– No lo sé, señor. Tenga cuidado con ese bordillo.
Siguieron caminando hasta llegar a Correos, operación que les llevó más de media hora, a pesar de hallarse a doscientos metros escasos. En varias ocasiones Nemesio tuvo que detenerse a recobrar el aliento y descansar sentado en el escalón de un soportal. El beodo, en estas pausas, aprovechaba para cantar a plena voz y mear en el centro de la calle. Una vez ante el edificio, buscaron un buzón. El beodo tanteaba los muros y pretendía introducir la carta por cualquier intersticio de las piedras. Al fin Nemesio halló lo que buscaban.
– Déme la carta, señor. Yo la echaré.
– ¡Ni hablar! No debe usted ver a quién va dirigida.
– No miraré.
– Hay que desconfiar. Esta carta es muy importante. ¿Dónde está el buzón?
– Aquí, pero levante la trampilla.
Ayudó al beodo a introducir la carta por la ranura e intentó leer el nombre del destinatario, pero el sobre había sufrido mucho y las arrugas y los lamparones dificultaban su lectura. Sólo pudo advertir que iba dirigida a alguien que vivía en la propia ciudad. Finalizada la proeza, el beodo pareció más tranquilo.
– He cumplido con mi deber -afirmó solemnemente.
– Pues vamos a su casa -propuso Nemesio.
– Sí, vámonos. ¿Qué hora es?
Un poco más ligeros anduvieron hacia las Ramblas. Empezó a lloviznar, pero cesó al cabo de unos instantes. La temperatura era más suave y el viento se había calmado. En los bancos de las Ramblas dormían borrachos y vagabundos. Pasaban carros tirados por percherones, cargados de verduras, camino del Borne. Un perro ladró entre las piernas de Nemesio, que tuvo que encaramarse a un banco para evitar las mordeduras del animal. Fue un recorrido, en suma, sin incidentes dignos de mención. Al llegar a la esquina de las Ramblas y la calle de la Unión, el beodo se despidió de Nemesio.
– No me siga, ya estoy despejado y prefiero seguir solo -dijo aquél-. Vivo aquí mismo, en aquel portal -informó señalando vagamente hacia el fondo de la calle-. Usted acuéstese y duerma en paz, que bastante tabarra le he dado esta noche. No sabe cuánto agradezco lo que ha hecho por mí.
– Señor, no tiene nada que agradecerme. No lo hemos pasado mal, después de todo.
El beodo había caído en un estado de honda melancolía.
– Sí, quizá tenga razón. Incluso ha sido divertido a ratos. Pero ahora todo debe cambiar. La vida es parca en sus treguas.
– ¿Cómo dice?
– Voy a pedirle un favor. ¿Puedo confiar en usted?
– A ojos cerrados.
– Escuche pues: tengo un presentimiento, un mal presagio. Si algo me sucediera, fíjese bien, si algo me sucediera…, ¿lo entiende?
– Claro, señor, si algo le sucediera…
– Busque usted a un amigo cuyo nombre le daré, tan pronto tenga noticias de que algo me ha pasado. Búsquele y dígale que me han matado.
– ¿Matado?
– Sí, que me han matado los que él ya sabe. Dígale que cuide de mi mujer y de mi hijo, que no los abandone, que tenga piedad. Su nombre, el nombre de mi amigo, fíjese bien, es Javier Miranda. ¿Lo recordará?
– Javier Miranda, sí, señor. Ya no se me olvida.
– Vaya en su busca y cuéntele todo lo que me ha oído decir esta noche, pero sólo, fíjese bien, en el caso de que algo malo me ocurriera. Y ahora, no se demore más, váyase.
– Puede usted confiar en mí, señor. Juro por todo lo Alto que no le defraudaré.
– Adiós, amigo -dijo el beodo estrechando la mano de Nemesio.
– Adiós, señor, y cuídese.
Se despidieron sin más y Nemesio le vio partir con paso lento pero firme. Le pareció indiscreto seguir espiando al beodo, de modo que al cabo de un rato dio media vuelta y se marchó. Al llegar a la esquina de las Ramblas le deslumbraron los faros de un automóvil que viraba en aquel momento para entrar en la calle de la Unión. Un pensamiento inconcreto golpeó el cerebro de Nemesio Cabra Gómez, algo que le intranquilizó sin que pudiera precisar qué era. Siguió andando y dando vueltas a la idea hasta que se hizo la luz: aquel automóvil los había estado siguiendo. Estaba detenido a la puerta de la taberna, más tarde frente al edificio de Correos y, por último, lo había visto sortear los carros de verduras Ramblas arriba. Entonces no le había prestado atención, pero ahora, después de las últimas palabras pronunciadas por el beodo, aquellos hechos misteriosos, aquellas coincidencias cobraban un trágico sentido. Nemesio dio media vuelta y echó a correr deshaciendo lo andado, dobló por la calle de la Unión y siguió corriendo hasta que unos gritos le hicieron detenerse. A cien metros, débilmente iluminado por la luz incierta de una farola de gas, se arremolinaba un corro de personas envueltas en batines. Otros, que no habían encontrado con qué cubrirse, se asomaban a los balcones en camisa de dormir. Dos guardias se abrían paso entre los mirones. En unos instantes la calle antes desierta había cobrado vida. Nemesio se aproximó con cautela.
– Disculpe, señora, ¿qué ha pasado?
