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La hembra que se había echado sobre Perico, desoyendo los consejos de la primera, se levantó las faldas.

– ¡Mira qué perniles, chacho!

El pobre Perico casi se desmaya.

– Ya les hemos dicho que no van a sacar un céntimo de nosotros -insistí.

Nos hicieron un corte de mangas y se fueron balanceando burlonamente sus rubicundos traseros. Perico se quitó las gafas y se enjugó el sudor que perlaba su frente.

– ¡Menudas ballenas! -dijo en voz baja-. Creí que nos tragaban.

– Sólo querían ganarse la vida honradamente.

– ¿Tú crees que lo consiguen alguna vez?

– Aquí vienen muchos tipos que no hacen remilgos. Gente ruda.

– Yo creo que ni borracho sería capaz… con un monstruo semejante. ¿Te has fijado en lo que hizo? Levantarse las… ¡Dios mío!

Unos siseos nos hicieron callar. El humorista que la mujer del piano había presentado con tanto ditirambo se hallaba ya en la pista. Era un pobre diablo con más pinta de asilado que de histrión, que recitó triste y mecánicamente una larga serie de chistes y chascarrillos, políticos unos y procaces los más, la mayoría de los cuales resbalaron por el magín de un público poco habituado a desentrañar dobles sentidos y alusiones relativamente veladas. Con todo, las obscenidades arrancaron ásperas risotadas y la actuación del asilado logró un efímero éxito y fue premiada con breves pero cariñosos aplausos. Una vez se hubo retirado el humorista, se encendieron las luces y la mujer del piano tocó un vals. Dos parejas salieron a bailar a la pista. Ellas eran hetairas del local, y ellos, marineros y rufianes de brutal fisonomía.

– ¿Se puede saber por qué diablos me has traído aquí? -preguntaba Perico Serramadriles. Y yo experimentaba una divertida sensación ante la reacción de mi amigo. Él estaba horrorizado y yo, por contraste, sereno, como años atrás me había ocurrido con Lepprince, cuando él, sin motivo aparente; me trajo a este mismo lugar. Sólo que ahora yo era el dueño de la situación y Perico representaba el papel que yo había representado entonces.

– Vete si quieres -le dije.

– ¿Irme solo por estos andurriales? ¡Quita, chico, no saldría con vida!

– Entonces, quédate, pero te advierto que voy a ver el espectáculo completo.

El espectáculo se reanudaba. La mujer del piano hizo enmudecer su instrumento, las lámparas languidecieron y un reflector iluminó la pista. La mujer avanzó hasta situarse en el centro del cono de luz, reclamó silencio varias veces y, cuando se hubo calmado el trasiego de sillas y cuchicheos, gritó:

– ¡Distinguido público! Tengo el honor de presentar ante ustedes una atracción española e internacional, una atracción aplaudida y celebrada en los mejores cabarets de París, Viena, Berlín y otras capitales, una atracción que ya en años anteriores había actuado en este mismo local cosechando grandes éxitos y ha vuelto ahora, después de una gira triunfal. Ante ustedes, distinguido público: ¡María Coral!

Corrió al piano y produjo unos acordes escalofriantes. La pista permaneció desierta unos segundos y luego, como si hubiese brotado de la tierra o del oscuro recodo de un sueño, apareció María Coral, la gitana, envuelta en la misma capa negra de falsa pedrería que llevaba dos años antes, aquella noche en que conocí a Lepprince…

– ¿Conoce usted al señor Lepprince?

– El señor Lepprince… No, jamás oí su nombre -dijo Nemesio Cabra Gómez sin apartar los ojos del estofado que acababan de servirle.

– No sé si mientes o me dices la verdad -replicó su misterioso benefactor-, pero me trae sin cuidado -miró de reojo a Rosita «la Idealista» y al tabernero, que hacían lo imposible por escuchar la conversación, y bajó la voz-. Quiero que cumplas mis instrucciones al pie de la letra y nada más, ¿lo entiendes?

– Claro, señor, usted a mandar -respondía Nemesio Cabra Gómez con la boca llena.

El misterioso benefactor continuó hablando en susurros. Estaba nervioso a todas luces y mientras duró la entrevista consultó en varias ocasiones su reloj -una pesada pieza de oro que atrajo sobre sí las codiciosas miradas de todos los presentes- y volvía con frecuencia los ojos hacia la puerta. Cuando terminó de hablar, se levantó, dio unas monedas a Nemesio Cabra Gómez, saludó apresuradamente a la concurrencia y salió a la calle despreciando el fuerte chaparrón que se abatía sobre la ciudad en aquel preciso instante. Apenas hubo salido, Rosita «la Idealista» se lanzó sobre Nemesio convertida en un puro melindre.

– ¡Nemesio, hijo de mi alma, qué calladito te lo tenias! -le decía con voz melosa. Y el tabernero asentía desde detrás del mostrador con bonachona sonrisa, dando por hecho que así de majos eran todos sus clientes.

Nemesio acabó de despachar la cena sin decir palabra y, en cuanto hubo arrebañado el último plato, hizo ademán de abandonar el local.

– ¿Te vas ya, Nemesio? -le decía Rosita-. ¿No ves que caen chuzos de punta?

– Sí, menuda noche de perros -corroboró el tabernero.

– Una noche para quedarse bien calentito, entre sábanas… y en buena compañía -concluyó Rosita.

Nemesio rebuscó entre sus bolsillos, tomó una moneda y se la dio a Rosita.

– Volveré por ti -dijo.

Y se lanzó a la calle riendo con toda su bocaza desdentada.

