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Perico Serramadriles, siguiendo el vaivén de los acontecimientos, se había vuelto revolucionario y quería saquear los conventos y los palacios, del mismo modo que dos años atrás exigía una intervención armada para poner fin con hierro y fuego a las huelgas y los alborotos.

A decir verdad, la situación del país en aquel año de 1919 era la peor por la que habíamos atravesado jamás. La fábricas cerraban, el paro aumentaba y los inmigrantes procedentes de los campos abandonados fluían en negras oleadas a una ciudad que apenas podía dar de comer a sus hijos. Los que venían pululaban por las calles, hambrientos y fantasmagóricos, arrastrando sus pobres enseres en exiguos hatillos los menos, con las manos en los bolsillos los más, pidiendo trabajo, asilo, comida, tabaco y limosna. Los niños enflaquecidos corrían semidesnudos, asaltando a los paseantes; las prostitutas de todas las edades eran un enjambre patético. Y, naturalmente, los sindicatos y las sociedades de resistencia habían vuelto a desencadenar una trágica marea de huelgas y atentados; los mítines se sucedían en cines, teatros, plazas y calles; las masas asaltaban las tahonas. Los confusos rumores que, procedentes de Europa, daban cuenta de los sucesos de Rusia encendían los ánimos y azuzaban la imaginación de los desheredados. En las paredes aparecían signos nuevos y el nombre de Lenin se repetía con frecuencia obsesiva.

Pero los políticos, si estaban intranquilos, lo disimulaban. Inflando el globo de la demagogia intentaban atraerse a los desgraciados a su campo con promesas tanto más sangrantes cuanto más generosas. A falta de pan se derrochaban palabras y las pobres gentes, sin otra cosa que hacer, se alimentaban de vanas esperanzas. Y bajo aquel tablado de ambiciones, penoso y vocinglero, germinaba el odio y fermentaba la violencia.

Contra este paisaje desolado se recortaba la imagen de Perico Serramadriles aquella oscura tarde de febrero.

– ¿Sabes lo que te digo, chico? Que los políticos sólo buscan medrar a nuestra costa -dijo moviendo afirmativa y gravemente la cabeza para corroborar tan original observación.

– ¿Y por qué no te das de baja? -le pregunté.

– ¿Del Partido Republicano?

– Claro.

– Oh -exclamó desconcertado-, ¿y en cuál me apunto? Todos son iguales.

En cuanto a mí, ¿qué puedo decir? Todo aquello me traía sin cuidado, indiferente a cuanto no fuera mi propio caso. Creo que habría recibido como una resurrección la revolución más caótica, viniera de donde viniese, con tal de que aportara una leve mutación a mi vida gris, a mis horizontes cerrados, a mi soledad agónica y a mi hastío de plomo. El aburrimiento corroía como un óxido mis horas de trabajo y de ocio, la vida se me escapaba de las manos como una sucia gotera.

No obstante, un acontecimiento fortuito iba a cambiar mi vida para bien o para mal.

Todo empezó una noche en que Perico Serramadriles y yo decidimos dar un paseo después de cenar. El invierno se retiraba para dejar paso a una incipiente primavera y el clima era inestable pero benigno. Era un día de mediados de febrero, un día sereno y tibio. Perico y yo habíamos cenado en una casa de comidas próxima al despacho de Cortabanyes, del que habíamos salido tarde por culpa de un cliente intempestivo. A las once nos encontrábamos en la calle y empezamos a caminar sin rumbo fijo ni plan preconcebido. De común acuerdo nos adentramos en el Barrio Chino, que a la sazón salía de su letargo invernal. Las aceras estaban atiborradas de gentes harapientas de torva catadura, que buscaban en aquel ambiente de bajez y corrupción el consuelo fugaz a sus desgracias cotidianas. Los borrachos cantaban y serpenteaban, las prostitutas se ofrecían impúdicamente desde los soportales, bajo las trémulas farolas de gas verdoso; rufianes apostados en las esquinas adoptaban actitudes amenazadoras exhibiendo navajas; humildes chinos de sedosos atavíos salmodiaban mercancías peregrinas, baratijas y ungüentos, salsas picantes, pieles de serpiente, figurillas minuciosamente talladas. De los bares surgía una mezcla corpórea de voces, música, humo y olor a frituras. A veces un grito rasgaba la noche.

Sin apenas hablar, Perico y yo nos internamos más y más en aquel laberinto de callejones, ruinas y desperdicios, él curioseándolo todo con avidez, yo ajeno al lamentable espectáculo que se desarrollaba a nuestro alrededor. Así llegamos, por azar o por un móvil misterioso, a un punto que me resultó extrañamente familiar. Reconocí aquellas casas, aquel adoquinado irregular, tal o cual establecimiento, un olor, una luz que despertaban en mí recuerdos adormecidos. Por contraste con las calles que acabábamos de abandonar, la demarcación estaba desierta y silenciosa. Nos encontrábamos cerca del puerto y una leve neblina cargada de sal y brea volvía el aire denso y la respiración fatigosa. Sonó una sirena y las ondas graves de su gemido quedaron vibrando a ras de suelo. Yo avanzaba cada vez más decidido y más ligero, arrastrando al sorprendido y atemorizado Perico prendido de mis talones. Una fuerza instintiva e irrefrenable me impulsaba y habría continuado solo aun sabiendo que un turbio destino (y tal vez la muerte) me aguardaban. Pero Perico estaba demasiado desconcertado para sustraerse al influjo de mi determinación y, por otra parte, temía retroceder y perderse. Cuando me detuve se colocó resollando a mi lado.

