Calló el beodo y se dejó caer extenuado sobre la mesa, rompiendo el denso silencio que había seguido a sus palabras con un sollozo desgarrador. La concurrencia estaba petrificada y parecía buscar el anonimato, la invisibilidad, en el mutismo y la quietud.
Transcurridos unos segundos, el dueño del establecimiento se acercó a la mesa del beodo, que recibía los cuidados de Nemesio Cabra Gómez, carraspeó y dijo con voz afectadamente firme:
– Salga de aquí, señor. No quiero líos en mi casa.
El beodo seguía llorando entre convulsiones y no respondió. Nemesio Cabra Gómez tiró de él colocándose a su espalda y pasando los brazos por debajo de sus axilas.
– Vámonos, señor, está usted fatigado.
– ¡Que se vaya, que se vaya! -dijeron los parroquianos al unísono. Algunos lanzaban miradas temerosas a la puerta. Otros hacían gestos amenazadores al beodo. Nemesio intentaba resolver la situación por la vía pacífica.
– Calma, calma, por el amor de Dios. Ya nos vamos, ¿verdad señor?
– Sí -murmuró al fin el beodo-, vámonos. Ay…, ayúdeme.
Entre el tabernero y Nemesio Cabra Gómez pusieron al beodo en pie. Éste iba recobrando lentamente las fuerzas y el equilibrio. La clientela aparentaba no prestar atención a lo que ocurría y el beodo y Nemesio cruzaron la taberna sin ser molestados. La noche era fría, seca y sin luna. El beodo experimentó un escalofrío.
– Caminemos un poco, señor. Si nos quedamos quietos nos helaremos -decía Nemesio.
– No me importa. Váyase y déjeme solo.
– Ni hablar. No puedo dejarle así. Dígame dónde vive y le llevaré a su casa.
El beodo negó con la cabeza. Nemesio le obligó a caminar, cosa que el beodo hizo con inseguridad, pero sin caerse.
– ¿Vive usted cerca, señor? ¿Quiere que tomemos un coche?
– No quiero ir a casa. No quiero volver jamás a mi casa. Mi mujer…
– Ella comprenderá, señor. Todos nos hemos propasado alguna vez con la bebida.
– No, a casa no -insistió el beodo con tristeza.
– Caminemos entonces. No se detenga. ¿Quiere mi chaqueta?
– ¿Por qué se preocupa por mí?
– Es el único amigo que tengo. Pero camine, señor.
Pere Parells, con una copa de Jerez y un cigarrillo, fue a dar en un corro formado por dos jovenzuelos imberbes, un anciano poeta y una señora de aspecto varonil que resultó ser la agregada cultural de la embajada holandesa en España. El poeta y la señora comparaban culturas.
– He observado con amargura -decía la señora en fluido castellano que apenas dejaba traslucir un leve acento extranjero- que las clases altas españolas, a diferencia de lo que ocurre en el resto de Europa, no consideran la cultura como un blasón, sino casi como una lacra. Juzgan por el contrario de buen tono hacer gala de ignorancia y desinterés por el arte y confunden refinamiento con afeminamiento. En las reuniones sociales no se habla jamás de literatura, pintura o música, los museos y las bibliotecas están desiertos y el que siente afición por la poesía procura ocultarlo como algo infamante.
– Tiene usted mucha razón, señora Van Pets.
– Van Peltz -corrigió la señora.
– Tiene usted mucha razón. Recientemente, en octubre pasado, di un recital de mis poesías en Lérida y, ¿creerá usted que la sala del Ateneo estaba medio vacía?
– Es lo que digo, aquí se desprecia la cultura por mor de una hombría mal entendida, lo mismo que ocurre, y no se ofenda usted, con la higiene.
– Dos de nuestras más gloriosas figuras, Cervantes y Quevedo, conocieron días de dolor en la cárcel -apuntó uno de los jovenzuelos imberbes.
– La aristocracia española ha perdido la oportunidad de alcanzar renombre universal. En cambio la Iglesia ha sido, en este aspecto, mucho más inteligente: Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina, Góngora y Gracián se acogieron al beneficio del estado clerical -señalo la señora Van Peltz.
– Una lección histórica que debían tomar en consideración los nuevos ricos -apunto Pere Parells con una sonrisa torcida.
– Bah -exclamó el poeta-, con ésos no hay que contar. Van a roncar al Liceo porque hay que lucir las joyas y adquieren cuadros valiosos para darse tono, pero no distinguen una ópera de Wagner de una revista del Paralelo.
– Bueno, no hay que exagerar -dijo Pere Parells recordando para sus adentros algunos títulos de revista que le habían complacido especialmente-. Cada cosa tiene su momento.
– Y así -prosiguió la señora Van Peltz, que no estaba dispuesta a tolerar disgresiones frívolas-, los artistas se han vuelto contra la aristocracia y han creado ese naturalismo que padecemos y que no es más que afán de echarse en brazos del pueblo halagando sus instintos.
Pere Parells, poco adicto a semejantes conversaciones, se despegó del grupo y buscó refugio junto a unos industriales a los que conocía superficialmente. Los industriales habían acorralado a un obeso y risueño banquero y descargaban sus iras en él.
