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Localicé por fin las señas y vi que se trataba de una mísera pensión o casa de habitaciones que, según sospeché primero y confirmé después, hacía las veces de casa de citas. La entrada era estrecha y oscura. En una garita estaba un lisiado.

– ¿Dónde va?

Se lo dije y me indicó el piso, la puerta y el número de la habitación sin más indagaciones. Pensé que tal vez esperase una propina, pero por azoramiento, no se la di. Subí los desgastados peldaños alumbrándome ocasionalmente con una cerilla y a tientas. La lobreguez del entorno, lejos de deprimirme, me animó, pues evidenciaba que María Coral no disfrutaba de una posición que le autorizase a despreciarme. En el fondo del alma, en lugar de sentir compasión por aquella desgraciada, me alegraba de su triste suerte. Cuando recapacito sobre semejantes pensamientos, siento rubor de mi egoísmo.

Llegué ante una puerta que decía:

Habitaciones la Julia

y más abajo, junto al picaporte: empuje. Empujé y la puerta se abrió rechinando. Me vi en un vestíbulo débilmente iluminado por una lamparilla de aceite que ardía en la hornacina de un santo. El vestíbulo no tenía otro mobiliario que un paragüero de loza. A derecha e izquierda corría un pasillo en tinieblas y a ambos lados del pasillo se alineaban las habitaciones, en cuyas puertas se leían números garrapateados en tiza. Encendí una cerilla, la última, y recorrí el pasillo de la derecha, luego el de la izquierda. Me detuve por fin frente al número once y golpeé con los nudillos, suavemente al principio y con insistencia después. Nadie respondió; el silencio sólo se vio turbado por el gorgoteo de un grifo y el insólito trino de un jilguero. Se consumió la cerilla y aguardé unos segundos que me parecieron horas. Por mi cabeza cruzaron dos posibilidades: que la habitación estuviese vacía o que María Coral estuviese con alguien (el individuo que me había precedido en el cabaret, con seguridad) y que ambos, sorprendidos en su intimidad, guardasen escrupuloso silencio. En cualquiera de los dos casos, la lógica elemental aconsejaba una discreta retirada, pero yo no actuaba con lógica. A lo largo de mi vida he podido experimentar esto: que me comporto tímidamente hasta un punto, sobrepasado el cual, pierdo el control de mis actos y cometo los más inoportunos desatinos. Ambos extremos, igualmente desaconsejables por alejados del justo medio, han sido la causa de todas mis desdichas. Con frecuencia, en estos momentos de reflexión, me digo que no se puede luchar contra el carácter y que nací para perder en todas las batallas. Ahora que la madurez me ha vuelto más sereno, ya es tarde para rectificar los errores de la juventud. La perspectiva de los años sólo me ha traído el dolor de reconocer los fracasos sin poder enmendarlos.

¿Qué habría sido de mi vida si en aquella ocasión hubiera retrocedido, sofocado mis disparatados impulsos y olvidado la insana idea que me arrastraba? Nunca lo sabré. Tal vez se habrían evitado muchas muertes, tal vez yo no estaría donde estoy. Sólo sé que al abrir la puerta de aquella habitación abrí también la puerta de una nueva vida para mí y para cuantos me rodeaban.

– Y así fue -dijo Nemesio Cabra Gómez- cómo supe cuál era mi única misión en este mundo. El ángel desapareció y cuál no sería la luz que emanaba su cuerpo que quedé sumido en la oscuridad más absoluta por largo tiempo, a pesar de tener encendido el quinqué. A1 punto abandoné mi casa y mi pueblo natal, tomé un tren sin pagar billete, pues ha de saber usted que para mis desplazamientos utilizo el estado gaseoso, y me vine a Barcelona.

– ¿Por qué a Barcelona? -preguntó el desconocido, que parecía seguir con un divertido interés el relato de su interlocutor.

