Выбрать главу

Habíamos corrido, al principio, hasta las Ramblas y nos mezclamos con los paseantes. Al poco rato apareció un grupo de policías que llevaba en el centro a tres individuos esposados. Los individuos se dirigían a los transeúntes diciendo:

– Ya ven ustedes, siempre pagamos los mismos. Los transeúntes se hacían los sordos. Nosotros seguíamos corriendo cogidos de la mana. Eran días de irresponsable plenitud, de felicidad imperceptible.

CONTINUACIÓN DEL ARTÍCULO APARECIDO EN EL PERIÓDICO LA VOZ DE LA JUSTICIA DE BARCELONA EL DÍA 6 DE OCTUBRE DE 1917 FIRMADO POR DOMINGO PAJARITO DE SOTO

Documento de prueba anexo n.º 1

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

…la empresa Savolta, cuyas actividades se han desarrollado de manera colosal e increíble durante los últimos años al amparo y a costa de la sangrienta guerra que asola a Europa, como la mosca engorda y se nutre de la repugnante carroña. Y así es sabido que la ya citada empresa pasó en pocos meses de ser una pequeña industria que abastecía un reducido mercado nacional o local a proveer de sus productos a las naciones en armas, logrando con ello, merced a la extorsión y al abuso de la situación comprometida de estas últimas, beneficios considerables y fabuloso lucro para aquélla a costa de éstas. Todo se sabe, nada escapa con el transcurso de los años a la luz de las conciencias despiertas y sensibles: no se ignora la índole y cariz de los negocios, ni las presiones y abusos a que ha recurrido y que son tales que, de saberse, no podrían por menos de producir escándalo y firme reproche. También son de dominio público los nombres de aquellos que han dedicado y dedican su inteligencia y denodado esfuerzo al ya citado empeño de lucro: son el señor Savolta, su fundador, principal accionista y rector del rumbo de la empresa; el siniestro jefe de personal, ante cuya presencia los obreros se estremecen y cuyo nombre suscita tal indignación y miedo en todos los hogares proletarios que se le conoce por el sobrenombre de “el Hombre de la Mano de Hierro”, y, por último, pero no en menor grado, el escurridizo y pérfido Lepprince, de quien…

Recuerdo aquella tarde fría de noviembre y a Pajarito de Soto tieso en el borde de su silla, perdido al fondo de la mesa de juntas, en la sala-biblioteca, con la gorra de cuadritos sobre las rodillas, a punto de pisar la bufanda que había resbalado y se había enroscado sumisamente a sus pies, mientras la Doloretas recogía con prisas su abrigo y sus manguitos y su paraguas de puño de plata falsa incrustada de piedras falsas verdes y rojas, y recuerdo que Serramadriles no paraba de armar ruido en el cuartito con los archivadores rebeldes y la máquina y la silla de muelles, y que Cortabanyes no salía de su gabinete, cuando habría sido el único que hubiera podido mitigar la violencia del encuentro y tal vez por ello permanecía mudo e invisible, sin duda escuchando tras la puerta y mirando por el ojo de la cerradura, cosas ambas que ahora me parecen poco probables, y recuerdo que Pajarito de Soto cerró los ojos como si el encuentro le hubiera producido el efecto de un fogonazo de magnesio disparado por sorpresa y le costara reconocer lo que ya sospechaba, lo que sabia porque yo se lo había insinuado primero y revelado después, que aquel hombre que le sonreía y le escrutaba era Lepprince, siempre tan elegante, tan mesurado, tan fresco de aspecto y tan jovial.

JUEZ DAVIDSON. ¿Conoció usted por razón de su trabajo al señor Lepprince o fueron otras causas las que le pusieron en contacto con él?

MIRANDA. Fue a través de mi trabajo.

J. D. ¿El señor Lepprince era cliente del despacho del señor Cortabanyes?

M. No.

J. D. Creo ver un contrasentido.

M. No hay tal.

J. D. ¿Por qué?

M. Lepprince no era cliente de Cortabanyes, pero acudió una vez en busca de sus servicios.

J. D. Yo a esto le llamo ser cliente.

M. Yo no.

J. D. ¿Por qué no?

M. Se considera cliente al que usa de los servicios de un abogado de forma habitual y exclusiva.

J. D. ¿No era ése el caso del señor Lepprince?

M. No.

J. D… Explíquese.

Lepprince abrió un pequeño cofre adherido al estribo del automóvil y extrajo un par de pistolones.

– ¿Sabrás manejar un arma?

– ¿Será necesario?

– Nunca se puede predecir.

– Pues no sé cómo funcionan.

– Es fácil, ¿ves?, están cargadas, pero no disparan. Esta clavija es el seguro; la levantas y puedes apretar el gatillo. Ahora no lo hago, claro, porque sería una imprudencia, basta que veas cómo se hace dado el caso. Lo mejor, de todos modos, es llevar el seguro puesto para que no se dispare llevándola en el cinto y te baje la bala por la pernera del pantalón, ¿entiendes? Es fácil, ¿ves?, subes el percutor y el tambor gira dejando el cartucho nuevo en la recámara. Entonces sólo tienes que hacer girar el tambor para desalojar la cápsula gastada, si bien es posible que haya que hacer eso antes, o haberlo hecho ya. En cualquier caso, lo esencial es no apretar el gatillo antes de accionar el percutor hacia…, hacia la posición de fuego, ¿ves? Así, como yo lo hago. Luego no tienes más que disparar, pero con tiento. Y nunca debes hacerlo si no existe peligro real, inequívoco y próximo, ¿lo entiendes?

