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– Hija, por Dios, no nos trates de usted -dijo la señora de Parells.

María Rosa Savolta se ruborizó ligeramente.

– Ay, no sabría tutearles…

– Claro, mujer -terció Pere Parells-, si es naturaclass="underline" María Rosa es joven, y nosotros, unos carcamales, ¿no te das cuenta?

– Jesús, no diga eso -protestó María Rosa Savolta.

– ¡Cómo, Pere! -convino la señora de Parells fingiendo enojo-. Habla por ti. Yo me siento una niña de corazón.

– Diga que sí, señora Parells, lo que cuenta es ser joven de espíritu.

La señora de Parells hizo tintinear sus pulseras y golpeó las mejillas de María Rosa Savolta con su abanico de nácar.

– Eso lo decís los que no sabéis de achaques.

– No crea, señora, me he encontrado bastante mal esta semana -dijo María Rosa Savolta enrojeciendo y mirando el borde de su vestido.

– ¡Hija, no me digas! Eso lo hemos de hablar con más calma. ¿Estás segura? ¡Menuda noticia! ¿Lo sabe tu marido?

– ¿De qué habláis? -preguntó Pere Parells.

– De nada, hombre, vete por ahí a contar chistes verdes -le respondió la señora de Parells-. ¡Y cuidado con lo que bebes; ya sabes lo que te ha dicho el doctor!

Mientras su mujer, la señora de Parells, se llevaba a María Rosa Savolta enlazada por la cintura, Pere Parells entró en el salón principal. Una orquesta interpretaba tangos y algunas parejas de jóvenes danzaban apretadas a los acordes de las melodías porteñas. Pere Parells odiaba los bandoneones. Un criado le ofreció una salvilla de plata con cigarrillos y cigarros. Tomó un cigarrillo y lo encendió con el candelabro que le tendía un pajecillo vestido de terciopelo púrpura. Pere Parells fumó y contempló el salón atestado, la profusión de criados, las galas, las joyas, la música y las luces, la calidad de los muebles, el espesor de las alfombras, la valía de los cuadros, el esplendor. Frunció el ceño y sus ojos se velaron de tristeza. Vio avanzar hacia él a Lepprince, sonriente, con la mano tendida, el frac impecable, la camisa de seda, la botonadura de brillantes. Instintivamente, tiró de las mangas de su camisa, enderezó la columna vertebral que se arqueaba al paso de los años, esbozó una sonrisa procurando ocultar la falta de un molar recientemente extraído y, al hacer todo aquel ceremonial, partió el cigarrillo con una súbita e incontrolable crispación.

Era temprano y el cabaret estaba desierto cuando llegué. Una funda cubría el piano y las sillas se apilaban patas arriba encima de las mesas para facilitar los escobazos que una mujerona repartía con saña contra el pavimento. La mujerona vestía una bata floreada surcada de zurcidos y llevaba un pañuelo de hierbas anudado a la cabeza como un turbante. Una colilla apagada le colgaba del labio inferior.

– Llegas pronto, guapo -me dijo al verme-, la función no empieza hasta las once.

– Ya lo sé -dije yo-. Quisiera ver a la persona que dirige todo esto.

La mujerona volvió a barrer levantando polvo y pelusa.

– Por ahí andará la jefa, supongo. ¿Para qué la quieres?

– He de hacerle unas preguntas.

– ¿Policía?

– No, no. Un asunto particular.

La mujerona vino hacia mí y me apuntó con el mango de la escoba. Reconocí en ella a una de las animadoras que la noche anterior nos habían abordado.

– Oye, ¿tú no eres el cliente rumboso que anoche nos invitó a tomar viento?

– Estuve aquí anoche, sí -dije yo.

La mujerona rompió a reír y se le desprendió el pitillo.

– Dime para qué quieres ver a la jefa, sé buen chico.

– Es un asunto particular, lo siento.

– Está bien, banquero. La encontrarás allá detrás, preparando las bebidas. ¿Tienes un cigarrillo?

Le di lo que me pedía y la dejé barriendo de nuevo. El cabaret, vacío y en penumbra, presentaba un aspecto de suciedad y desolación indescriptible. El polvo levantado por la mujerona se me pegaba al paladar. Como suele sucederme en estas ocasiones, toda la energía que me había llevado hasta el borde mismo de aquella situación parecía abandonarme en un instante. Vacilé y sólo el hecho de haber llegado hasta el final y de saberme observado por la sarcástica mujerona me impulsaron a seguir adelante.

Tal y como me habían informado, encontré a la jefa, que no era otra que la vieja pianista, trajinando tras el telón entre garrafas y botellas. Lo que hacía era muy simple: rellenaba las botellas de marcas conocidas con el líquido que vertía de las garrafas a través de un embudo herrumbroso. La falsedad de las bebidas que se servían en el cabaret resultaba tan evidente al paladar y tan indiferente a la clientela, que aquella operación carecía de sentido y la juzgué una conmovedora cuestión de principios.

Al llegar al lado de la pianista, ésta advirtió mi presencia, terminó de llenar la botella que tenía entre las rodillas y dejó caer las, garrafa. Resoplaba por el esfuerzo y su expresión no podía ser menos amistosa.

– ¿Qué quieres?

– Perdone que le interrumpa en este momento tan inoportuno -dije a modo de introducción.

– Ya lo has hecho, ¿y ahora qué?

– Verá, se trata de lo siguiente. Aquí trabaja una joven, bailarina o acróbata, que se llama María Coral.

– ¿Y qué?

– Que yo desearía verla, si es posible.

– ¿Para qué?