– Porque es aquí donde más pecados se cometen diariamente. ¿Ha visto usted las calles? Son los pasillos del infierno. Las mujeres han perdido la decencia y ofrecen sin rubor, por cuatro cuartos, aquello que deberían guardar con más celo. Los hombres pecan, si no de obra, de pensamiento. Las leyes no se respetan, la autoridad es escarnecida por doquier, los hijos abandonan a sus padres, los templos están vacíos y se atenta contra la vida humana, que es la más alta obra de Dios.

El desconocido apuró su vaso de vino y lo rellenó de la botella que tocaba a su fin. Con la colilla de un cigarrillo encendía otro. Tenía los ojos enrojecidos, los labios negros y el rostro abotargado.

– ¿Y no cree usted más bien que la miseria es la causa del vicio? -dijo con voz apenas perceptible.

– ¿Cómo dice?

– Que si no cree que ha sido la maldita pobreza la que ha obligado a esas mujeres… -se interrumpió, agotado por el esfuerzo, y se dejó caer sobre la mesa, dando un tremendo golpetazo con la frente en la madera y derribando botella y vasos, que se hicieron añicos en el suelo.

Las conversaciones se apagaron y reinó un silencio sepulcral en la taberna. Todas las miradas se concentraban en la exótica pareja que formaban Nemesio Cabra Gómez y su ebrio amigo. Nemesio, advirtiendo la incómoda posición en que se hallaban, zarandeó con suavidad el hombro del desconocido.

– Señor, vayamos a dar un paseo. Le conviene tomar el aire.

El desconocido levantó el rostro y fijó sus ojos en Nemesio, haciendo un esfuerzo por comprender.

– Vámonos, señor. Ya llevamos mucho tiempo aquí y eso no es sano. El aire está viciado por tanto tabaco y tanto frito.

– ¡Bah! -replicó el desconocido sacudiendo un manotazo que alcanzó a Nemesio en el estómago-. Déjeme tranquilo, predicador de vía estrecha, santurrón de zarzuela.

La conversación se había reanudado en la taberna, pero en tono más bajo, y los clientes seguían lanzando miradas furtivas a la mesa donde se desarrollaba tan pintoresco diálogo. Un coro de carcajadas celebró el manotazo propinado a Nemesio y del que éste se recobraba con grotescas aspiraciones y boqueadas. Al oír las risotadas, el beodo desconocido se incorporó de nuevo, ayudándose con las manos, miró con ojos llameantes a la concurrencia y dijo:

– ¿Y vosotros de qué os reís, idiotas? ¡Llorar deberíais si usarais de vuestra cabeza! ¡Mirad, 0miraos los unos a los otros, tristes fantasmas harapientos! Os reís de mí y no veis que soy un espejo de vuestra propia imagen.

Los clientes volvieron a soltar la carcajada.

– ¡Buena compañía te has buscado, Nemesio! -gritaron al fondo de la sala.

– ¡Un loco y un borracho! ¡Qué comparsa! -dijo otra voz.

– ¡Sí, burlaos! -prosiguió el beodo extendiendo el dedo y describiendo un ángulo de noventa grados con el brazo, lo cual le hizo perder una vez más el equilibrio, y habría dado con su cuerpo en el suelo de no haberle sujetado Nemesio-. ¡Burlaos de mí si eso os hace sentir más hombres! Pero un día vosotros también os veréis como yo me veo ahora. No siempre fui así. Tengo estudios, leo mucho, pero de nada me ha servido, a fin de cuentas. Yo también llevé una vida alegre, sí, confié en mi prójimo y gasté bromas a costa de los derrotados. Pero por fin cayó la venda de mis ojos.

– ¡Quitadle los pantalones! -exclamó un parroquiano.

Y dos hombretones se levantaron para llevar a término la propuesta. Nemesio Cabra Gómez se interpuso.

– Dejadle hablar -dijo con voz suplicante no exenta de cierta dignidad-. Es un hombre honrado y de gran cultura. Podríais aprender mucho de él.

