De pronto, María Rosa Savolta impuso silencio con un gesto y un leve «Pssst». Acababa de oír unos pasos conocidos en el pasillo. Era él, Paul-André, que estaba de vuelta. Tal como le había prometido, había abandonado antes de hora sus ocupaciones para supervisar los preparativos de la fiesta. Metió prisa a doña Emilia y cuando ésta, muy escandalizada de que alguien antepusiera un deseo cualquiera a la liturgia de un peinado bien hecho, dio por finalizada su obra, sin darle tiempo a ensalzarlo y a encomiar el arte de su autora, se colocó de nuevo el peinador y salió al pasillo, anduvo de puntillas hasta el gabinete de su marido y entreabrió sigilosamente la puerta. Lepprince estaba sentado a la mesa, de espaldas a la entrada y no la vio. Se había quitado la chaqueta y puesto un cómodo batín de seda. María Rosa Savolta le llamó:
– Querido, ¿estás ocupado?
Lepprince dio un respingo y ocultó algo entre los amplios pliegues del batín. Su voz sonó malhumorada.
– ¿Por qué no has llamado antes de entrar? -dijo, y luego, advirtiendo que se trataba de su esposa, recompuso su figura, desarrugó el ceño y esbozó una sonrisa-. Perdona, amor mío, estaba completamente distraído.
– ¿Te molesto?
– Claro que no, pero ¿qué haces aún sin vestir? ¿Has visto qué hora es?
– Faltan más de dos horas para que empiecen a venir los primeros invitados.
– Ya sabes que odio los contratiempos de última hora. Hoy todo tiene que salir a la perfección.
María Rosa Savolta fingió un mohín de susceptibilidad injustamente herida.
– Mira quién habla. Ni siquiera te has afeitado. Tendrías que verte: pareces un salvaje.
Lepprince se llevó la mano al mentón y, al hacerlo, se entreabrió el batín y asomó la culata bruñida de un revólver. María Rosa Savolta lo vio y el corazón le dio un vuelco, pero no dijo nada.
– Es cuestión de unos minutos, amor mío -dijo Lepprince, a quien le había pasado desapercibido el detalle-. Ahora, si no te importa, déjame solo un momento. Estoy esperando a mi secretario para ultimar unos detalles que quiero dejar listos antes de la fiesta. Hay cosas que no pueden aguardar, ya sabes. ¿Querías algo?
– No…, nada, querido. No te entretengas -respondió ella cerrando la puerta.
Al volver a sus aposentos se cruzó con Max, que se dirigía al gabinete de Lepprince. Ella le sonrió fríamente y él se inclinó en ángulo recto, dando un seco taconazo con sus botines charolados.
El piano empezó a desgranar unas notas que sonaban extrañamente lejanas, como oídas a través de un tabique o de un sueño, y el cabaret adquirió una atmósfera irreal por influjo y magia de la deslumbrante belleza de María Coral. Vi que Perico Serramadriles se enderezaba en su silla y dejaba de prestar atención al pintoresco mundo en el que nos hallábamos inmersos. Un silencio insólito se impuso; ese silencio tenso que acompaña a la contemplación de lo prohibido. Parecía -al menos, me lo parecía a mí- que el más leve ruido nos habría quebrado, como si nos hubiésemos transformado en débiles figurillas de cristal. María Coral recorría la pista como una ilusión óptica, como una inspiración inconcreta. Su rostro torpemente maquillado reflejaba una paradójica pureza y sus dientes perfectos, que una sonrisa burlona desvelaba, parecían morder la carne a distancia. Al voltear y girar su capa negra dejaba entrever fragmentos fugaces de su cuerpo, de sus pechos redondos y oscuros como cántaros, sus hombros frágiles e infantiles, las piernas ligeras y la cintura y las caderas de adolescente. Una sensación de desasosiego recorrió a los espectadores, como si hasta los más acanallados sintieran el lacerante dolor de aquella belleza sobrehumana, inaccesible.
Terminado el espectáculo, la gitana saludó, recogió su capa, se la echó sobre los hombros, envió un beso a la concurrencia y desapareció. Sonaron unos débiles aplausos y luego reinó de nuevo el silencio. Las luces se encendieron e iluminaron a un grupo de gentes sorprendidas, cadáveres alineados para un juicio en el que el delito a juzgar era la tristeza y la soledad de las almas allí varadas. Perico Serramadriles se enjugó por enésima vez el sudor de la frente y el cuello con un pañuelo arrugado.
– ¡Chico, qué…, qué…, qué cosa! -exclamó.
– Ya te dije que no perderíamos el tiempo viniendo aquí -respondí yo aparentando desparpajo, aunque me sentía hondamente turbado. En mi interior no hacía más que repetirme que aquella mujer había sido de Lepprince y que tal vez ahora sería de otro. Y me repetía con insistencia obsesiva que vivir sin poder franquear la puerta de semejantes goces era peor que morir.
El camino de vuelta a casa fue triste: ni Perico ni yo hablamos mucho. Yo, por hallarme inmerso en un torbellino de confusas emociones, y él, por respeto a mi estado de ánimo que intuía. Huelga decir que aquella noche apenas dormí y que los breves retales de sueño o duermevela en que cayó mi cuerpo derrengado se vieron acosados por convulsas pesadillas.
