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Mi familia vivía en la miseria, no sólo por falta de medios materiales, sino por un cierto hálito conventual que la envolvía. Su mentalidad cartuja les hacía escatimar cuanto constituía, no ya un lujo, sino simplemente un placer. La casa estaba siempre en penumbra porque el sol les parecía pecaminoso y «se comía las tapicerías». Las comidas eran sosas por regatear condimentos. La medida de todas las cosas era «un pellizco». Mis hermanas adoptaban un aire monjil y se deslizaban por la casa como almas del purgatorio, rozando las paredes e intentando pasar desapercibidas. Odiaban salir a la calle y el contacto con la gente las convertía en títeres patéticos. Sufrían por ocultar su timidez y su incapacidad de hacer frente al mundo que las rodeaba.

A pesar de los halagos que me proporcionaba mi carácter novedoso, la ciudad empezó a pesarme. Pensé lo que sería mi vida de permanecer allá mucho tiempo: habría que buscar trabajo, rehacer un círculo de amistades, convivir con mi familia, renunciar a las mujeres, claudicar ante las costumbres locales. Hice un cuidadoso balance de los pros y los contras y decidí regresar a Barcelona. Mis hermanas me rogaron que no partiese hasta después de la Navidad. Accedí, pero no concedí prórrogas. El segundo día del nuevo año, harto de pasar por un dandy y de no ser comprendido, lié mis bártulos y volví a tomar el tren.

CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 30-10-1918 EN LA QUE SEDAN NOTICIAS Y RECOMENDACIONES

Documento de prueba anexo n. ° 7g

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

Barcelona, 30-10-1918

Apreciado jefe:

Ya me perdonará la tardanza en escribirle, pero pocas novedades había que le podían interesar a Vd. Hace unos días, en cambio, sucedió algo que me pareció importante y por esto le escribo con premura. El caso es que volvieron a detener a N. C. G. por ejercer la mendicidad en el claustro de la catedral completamente desnudo. Lo tenemos de nuevo entre nosotros, esta vez condenado a seis meses, más botarate que nunca. La parte interesante del asunto reside en que se le incautaron sus efectos personales, como es rigor, entre los que había, como me dijo un compañero de Jefatura (de quien ya le he hablado en anteriores cartas), papeles sin importancia y otras cosas. Sospecho que los papeles sin importancia podrían tenerla y mucha, pero no veo la forma de llegar a ellos. ¿Qué sugiere usted? Ya sabe que me tiene siempre a sus órdenes.

Cuídese mucho de los negros, que son muy dados al canibalismo y a otras bárbaras prácticas. Le saluda con respeto.

Fdo.: Sgto. Totorno.

CARTA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL SARGENTO TOTORNO DE 10-11-1918 EN RESPUESTA A LA ANTERIOR

Bata, 10-11-1918

Apreciado amigo:

Me hallo en cama, aquejado de una extraña enfermedad que me consume. Los médicos dicen que son fiebres tropicales y que se curarán tan pronto abandone estas inhóspitas tierras, pero yo ya no confío en mi restablecimiento. Adelgazo a ojos vistas, estoy cerúleo de color y tengo los ojos hundidos y el rostro cubierto de manchas que me dan mala espina. Cada vez que me miro al espejo me aterra constatar los progresos de la enfermedad. No duermo y mi estómago rechaza los alimentos que ingiero con esfuerzo. Mis nervios están desquiciados. El calor es insoportable y tengo metido en el cerebro ese incesante tam-tam que parece brotar de todas partes al mismo tiempo. No creo que volvamos a vernos.

En cuando a N. C. G., que le den morcilla.

Un saludo.

Fdo.: Vázquez

SEGUNDA PARTE

I

Eran las nueve y media de una noche desapacible de diciembre y se había desencadenado una lluvia sucia. Rosa López Ferrer, más conocida por Rosita «la Idealista», prostituta de profesión, dos veces detenida y encarcelada (una en relación con la venta de artículos robados y otra por encubrimiento de un sujeto buscado y posteriormente detenido por actos de terrorismo), hizo un buche con el vino y lo expelió ruidosamente rociando a un parroquiano de la taberna que la contemplaba en silencio desde hacía rato.

– ¡Cada día echáis más agua y más sustancias en este vino, cabrones! -chilló a pleno pulmón increpando al dueño de la taberna.

– ¿No te jode, la señora marquesa? -respondió el tabernero, imperturbable, después de cerciorarse de que nadie, aparte del silencioso parroquiano, había sido testigo de la denuncia.

– Modere sus palabras, caballero -terció el silencioso parroquiano.

Rosita «la Idealista» lo miró como si no hubiese reparado antes en su presencia, aunque el silencioso parroquiano llevaba más de dos horas agazapado en un taburete bajo sin quitarle los ojos de encima.

– ¡Nadie te da vela en este entierro, rata! -le espetó Rosita.

– Con su permiso, sólo quería restablecer la justicia -se disculpó el parroquiano.

– ¡Pues vete a restablecer lo que quieras a la puta calle, mamarracho! -dijo el tabernero asomando medio cuerpo por encima del mostrador-. Insectos como tú desprestigian el negocio. Llevas aquí toda la tarde y no hiciste un céntimo de gasto; eres tan feo que das miedo a los lobos, y, además, apestas.