– ¡No me diga usted que los bancos no se han puesto de culo! -exclamaba uno de los industriales señalando al banquero con la punta de su cigarro.
– Actuamos con cautela, señor mío, con exquisita cautela -replicaba el banquero sin perder la sonrisa- Tenga usted en cuenta que no manejamos dinero Propio, sino ahorros ajenos, y que lo que en ustedes es valentía en nosotros sería fraudulenta temeridad.
– ¡Puñetas! -bramaba el otro industrial, cuyo rostro se tornaba rojo y blanco con pasmosa prontitud Cuando las cosas van bien, ustedes se hinchan a ganar…
– ¡Y a estrujar! -terció su compañero.
– …y cuando van torcidas, se vuelven de espaldas…
– ¡De culo, de culo!
– …y se hacen los sordos. Arruinarán al país y aún pretenderán haberse comportado como buenos negociantes.
– Yo, señores, tengo mi sueldo, que no varía de mes en mes -respondió el banquero-. Si actuamos como lo hacemos no es por lucro personal. Administramos el dinero que nos han confiado.
– ¡Puñetas! Especulan con la crisis.
– También sufrimos nuestras derrotas, no lo olviden ni me obliguen a recordar casos dramáticos.
– ¡Ah, Parells -dijo uno de los industriales advirtiendo la presencia de su amigo-, venga y rompa su lanza en esta lid! ¿Qué opina usted de la banca?
– Noble institución -contemporaneizó Pere Parells-, aunque sus ataduras, respetables de todo punto de vista, le impiden actuar con la decisión y osadía que nosotros desearíamos.
– ¿Pero no cree usted que se han puesto de culo?
– Hombre, de culo, lo que se dice de culo…, no sé. Tal vez dan esa impresión.
– Parells, usted quiere escurrir el bulto.
– Pues sí, la verdad -asintió el financiero sintiéndose mortalmente cansado y deseoso de verse al margen de toda contienda.
– No se nos raje, coño. ¿Es verdad que la empresa Savolta se viene a pique? -azuzó el primer industrial para reanimar lo que, a todas luces, era para él una conversación amena.
– ¿Quién lo dice? -atajó Parells con tal celeridad que no le dio tiempo a echar un velo de ironía a sus palabras.
– Ya sabe, se comenta por ahí.
– ¿De veras? ¿Y qué se comenta, si me puedo enterar?
– No se haga el ingenuo.
– ¿Es verdad que salen las acciones a cotización?
– ¿A cotización? No, que yo sepa.
– Dicen que Lepprince se quiere deshacer del paquete que su mujer heredó de Savolta, ¿es verdad? Se habla incluso de cierta empresa de Bilbao, interesada en la compra…
– Señores, ustedes ven visiones.
– ¿Y es verdad que un Banco de Madrid ha rechazado papel librado por ustedes?
– Pregúntenselo a ese banco. Yo no sé de qué me hablan.
– Bah, esos lechuguinos no nos dirán nada.
– Es verdad -dijo Pere Parells guiñando el ojo al banquero-, olvidaba que siempre les presentan el culo.
Repartió palmadas a los industriales, dirigió una sonrisa de complicidad al risueño banquero y volvió a deambular por la sala. Tenía ganas de irse a casa, enfundarse en su bata y sus pantuflas y reposar en su butaca. Al fondo de la sala, junto a la puerta de la biblioteca, distinguió a Lepprince, que daba órdenes a un camarero. Se dirigió hacia allí con paso resuelto y esperó a que el camarero se hubiera ido.
– Lepprince, tengo que hablar contigo urgentemente -dijo.
– Señor, dígame la dirección de su casa y yo le llevo -insistió Nemesio Cabra Gómez-. Ya verá cómo mañana se encuentra mejor. El beodo se había quedado adormilado abrazado a una farola. Nemesio le sacudió con toda su alma y el beodo abrió los ojos y bizqueó.
– ¿Qué hora es? Nemesio buscó un reloj público sin encontrarlo.
– Muy tarde. Y hace un frío que pela.
– Aún es pronto. Venga, tengo que hacer un recado.
– ¿A estas horas? Señor, está todo cerrado.
– Lo que yo busco, no. Es un buzón. Vamos a Correos.
– ¿Está camino de su casa?
– Sí.
– Entonces, vamos.
Hizo que el beodo pasara el brazo por encima de sus hombros y cargó con él. Nemesio era un individuo débil de constitución y la pareja daba bandazos y traspiés de los que se recuperaba por puro milagro. Una campana dio tres toques.
– ¡Las cinco! -exclamó el beodo-. Aún es pronto, ¿qué le decía?
– ¿No podríamos dejar ese recado para mañana?
– Mañana puede ser demasiado tarde. Lo que tengo que hacer es sencillo, ¿sabe usted? Echar una carta a un buzón. Aquí llevo la carta. Es un simple trozo de papel escrito, pero ¡ah! ¡Ah, mi querido amigo! Muchas cabezas rodarán cuando llegue a su destino. Y, si no, al tiempo. ¿Qué hora es?