Siempre seguida por su fiel Matilde, María Rosa Savolta entró en la cocina. Un cocinero expresamente venido para lucir su arte y cinco mujeres reclutadas para ese día señalado se afanaban en sus quehaceres. Un sinfín de olores se mezclaban, el aire rezumaba grasa y reinaba un calor de averno. El cocinero, asistido por una doncella joven, bermeja y aturrullada, lanzaba órdenes y reniegos indiscriminadamente, que sólo interrumpía para dar largos tragos a una botella de vino blanco que descansaba en uno de los bordes del fogón. Una matrona voluminosa como un hipopótamo amasaba una pasta blanca con un rodillo. Pasó una cocinera llevando en milagroso equilibrio una columna oscilante de platos. El entrechocar de los cubiertos semejaba un torneo medieval o un abordaje. Nadie advirtió la presencia de la señora y, por ello, no se interrumpió el maremágnum. Debido al agobiante calor, las mujeres se habían arremangado y desabrochado sus trajes de faena. Una criada zafia y maciza que desplumaba pollos tenía el canal de sus gruesos senos forrado de plumón, como un nido; otra mostraba unos pechos blancos de harina; más allá, una jovencita sostenía contra su busto firme de campesina adolescente una espumadera repleta de fresca lechuga. El griterío era ensordecedor. Las fámulas se peleaban y zaherían, punteando sus frases cortas con hirientes risotadas y exclamaciones soeces. Y sobre aquella orgía, como un macho cabrío en un aquelarre, el cocinero, sudoroso, beodo y exultante, saltaba, bailaba, mandaba y blasfemaba.

María Rosa Savolta se sintió desfallecer. Empezó a transpirar y dijo a Matilde:

– Salgamos de aquí y prepárame el baño.

A solas en la quietud de su alcoba, se serenó y contempló el jardín mecido por una suave brisa que hacía ondular el césped y cimbreaba los delicados tallos de las flores. Las estatuas que flanqueaban el pabellón parecían vivir al conjuro del sol y el viento perfumado que descendía por la ladera frondosa del Tibidabo. María Rosa Savolta apoyó la frente contra el cristal y, olvidando la fiesta y los atolondrados preparativos, se demoró en la contemplación, remansada por la caricia varonil y posesiva del sol. Nunca se había sentido así, ni siquiera en los años felices del internado. Suspiró. No le sobraba el tiempo. Dirigió sus pasos hacia el baño, donde borboteaba el agua. La estancia estaba llena de vapor y perfume de sales.

– Déjalo ya, Matilde, no hay tiempo que perder. Ve a ver si ha llegado ya la peluquera y prepárame algo para comer. Poquita cosa… y ligera: unas pastas, un poco de fruta y una limonada. O, mejor, un vaso de cacao. ¡Ay! No sé. Es igual, lo que tú prefieras, pero que no sea pesado. Esa cocina me ha revuelto el estómago. Tú misma, ya conoces mis gustos. Anda, ve, ¿qué haces ahí parada? ¿No ves que voy a entrar en el baño?

Esperó a que Matilde saliera, cerró la puerta con pestillo y se desnudó. El baño estaba muy caliente y el vaho le cortó la respiración. Con prudencia, lentamente, fue hundiéndose hasta que el agua le cubrió los hombros. La piel le ardía. Una corriente eléctrica le recorrió los muslos y el vientre.

«No hay duda -pensó-. Todo indica que voy a ser madre.»

La peluquera daba los últimos toques al peinado de María Rosa Savolta mientras la tarde declinaba tras los visillos. La peluquera era una mujer de cuarenta años, viuda, flaca, de facciones alargadas, ojos bovinos y dientes irregulares y prominentes como un rastrillo, que le daban un molesto ceceo al hablar. Había ejercido el oficio antes de casarse y después de enviudar, tras cinco años de matrimonio infeliz con un hombre vago, egoísta y despilfarrador a quien había soportado estoicamente mientras vivió y del que ahora se vengaba ensalzándolo en su recuerdo y hablando de él a todas horas con la inconsciente y cruel saña de un romanticismo facilón que lo hacia ridículo al oyente forzado. La buena mujer era charlatana a destajo y se prevalía de la inmovilidad a que condenaba a sus clientes.

– Estas modas -iba diciendo a María Rosa Savolta tras una larga disquisición en la que había serpenteado por todos los temas con la osadía con que el doctor Livingstone se adentraba en las selvas africanas- no son más que tonterías para hacer que las mujeres hagan el ridículo y los hombres se gasten el dinero. ¡Jesús, María y José, lo que llegan a inventar esos franceses! Menos mal que la mujer española siempre ha tenido un sólido criterio de la elegancia y un sentido común que le sobra, que si no…, no le digo, señora de Lepprince, lo fachendosas que nos harían ir. Porque, mire usted, como decía mi Fernando, que en gloria esté -se santiguaba con las tenacillas-, como decía él, que tenía un sentido.común que para sí quisieran muchos políticos, no hay como lo clásico, lo discreto, un vestido bien cortado, sin fantasías ni zarandajas, limpieza corporal, ir bien peinada, y para las grandes ocasiones, una joya sencilla o una flor.

La fiel Matilde escuchaba embobada la perorata de la peluquera asintiendo con su testuz de pueblerina y murmurando por lo bajo: «Diga usted que sí, doña Emilia, diga usted que sí», mientras sostenía horquillas, peines, espejitos, tenacillas, rizadores, peinetas y bigudíes. María Rosa Savolta se divertía con la bulliciosa charla que desvelaba las obscenas mentiras inculcadas por el sinvergüenza de Fernando en la simple mollera de su mujer para que ésta, tan fea, no gastara ni un real en su tocado.