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– Disculpe mi comportamiento -dije-. Todos estamos nerviosos en estos últimos meses: han sucedido demasiadas cosas horribles. Yo no quiero obstaculizar su labor, como comprenderá.

– Buenas noches -atajó el comisario Vázquez.

Le vi bajar la escalera, entré, cerré con llave y me quedé meditando y fumando los cigarrillos que se había olvidado el comisario, hasta el amanecer. Apenas despuntó el día me dormí. No había dado cuerda al despertador y cuando abrí los ojos eran las once pasadas. Desde un bar llamé al despacho y pretexté un recado urgente. La realidad no difería gran cosa de mi excusa. Bebí un café, leí el periódico y me hice lustrar los zapatos, mientras repetía un confuso monólogo cuyos gestos debían trascender, pues advertí la mirada burlona de los parroquianos. Pagué y salí. Caminando llegué a casa de Lepprince. El portero me dijo que había salido hacía poco más de media hora. Le pregunté si sabía a dónde había ido y me respondió, como si revelase un gran secreto, que había ido a Sarrià, a casa de la viuda de Savolta, a pedir la mano de María Rosa. Nos separamos como conspiradores. Anduve hasta la Plaza de Cataluña y allí tomé el tren. Una vez en Sarrià recorrí las calles empinadas, como había hecho meses antes, cuando enterramos al magnate.

Había guardias en la puerta de la torre. Un privilegio que otorgaban las autoridades en memoria del finado, pues la vigilancia era inúticlass="underline" los terroristas tenían otras dianas ante sus puntos de mira. Me dejaron pasar cuando me hube identificado. El mayordomo se deshizo en excusas para que desistiera de ver a Lepprince.

– Se trata de una pequeña reunión familiar, íntima. Hágase cargo, señor.

Insistí. El mayordomo accedió a comunicar a Lepprince mi presencia, pero no me garantizó que concedieran audiencia. Esperé. Lepprince no tardó ni un minuto en salir a mi encuentro.

– Algo grave debe suceder cuando me interrumpes en un momento tan… privado, por llamarlo así.

– Ignoro si es grave lo que le voy a contar. Ante la duda, preferí pecar por demasía.

Me hizo pasar a la biblioteca. Le referí la visita de Vázquez y su tono incisivo, si bien soslayé la ira del comisario por lo que pudiera tener de ofensivo para Lepprince.

– Hiciste bien en venir -dijo éste cuando hube concluido mi relato.

– Temí no encontrarle luego y que fuera demasiado tarde.

– Hiciste bien, ya te digo. Pero tus temores son infundados. Vázquez sufre de alucinaciones, producidas, con certeza, por un exceso de celo. Es lo que llamaríamos en Francia «deformación profesional».

– También lo llamamos así en España -dijo una voz a nuestras espaldas:

Nos volvimos y vimos al comisario Vázquez en persona. El mayordomo, tras él, esbozaba silenciosos aspavientos, dando a entender que no había podido impedirle la entrada. Lepprince hizo gestos al criado indicándole que se podía retirar. Nos quedamos solos los tres. Lepprince tomó de un estante una caja de cigarros habanos que ofreció al comisario. Éste los rechazó sonriendo y dirigiéndome una mirada malévola.

– Muchas gracias, pero el señor Miranda y yo tenemos gustos más bastos y preferimos los cigarrillos, ¿no es cierto?

– Debo admitir que me fumé los que usted se dejó anoche olvidados -dije.

– Muchos eran; debe cuidar su salud… o sus nervios.

Me ofreció un cigarrillo que acepté. Lepprince depositó la caja en el estante y nos dio fuego. El comisario paseó la vista por la biblioteca y se detuvo ante la ventana.

– Esto es mucho más lindo en primavera que la otra vez… en enero, ya saben.

Dio media vuelta y se apoyó en el marco de la puerta entreabierta, mirando al salón.

– ¿Quiere que haga descorrer los paneles para que observe si es posible disparar contra la escalera desde aquí? -dijo Lepprince con su sempiterna suavidad.

– Como podrá suponer, señor Lepprince, ya realicé el experimento en aquella ocasión. Volvió al centro de la estancia, buscó con los ojos un cenicero y sacudió el cigarrillo.

– ¿Puedo preguntar el motivo de su repentina visita, comisario? -dijo Lepprince.

– ¿Motivo? No. Motivos, más bien. En primer lugar, quiero ser el primero en felicitarle por su próximo enlace con la hija del difunto señor Savolta. Aunque quizá no sea el primero en felicitarle, sino el segundo.

Lo decía por mí. Lepprince hizo una leve inclinación.

– En segundo lugar, quiero asimismo felicitarle por su buena estrella, que le hizo salir indemne del atentado del teatro. Me lo refirieron con todo lujo de detalles y debo reconocer que me había equivocado cuando dudé de la eficacia de su pistolero.

– Guardaespaldas -corrigió Lepprince.

– Como prefiera. Eso ya no importa, porque mi tercer motivo para venir a verle ha sido despedirme de usted.

– ¿Despedirse?

– Sí, despedirme; decirle adiós.

– ¿Cómo es eso?

– He recibido instrucciones tajantes. Salgo esta misma tarde para Tetuán -en la sonrisa del comisario Vázquez había un deje de amargura que me conmovió. En aquel instante me di cuenta de que apreciaba mucho al comisario.

– ¿A Tetuán? -exclamé.

– Sí, a Tetuán, ¿le sorprende? -dijo el comisario como si reparara en mí por primera vez.