Pensé que, de haber sido rico, me habría podido ahorrar aquellos desprecios y aquella humillación, me habría bastado insinuar mis deseos y deslizar un par de billetes en la mano de la pianista para que la máquina se pusiera en funcionamiento con la prontitud y suavidad de un mecanismo bien engrasado. Pero mis circunstancias eran muy otras y sabía que el descenso a los infiernos no había hecho más que empezar. El tiempo se encargaría de demostrarme hasta qué punto mis presentimientos eran ciertos.

– ¿Por qué no me ayudas a levantar esta garrafa? -dijo la pianista.

– No faltaría más -respondí yo para granjearme sus simpatías.

Y ante su mirada inexpresiva procedí a llenar una botella vacía.

– Pesa, ¿eh?

– Ya lo creo, señora. Una tonelada -dije yo resoplando.

– Pues todos los días me toca hacer lo mismo, ya ves. Y a mis años.

– Necesita usted que alguien le ayude.

– Di que sí, guapo, pero ¿cómo le voy a pagar?

No contesté y seguí llenando la botella hasta que el liquido desbordó el embudo con roncos borbotones y se desparramó por el suelo.

– Lo siento.

– No te preocupes. Es la falta de costumbre. Llena ésa.

Hice lo que me indicaba y ella se sentó en una silla y me miró trabajar.

– No sé qué demonios veis en esa criatura -comentó como si hablase consigo misma-. Es terca, perezosa, corta de luces y tiene un corazón de piedra.

– ¿Se refiere usted a María Coral?

– Sí.

– ¿Por qué habla tan mal de ella?

– Porque la conozco y conozco a las de su clase. No esperes nada bueno de ella: es una víbora. Claro que a mí, lo que os ocurra, ni me va ni me viene.

– ¿Me dirá dónde puedo encontrarla?

– Sí, hombre, sí, no sufras. Si se lo dije al otro, también te lo puedo decir a ti. Aquél era más generoso, no te lo voy a negar, pero tú me has caído bien. Eres amable y pareces buen chico. A mi edad, ¿sabes?, valoro tanto la cortesía como el dinero.

Aún tuve que rellenar tres botellas más antes de que me diera la codiciada dirección. En cuanto la tuve, le di las gracias, me despedí de las dos mujeres y partí en busca de María Coral.

Se había levantado un viento frío y húmedo que barría las callejas haciendo temblar las farolas y ahuyentando a los paseantes. Los habituales de la noche habían desertado de las aceras y se refugiaban en las tascas, al amor de las estufas y el vino. Las gentes se mantenían calladas y sólo el ulular del viento daba voz a las horas tardías. Nemesio Cabra Gómez abrió la puerta de la taberna y, una bocanada de viento y polvareda hizo su entrada con él. Los clientes del tugurio fijaron su hosco ceño en el harapiento aparecido.

– ¡Tenías que ser tú, rata! ¡Mira cómo has puesto el suelo recién fregado! -le escupió el tabernero.

– Sólo pido un poco de hospitalidad -dijo Nemesio-. Hace una noche toledana. Vengo aterido.

Una voz aguardentosa brotó del fondo del locaclass="underline"

– Venga usted acá, buen hombre, que le invito a un trago.

Nemesio Cabra Gómez se dirigió hacia el desconocido.

– Mucho le agradezco su amabilidad, señor. De sobra se ve que es usted un buen cristiano.

– ¿Cristiano yo? -replicó el desconocido-. Ateo irreductible, diga usted mejor. Pero la noche no es noche de discusión, sino de vino. ¡Tabernero, sirva un trago para este amigo!

– Mire, señor -dijo el tabernero-, yo no me meto en sus asuntos, pero este pájaro es pura carroña. Si quiere un consejo, agárrelo por un brazo, yo lo agarro del otro y lo tiramos a la calle antes de que haga mal alguno. El desconocido sonrió.

– Sírvale un trago y no haga una montaña de un grano de arena.

– Como usted diga, pero yo ya le advertí. Este hombre le traerá desgracia.

– ¿Tan peligroso eres? -dijo el desconocido a Nemesio Cabra Gómez.

– No les haga caso caballero. Me tienen inquina porque saben que tengo amistades ahí arriba y que puedo dar cuenta de su mala vida.

– ¿Tienes amistades en el Gobierno?

– Más arriba, señor, mucho más arriba. Y esta gente vive en el pecado. Es la lucha de la luz contra las tinieblas: yo soy la luz.

– No deje que le endilgue sus disparates -dijo el tabernero poniendo un vaso de vino bajo la nariz de Nemesio Cabra Gómez.

– No parece muy dañino -dijo el desconocido-. Un poco alunado, nada más.

– Desconfíe, señor, desconfíe -repitió el tabernero.

La dirección que me había dado la pianista resultaba una incógnita para mí, ignorante de aquella zona como si se tratase de una ciudad extraña. Tuve que preguntar a unos y a otros hasta dar con el lugar que, por fortuna, no estaba lejos del cabaret. Tres ideas se barajaban en mi mente mientras iba en busca de la gitana: la primera, naturalmente, era si encontraría a María Coral en su domicilio; la segunda, qué le diría y cómo justificaría mi interés por verla, y la tercera, quién sería el individuo que poco antes se había interesado en conocer el paradero de la acróbata. La primera y la tercera preguntas no tenían respuesta: el tiempo y la suerte me lo dirían. En cuanto a la segunda, por más vueltas que le daba, no encontraba solución. Recuerdo que bebí un vaso de ron en un kiosco de bebidas hallado al paso para darme ánimo y que me produjo un ardor molesto y un mareo próximo a la náusea. Poco más recuerdo de aquel angustioso deambular.