¡Lepprince!

– La civilización exige al hombre una fe semejante a la que el campesino medieval tenía puesta en la providencia. Hoy hemos de creer que las reglas sociales impuestas tienen un sentido semejante al que tenían para el agricultor las estaciones del año, las nubes y el sol. Esas reivindicaciones obreras me recuerdan a las procesiones rogativas impetrando la lluvia… ¿Cómo dices?…, ¿más coñac?…, ah, la revolución…

El escurridizo y pérfido Lepprince, de quien poco o nada se sabe, salvo que es un joven francés llegado a España en 1914, al principio de la terrible conflagración que tantas lágrimas y muertes ha causado y sigue causando al país de origen del mencionado y desconocido señor Lepprince, que pronto se dio a conocer en los círculos aristocráticos y financieros de nuestra ciudad, siendo objeto de respeto y admiración en todos ellos, no sólo por su inteligencia y relevante condición social, sino también por su arrogante figura, sus maneras distinguidas y su ostentosa prodigalidad. Pronto este recién llegado, que surgió a la superficie engallado y satisfecho de la vida, que parecía tener en sus arcas todo el dinero de la vecina República y se hospedaba en uno de los mejores hoteles bajo el nombre de Paul-André Lepprince, fue objeto de agasajo que se materializó en sabrosas propuestas por parte de las altas esferas económicas. Jamás sabremos en qué consistieron estas propuestas, pero lo cierto es que, apenas transcurrido un año de su aparición, lo encontramos desempeñando una labor directiva en la empresa más pujante y renombrada del momento y la ciudad: Savolta…

En el salón una orquesta interpretaba valses y mazurcas encaramada sobre una tarima forrada de terciopelo. Algunas parejas danzaban en el reducido espacio libre dejado por los corrillos. Había concluido la cena y los invitados aguardaban impacientes la medianoche y la llegada subsiguiente del nuevo año. El joven Lepprince conversaba con una señora de avanzada edad.

– Me han hablado mucho de usted, joven, pero ¿quiere creer que aún no le había visto en persona? Es tremendo, hijo, el aislamiento en que vivimos los viejos… Tremendo.

– No diga eso, señora -respondió el joven Lepprince con una sonrisa-. Diga más bien que ha elegido usted un tranquilo modus vivendi.

– Qué va, hijo. Antes, cuando mi pobre marido, que en gloria esté, vivía, era distinto. No parábamos de salir y frecuentar… Pero ahora, ya no puede ser. Me aturden estas reuniones. Me fatigan terriblemente, y apenas anochece, tengo ganas de retirarme y dormir. Los viejos vivimos de los recuerdos, hijo. Las fiestas y la diversión no se han hecho para nosotros.

El joven Lepprince disimuló un bostezo.

– Así que usted es francés, ¿eh? -insistió la señora.

– En efecto. Soy de París.

– Nadie lo diría, oyéndole hablar. Su castellano es perfecto. ¿Dónde lo aprendió?

– Mi madre era española. Siempre me habló en español, de modo que puede decirse que aprendí el español desde la cuna. Incluso antes que el francés.

– Qué bien, ¿verdad? A mí me gustan los extranjeros. Son muy interesantes, cuentan cosas nuevas y distintas de las que oímos cada día. Nosotros siempre estamos hablando de lo mismo. Y es natural, digo yo, ¿eh? Vivimos en el mismo lugar, vemos a la misma gente y leemos los mismos periódicos. Por eso debe de ser que discutimos siempre: por no tener nada que hablar. En cambio con los extranjeros no hace falta discutir: ellos cuentan sus cosas y nosotros las nuestras. Yo me llevo mejor con los extranjeros que con los de aquí.

– Estoy seguro de que usted se lleva bien con todo el mundo.

– Ca, no lo crea, hijo. Soy muy gruñona. Con los años, el carácter también se deteriora. Todo va de baja. Pero, hablando de extranjeros, dígame una cosa, ¿conoció usted al ingeniero Pearson?

– ¿Fred Stark Pearson? No, no le conocía, aunque oí hablar de él con frecuencia.

– Era una gran persona, ¡ya lo creo! Muy amigo de mi difunto esposo, que en gloria esté. Cuando el pobre Juan, mi esposo, ¿sabe?, cuando el pobre Juan falleció, Pearson fue el primero en acudir a mi casa. Figúrese, él, tan importante, que había iluminado toda Barcelona con sus inventos. Pues, sí, fue el primero en acudir y estaba tan emocionado que sólo le salían palabras en inglés. Yo no entiendo el inglés, ¿sabe, hijo?, pero de oírle hablar con aquella voz tan suave y tan honda que tenía, comprendí que me estaba contando lo mucho que apreciaba a mi difunto esposo y eso me hizo llorar más que todos los pésames que recibí después. Apenas unos años después murió el pobre Pearson.

– Sí, lo sé.

JUEZ DAVIDSON. ¿Qué clase de relación tuvo usted con Lepprince?

MIRANDA. Prestación de servicios.

J. D. ¿Qué clase de servicios?

M. Diversas clases de servicios, siempre acordes con mi profesión.