El parroquiano así denostado no reveló más tristeza de la que ya naturalmente desprendía su figura.

– Está bien, no se ponga usted así. Ya me voy.

Rosita «la Idealista» se compadeció.

– Está lloviendo, ¿no llevas paraguas?

– No tengo, pero no se preocupen por mí.

Rosita se dirigió al tabernero, que no apartaba los ojos iracundos del parroquiano.

– No tiene paraguas, tú.

– ¿Y a mí que más me da, mujer? El agua no le hará daño.

«La Idealista» insistió:

– Déjale que se quede hasta que amaine.

El tabernero, bruscamente desinteresado por aquel asunto, se encogió de hombros y volvió a los quehaceres habituales. El parroquiano se dejó caer de nuevo en el taburete y reanudó la contemplación muda de Rosita.

– ¿Has cenado? -le preguntó ella.

– Todavía no.

– ¿Todavía no desde cuándo?

– Desde ayer por la mañana.

La bondadosa prostituta robó un pedazo de pan del mostrador aprovechando el descuido del tabernero y se lo dio al parroquiano. Luego le tendió una fuente que contenía rodajas de salchichón.

– Coge unas cuantas ahora que no nos mira -le susurró.

El parroquiano hundió el puño en la fuente y en esa sospechosa actitud los sorprendió el dueño del establecimiento.

– ¡Por mi madre que te parto el alma, ladrón! -aulló.

Y ya salía de detrás del mostrador blandiendo un cuchillo de cocina. El parroquiano se refugió detrás de Rosita «la Idealista», no sin antes haberse metido en la boca los trozos de salchichón.

– ¡Quítate de ahí, Rosita, que lo rajo! -gritaba el tabernero, y habría cumplido sus amenazas de no haberle interrumpido la entrada de un nuevo y sorprendente parroquiano. Era éste un hombre de mediana estatura y avanzada edad, enjuto, de pelo cano y semblante grave. Vestía con elegancia y su aspecto, así como la calidad y el corte de las prendas que llevaba, denotaban su posición adinerada. Venía solo y se detuvo en el vano de la puerta observando con curiosidad el local y sus ocupantes. Se advertía que no tenía costumbre de visitar lugares de semejante categoría, y el tabernero, Rosita y el parroquiano supusieron que el recién llegado buscaba cobijo de la lluvia, pues traía calados el gabán y el sombrero.

– ¿En qué puedo servirle, señor? -dijo el tabernero, solícito, escondiendo el cuchillo bajo el delantal y avanzando encorvado hacia la puerta-. Sírvase pasar, hace una noche de perros.

El recién llegado miró con desconfianza al tabernero y a su delantal, del que sobresalía la punta brillante y afilada del tajadero, avanzó unos pasos, se despojó del abrigo y el sombrero, que colgó de un gancho grasiento y luego, sin más preámbulos, se dirigió decididamente hacia el asustado parroquiano, a quien acababa de salvar con su aparición providencial.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó.

– Nemesio Cabra Gómez, para servir a Dios y a usted.

– Pues ven conmigo a una mesa donde nadie nos moleste. Tenemos que hablar de negocios.

El tabernero se acercó humildemente al recién llegado.

– El señor me perdonará, pero este hombre acaba de robarme un salchichón y yo, considerando que son ustedes…

El recién llegado midió al tabernero con semblante adusto y sacó del bolsillo unas monedas.

– Cóbrese de ahí.

– Gracias, señor.

– Traiga cena para este hombre. No, a mí no me traiga nada.

Nemesio Cabra Gómez, que había seguido el curso de los acontecimientos sin perder detalle, se frotó las manos y aproximó su rostro macilento al de «Rosita la Idealista».

– Un día de estos seré rico, Rosita -le dijo en voz muy queda-, y juro ante la Virgen de la Merced que cuando llegue ese día te retiro y te pongo a vivir una vida decente:

La generosa prostituta no daba crédito a lo que veían sus ojos. ¿Se conocían aquellos dos seres tan heterogéneos?

Perico Serramadriles agitó delante de mis ojos un carnet del Partido Republicano Reformista. Era el quinto partido al que se afiliaba mi compañero de trabajo.

– Vete tú a saber -me dijo-, vete tú a saber lo que harán con nuestras cuotas.

Perico Serramadriles tenía ganas de conversación y yo muy pocas. A mi vuelta de Valladolid me había reintegrado al despacho de Cortabanyes con la tácita aquiescencia de éste, que tuvo la delicadeza de no hacer ningún comentario a lo que a todas luces constituía un fracaso estrepitoso y vergonzante. La readmisión estuvo presidida por una apatía que encubría el afecto y lo sustituía con ventaja.

– Mira, chico, el proceso es tan simple como todo esto: te haces miembro de un partido, el que sea, y empiezan: «Paga por aquí, paga por allá, vota esto, vota aquello.» Y luego van y te anuncian: «Ya hemos jodido a los conservadores, ya hemos jodido a los radicales.» Y yo me pregunto, ¿tanto cuento, para qué? Uno sigue igual un día y otro día, los precios suben, los sueldos no se mueven.