– ¡Que se calle y no nos amargue la noche!

– ¡Sí, que se vaya!

– ¡No! No me iré -prosiguió el enardecido beodo-. Antes tengo que deciros un par de cosas. Este individuo -señaló a Nemesio- afirma que vuestra conducta licenciosa es la causa de la pobreza que os corroe y hace enfermar a vuestras mujeres y a vuestros hijos. Y yo os digo que eso no es verdad. Todos vosotros padecéis la miseria, el hambre, el analfabetismo y el dolor por culpa de Ellos -señaló, siempre con el dedo extendido hacia un hipotético grupo situado más allá de los muros del local-. De Ellos, que os oprimen, os explotan, os traicionan y, si es preciso, os matan. Yo sé de casos que os pondrían los pelos de punta. Sé nombres de personas ilustres que tienen las manos rojas de sangre de los trabajadores. ¡Ah! No las veréis, porque las cubren blancos guantes de cabritilla. ¡Guantes traídos de París y pagados con vuestro dinero! Creéis que os pagan por el trabajo que realizáis en sus fábricas, pero es mentira. Os pagan para que no os muráis de hambre y podáis seguir trabajando, de sol a sol, hasta reventar. Pero el dinero, la ganancia, ¡no!, eso no os lo dan. Eso se lo quedan Ellos. Y se compran mansiones, automóviles, joyas, pieles y mujeres. ¿Con su dinero? ¡Qué va! ¡Con el vuestro! Y vosotros, ¿qué hacéis? Mirad, miraos los unos a los otros y decidme, ¿qué hacéis?

– ¿Qué haces tú? -preguntó alguien. Ya nadie se reía. Todos escuchaban con fingida indiferencia, con incómodo sarcasmo. El nerviosismo se había apoderado de la concurrencia.

– Olvidaos de mí. Soy una ruina. Quise luchar a mi modo y fracasé. ¿Sabéis por qué? Os lo voy a decir: por confiar en las bonitas palabras y en los falsos amigos. Por abrigar la esperanza de ablandar sus sucios corazones con razonamientos. ¡Vana ilusión! Quise abrir sus ojos a la verdad y fue locura, vaya si lo fue. Ellos los tienen abiertos desde que nacen: todo lo ven, todo lo saben. Yo era el ciego, el ignorante…, pero ya no lo soy. Por eso hablo así. Y ahora, amigos, oíd mi consejo. Oíd mi consejo porque no lo digo yo, sino la amarga experiencia. Es éste: no ahoguéis en vino vuestros padecimientos -su voz se hizo súbitamente firme, encendida-, ¡ahogadlos en sangre! Anegad los estériles surcos de vuestros campos abandonados con la sangre de Ellos. Bañad la mugre de vuestros hijos en la sangre de Ellos. Que no quede una cabeza sobre sus hombros. No les dejéis hablar, porque os convencerán. No les dejéis esbozar un gesto, porque os cubrirán de dinero, comprarán vuestra voluntad. No les miréis, porque querréis imitar sus maneras elegantes y os corromperán. No sintáis piedad, pues Ellos no la sienten. Saben cómo sufrís, cómo mueren vuestros hijos de inanición y falta de asistencia médica, pero se ríen, se ríen en sus lujosos salones, al amor de la lumbre, bebiendo el vino de vuestras cepas, comiendo el pollo de vuestras granjas, adobado con el aceite de vuestros campos. Y se abrigan con vuestras ropas y se refugian en vuestras casas y ven llover sobre vuestras barracas. Y os desprecian, porque no sabéis hablar como Ellos, ni vais al teatro, ni al Liceo, ni sabéis comer con cubertería de plata. ¡Matad, sí, matad! ¡Que no quede ni uno con vida! ¡Matad a sus mujeres y a sus hijos! Acabad…, acabad con Ellos… para siempre…