Al día siguiente me sentía náufrago en un mundo cuya vulgaridad no conseguía identificar y a cuya rutina no podía amoldarme a pesar de mis esfuerzos. Perico Serramadriles intentó en vano sonsacarme y la Doloretas se interesó por mi salud creyéndome acatarrado. Sólo recibieron gruñidos monosilábicos en pago a sus atenciones. Al caer la noche y mientras mordisqueaba sin gana un bocadillo correoso en un inhóspito figón, tomé la determinación de volver al cabaret y dar un giro renovador a mi vida o perderla de una vez en el intento.
Faltaba poco para el alba cuando Nemesio Cabra Gómez entró en la taberna. Un aire viciado por el humo áspero de tabaco barato, olor a humanidad y a vino derramado le hizo trastabillar. Estaba muy cansado. En apariencia la taberna se hallaba vacía, pero Nemesio Cabra Gómez, tras una pausa de aclimatación, avanzó decidido hacia unas cortinas grasientas de arpillera. El tabernero, que lo contemplaba todo con ojos soñolientos, le gritó:
– ¿Dónde vas tú, rata?
– Sólo quiero hablar un momento con un señor, don Segundino. De veras que me voy en seguida -suplicó Nemesio.
– La persona que buscas no ha venido.
– ¿Cómo lo sabe usted, con perdón, si aún no he dicho a quién busco?
– Porque me sale de las narices, ¿lo entiendes?
Mientras recibía los improperios con humildad, Nemesio Cabra Gómez había ido reculando hasta llegar a la cochambrosa cortina. Hizo una última reverencia, levantó un extremo del trapo y se coló de rondón en la trastienda, sin dar ocasión al tabernero de impedírselo. La trastienda estaba iluminada por un candil de aceite que colgaba del techo sobre una mesa. La mesa era redonda y de amplio perímetro y en torno a ella se sentaban cuatro hombres de pobladas barbas negras, gruesas chaquetas de franela parda y gorras con visera sobre los ojos, que fumaban pitillos amarillentos, brutalmente liados. Ninguno bebía. Uno de los asistentes a la tétrica reunión sostenía en sus manos un complejo instrumento en cuya parte superior destacaba una espacie de despertador al que daba cuerda con meticulosa lentitud. Otro leía un libro, dos conversaban a media voz. Nemesio Cabra Gómez permaneció quieto junto a la entrada, mudo y encogido, hasta que uno de los asistentes reparó en su presencia.
– Mirad qué bicho más asqueroso se ha colado en este cuarto, compañeros -fue la salutación.
– Se me antoja un gusano -apuntó un contertulio fijando en el recién llegado unos ojos pequeños, separados por un chirlo que le bajaba de la ceja izquierda al labio superior.
– Habrá que utilizar un buen insecticida -señaló otro abriendo una navaja de cuatro muelles.
Y así fueron apostrofando a Nemesio, que se inclinaba servilmente a cada comentario y ensanchaba su sonrisa desdentada. Cuando los reunidos acabaron de hablar, reinó un silencio sepulcral en la estancia, sólo turbado por el flemático tic-tac del instrumento de relojería.
– ¿Qué vienes a buscar? -preguntó por fin el que había estado leyendo, un hombre joven, chupado de carnes, de aspecto enfermizo y color grisáceo.
– Un poco de conversación, Julián -respondió Nemesio.
– No hablamos con gusanos -replicó el llamado Julián.
– Esta vez es distinto, compañero: trabajo para la buena causa.
– ¡El apóstol! -ironizó uno.
– No podéis decir que os haya traicionado jamás -protestó débilmente Nemesio.
– No estarías vivo si lo hubieras hecho.
– Y os he ayudado en muchas ocasiones, ¿no? ¿Quién te avisó a ti, Julián, de que iban a registrar tu casa? ¿Y a ti, quién te proporcionó aquella cédula y aquel disfraz? Y todo lo hice por amistad, ¿no?
– El día que descubramos por qué lo hiciste, será mejor que prepares tus funerales -dijo el hombre del chirlo-. Pero, ahora, basta de charla. Di a qué has venido y luego lárgate.
– Busco a un individuo…, para nada malo, palabra de honor.
– ¿Quieres información?
– Advertirle de un grave peligro es lo que quiero. Él me lo agradecerá. Tiene familia.
– El nombre de ese individuo -atajó Julián.
Nemesio Cabra Gómez se acercó a la mesa. La luz del candil iluminó su cráneo rasurado y sus orejas adquirieron una transparencia cárdena. Los conspiradores concentraron en él sus ojos amenazantes. El instrumento de relojería emitió un silbido y dejó de marcar el compás. En la calle un reloj dio cinco campanadas.
El mayordomo anunció la presencia de Pere Parells y señora. María Rosa Savolta corrió a su encuentro con el rostro acalorado, besó efusivamente a la señora de Parells y con más timidez a Pere Parells. El viejo financiero conocía a María Rosa Savolta desde que ésta vino al mundo, pero ahora las cosas habían cambiado.
– ¡Creía que no vendrían ustedes! -exclamó la joven anfitriona.
– Cosas de mi mujer -respondió Pere Parells tratando de ocultar su nerviosismo-, temía que fuéramos los primeros en llegar.