sombrero y caminó hacia la puerta. Le acompañé y le tendí la mano, que estrechó fríamente.