– ¿Se puede saber adónde vamos? Este lugar es horrible.

– Ya hemos llegado. Mira

Y le señalé la puerta de un tenebroso cabaret. Un letrero sucio y roto anunciaba: elegantes variedades e incluía la lista de precios. Del interior llegaban las notas mortecinas de un piano desafinado.

– No querrás entrar ahí -me dijo con el miedo cincelado en el rostro.

– Claro, a eso hemos venido. Seguro que no conocías el local.

– ¿Por quién me tomas? Desde luego que no. ¿Tú sí?

Sin responder, empujé la puerta del cabaret y entramos.

– ¡Matilde! ¿Se puede saber dónde te has metido?

– ¿Me llamaba la señora?

La señora se volvió sobresaltada.

– ¡Qué susto me has dado, mujer! -y lanzó una risa jovial. Esperaba ver aparecer a la criada por una puerta que comunicaba el salón con el pasillo-. ¿Qué hacías ahí parada como un pasmarote?

– Esperaba órdenes de la señora.

La señora apartó de su rostro un largo tirabuzón rubio que cayó como una lluvia de oro sobre su espalda. Los espejos del salón devolvieron el centelleo de la cabellera que irradiaba destellos al recibir los rayos de un sol primaveral en su cenit. Atraída su atención, la señora contempló el espejo y examinó la imagen del salón que, así enmarcado, se le ofrecía como una obra distante y perfecta. Vio la cristalera corrida que daba sobre un amplio porche terminado en una escalera de barandal de piedra que descendía hasta una ondulante explanada de césped tierno -antes la explanada era un espeso bosque de árboles añosos, pero su marido, por razones que nunca llegó a exponer con claridad, había hecho talar los altivos chopos y los melancólicos sauces, los majestuosos cipreses y las coquetas magnolias, el tilo paternal y los risueños limoneros-, macizos de flores -narcisos, anémonas, primaveras, jacintos y tulipanes importados de Holanda, rosas y peonias, sin olvidar los discretos, sufridos y fieles geranios- y un estanque irregular de losa y cerámica., en el centro del cual cuatro angelotes de mármol rosáceo vertían agua a los cuatro puntos cardinales. Por un instante, la visión de la vidriera trajo a la señora recuerdos de su infancia feliz, de su lánguida adolescencia; vio a su padre paseando por el jardín, llevándola de la mano, mostrándole una mariposa, reprendiendo a un saltamontes que había sobresaltado a la niña con su vuelo espasmódico. «Bicho malo, ¡vete de aquí!, no asustes a mi nena.» Tiempos idos. Ahora la casa y el jardín eran otros, su padre había muerto…

– ¡Matilde!, ¿dónde te has metido?

– ¿Me llamaba la señora?

María Rosa Savolta examinó con severa mirada la contradictoria figura de la criada. ¿Qué hacía aquel ser de rudeza esteparia y garbo de dolmen, chato, cejijunto, dentón y bigotudo en un salón donde todos y cada uno de los objetos rivalizaban entre sí en finura y delicadeza? ¿Y quién le habría puesto aquella cofia almidonada, aquellos guantes blancos, aquel delantal ribeteado de puntillas encañonadas?, se preguntaba la señora. Y la pobre Matilde, como si siguiera el curso de los pensamientos de su ama, bajaba los ojos y entrelazaba los dedos huesudos, esperando una reprimenda, elaborando una precipitada disculpa. Pero la señora estaba de buen humor y rompió a reír con una carcajada ligera como un trino.

– ¡Mi buena Matilde! -exclamó; y luego, cobrando la seriedad-: ¿Sabes si han confirmado la hora de la peluquera?

– Sí, señora. A las cinco, como usted dijo.

– Quiera Dios que nos dé tiempo de todo -en el espejo, en medio del salón gemelo, su mirada recayó sobre su propia figura-. ¿Crees que he engordado, Matilde?

– No, señora, qué va. La señora, si me lo permite, debería comer más.

María Rosa Savolta sonrió. El embarazo aún no traicionaba su delgadez. A pesar de que en España seguía imperando la moda de las mujeres rellenitas, el cine y las revistas ilustradas introducían el nuevo modelo femenino de suaves miembros y cintura estrecha, caderas escurridas y busto menguado.

Coincidiendo con nuestra entrada en el cabaret, el piano dejó de tocar y la mujer que aporreaba las teclas se levantó de su asiento y anunció con voz chillona la inminente actuación de un humorista cuyo nombre he olvidado. Los escasos ocupantes del local no le prestaban atención, más atentos a nuestra llegada. Perico Serramadriles y yo nos deslizamos de puntillas entre las mesas vacías y ocupamos sendos asientos próximos a la pista. Inmediatamente nos vimos asediados por dos hembras maduras que nos echaron los brazos al cuello y nos sonrieron con un forzado rictus.

– ¿Buscáis compañía, guapos?

– No pierdan el tiempo, señoras. Estamos sin dinero -les respondí.

– ¡Qué leche, todos decís lo mismo! -rezongó una.

– Pues es la pura verdad -corroboró Perico un tanto asustado.

– Cuando no se tiene dinero, no se sale de casa -dijo la otra en tono de reproche. Y dirigiéndose a su compañera-: Vámonos, tú, no malgastes los encantos.