– La verdad, sí -respondí con sinceridad.

– ¿Y a usted, señor Lepprince, le sorprende también?

– Desconozco totalmente las costumbres de la Policía. Espero, en cualquier caso, que su traslado le sea beneficioso.

– Todos los lugares son beneficiosos o perjudiciales, según la conducta que se observe en ellos -sentenció el comisario.

Giró sobre sus talones y salió. Lepprince se quedó mirando hacia la puerta con una ceja cómicamente arqueada.

– ¿Tú crees que volveremos a verle? -me preguntó.

– ¿Quién sabe? La vida da muchas vueltas.

– Ya lo creo -dijo él.

CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 2-5-1918 EN LA QUE LE INFORMA DE LA SITUACIÓN EN BARCELONA

Documento de prueba anexo n.° 7a

(Se adjunta traducción al inglés del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

Barcelona, 2-5-1918

Apreciable y distinguido jefe:

Ya me perdonará que me haya demorado tanto en escribirle, pero es que a resultas del accidente que sufrí en el teatro hace un mes y medio quedé imposibilitado para escribir de puño y letra y no me pareció prudente dictar a otra persona esta carta, pues ya sabe cómo es la gente. Al fin aprendí a escribir con la mano izquierda. Ya me perdonará la mala letra que le hago.

Pocas novedades hay por aquí desde que usted se fue. Me retiraron del servicio activo y me han destinado a Pasaportes. El comisario que vino a sustituirle a usted ha ordenado que no se siga vigilando al señor Lepprince. Y todo esto, en conjunto, hace que no sepa nada de él, a pesar del interés que pongo en no perder contacto, como usted me encargó antes de irse. Por los periódicos me he enterado de que el señor Lepprince se casó ayer con la hija del señor Savolta y de que a la boda no asistió casi nadie por deseo expreso de la familia de la novia, ya que tan próxima estaba la muerte de su señor padre. Tampoco han hecho viaje de novios, por el mismo motivo. El señor Lepprince y su señora han cambiado de domicilio. Creo que viven en una casa-torre, pero aún no sé dónde.

El pobrecillo Nemesio Cabra Gómez sigue encerrado. El señor Miranda sigue trabajando con el abogado señor Cortabanyes y ya no se ve con el señor Lepprince. Por lo demás, hay mucha calma en la ciudad.

Y nada más por hoy. Cuídese mucho de los moros, que son mala gente y muy traicioneros. Los compañeros y yo le echamos de menos. Un respetuoso saludo

Fdo.: Sgto. Totorno

La Doloretas se frotó las manos.

– Tenemos que hacer un pensamiento -dijo.

Yo bostezaba y veía por el ventanuco cómo la calle de Caspe perdía color en la homogeneidad del temprano atardecer. Había luces en algunas ventanas de las casas del frente.

– ¿Qué pasa, Doloretas?

– Tenemos de decirle al señor Cortabanyes que ya va siendo hora de encender la salamandra.

– Doloretas, estamos en octubre.

Aproveché aquel improvisado recordatorio para desprender dos hojas atrasadas del calendario y para constatar la fugacidad de los días vacíos. La Doloretas volvió a teclear un escrito cuajado de tachaduras.

– Luego vienen las calipandrias y…, y yo no sé… -refunfuñaba.

Hacía muchos años que la Doloretas trabajaba para Cortabanyes. Su marido había sido abogado y murió joven sin dejar a su mujer de qué vivir. Los compañeros del muerto se pusieron de acuerdo para proporcionar un trabajo a la Doloretas, que le permitiera obtener algún dinero. Poco a poco, a medida que los jóvenes abogados adquirieron más y más importancia, dejaron de necesitar la colaboración esporádica de la Doloretas y la sustituyeron por secretarias fijas, más eficientes y dedicadas. Sólo Cortabanyes, el menos hábil y el más chapucero, siguió dándole trabajos, aumentándole de pizca en pizca su retribución, hasta que la Doloretas se instituyó como un gasto fijo del despacho que Cortabanyes satisfacía de mala gana, pero inalterablemente. No es que fuera muy útil, ni muy rápida, ni los años de trabajo repetido habían creado en ella un mínimo de práctica: cada demanda, cada expediente, cada escrito seguía siendo un arcano indescifrable para la Doloretas. Pero tampoco el bufete de Cortabanyes requería más. Ella, por su parte, jamás dejó de cumplir mal o bien un encargo, jamás quebrantó la lealtad. Nunca pretendió ser un elemento permanente del despacho. Nunca dijo: «Hasta mañana» o «Ya volveré por aquí». Se despedía diciendo: «Adiós y gracias.» Nunca lanzaba indirectas como: «Si tienen algo, ya se acordarán de mí», ni más hipócritamente: «No olviden que me tienen a su disposición», o «Ya saben dónde vivo». Nunca se la vio aparecer sin ser llamada con la frase «Pasaba por aquí y subí a saludarles». Sólo «Adiós y gracias». Y Cortabanyes, cuando preveía un largo escrito por redactar, maquinalmente decía: «Llamen a la Doloretas», «Digan a la Doloretas que venga mañana por la tarde», «¿Dónde demonios se ha metido hoy la Doloretas?». Ni Cortabanyes, ni Serramadriles, ni yo sabíamos qué hacía ni de qué vivía la Doloretas cuando no recibía encargos del despacho. Jamás nos contó su vida, ni sus apuros, si los tenía.