– Han atropellado a un joven. Dicen que está muerto.
– ¿Quién era, se sabe ya?
– Un periodista que vivía aquí mismo, en el número 22, con mujer y un hijo pequeño, ¡figúrese usted, qué desgracia! Muerto a dos pasos de su casa.
– No le habría pasado -dijo una vecina desde una ventana baja- si en vez de andar trasnochando pasara las noches en casa, como Dios manda.
– No hable así de los muertos, señora -dijo Nemesio.
– Usted se calla, que tiene pinta de ser de la misma cuerda -replicó la mujer de la ventana.
Los guardias hacían que la gente se apartara y pedían un médico y una ambulancia. Nemesio Cabra Gómez se ocultó detrás de la señora que le había informado y aprovechó una distracción de los guardias para desaparecer subrepticiamente.
II
Abrí la puerta de la habitación de María Coral y me acogió un olor acre y una oscuridad tan cerrada como aquella en la que me hallaba. Lo primero que se me ocurrió fue que la estancia estaba vacía, pero a poco, prestando atención, percibí una respiración agitada y unos débiles sonidos que me parecieron ayes de dolor. La llamé por su nombre: «¡María Coral! ¡María Coral!», y no obtuve respuesta. Los gemidos continuaban. Yo había gastado la última cerilla tratando de localizar el número de la habitación, de modo que adopté una determinación, volví a tientas hasta el vestíbulo y tomé la lamparilla de aceite que ardía en la hornacina del santo. Provisto de luz volví a la habitación y alumbré su interior; mis ojos se habían acostumbrado a las tinieblas y no me fue difícil reconocer al fondo de la pieza el contorno de una cama de hierro y una figura de mujer tendida en ella. Era María Coral y estaba sola, gracias a Dios. Pensé que dormía y que una pesadilla alteraba su sueño. Me acerqué y le cogí la mano: la sentí helada y en extremo húmeda. Aproximé la lamparilla al rostro de la gitana y un estremecimiento recorrió mi cuerpo: María Coral estaba pálida como una muerta y sólo un leve temblor de su barbilla y los ayes lastimeros que exhalaba por la boca entreabierta indicaban que aún vivía. La tomé por los hombros y traté de hacerla volver en sí. Fue inútil. Le di unos cachetes y tampoco obtuve resultado alguno, salvo que los lamentos se hicieron más angustiosos y la palidez mayor aún. María Coral se moría. Di voces, pero nada parecía indicar que otras personas se hallaran en la casa. Yo estaba confuso, atolondrado, no sabía qué actitud adoptar. Pensé cargar con el cuerpo de la gitana y llevarla a cualquier parte donde pudieran curarla, pero pronto rechacé la idea: no podía salir con el cuerpo de una mujer agonizante a la calle, en plena noche, y empezar a llamar de puerta en puerta. Tampoco conocía a ningún médico. Sólo un nombre venía con insistencia a mi memoria: Lepprince. Decidido, salí de la habitación, cerré la puerta, volví a colocar en su sitio la lamparilla y bajé las escaleras saltando y tropezando. El portero me observó desde su garita con relativa curiosidad: no debía de ser costumbre que los visitantes de la pensión abandonaran el lugar en aquella forma. Fui a su encuentro y le pregunté dónde había un teléfono. Me dijo que en un restaurante próximo y me preguntó a su vez si pasaba algo. Le dije que no desde la puerta y en dos saltos me colé en el restaurante que no era tal, sino una cochambrosa casa de comidas donde una docena de perdularios daban cuenta de dos comunitarias cazuelas de potaje. Cuando me señalaron el teléfono caí en la cuenta de que no sabía el número de Lepprince. Algo había que hacer y se me ocurrió llamar al despacho de Cortabanyes confiando en que el viejo abogado se demoraría en su cubil aunque sólo fuera para no llegar a su desierto hogar. Llamé, pues, y oí sonar el timbre con el alma en vilo. Cuando descolgaron suspiré de alivio.
– ¿Diga? -era la voz inconfundible de Cortabanyes.
– Señor Cortabanyes, soy Miranda.
– Oh, Javier, ¿qué tal?
– Perdone que le moleste a estas horas.
– No te preocupes, hijo, estaba mosconeando antes de ir a cenar, ¿qué querías?
– Déme el teléfono de Lepprince, por favor.
– ¿El teléfono de Lepprince? ¿Por qué? ¿Pasa algo?
– Es un asunto importante, señor Cortabanyes.
El abogado resollaba y se hacía el tonto, sin duda para ganar tiempo y reflexionar sobre la conveniencia de revelarme que sabía el teléfono y la dirección de Lepprince.
– ¿No puedes esperar hasta mañana, hijo? Éstas no son horas de llamar a las personas. Además, yo no sé si tengo ese teléfono. Se mudó de casa…, ya sabes, cuando se casó.
– Puede ser cuestión de vida o muerte, señor Cortabanyes. Démelo y luego se lo explicaré todo.
– No sé, déjame pensar si tengo ese dichoso teléfono. Me falla la memoria con la edad. No me atosigues, Javier, hijo.
A la vista de sus titubeos y sabedor de que aquel toma y daca se podía prolongar toda la noche (Cortabanyes resolvía los asuntos sin que sus oponentes supieran de qué habían hablado), decidí ponerle al corriente de los hechos. Por otra parte, suponía que Cortabanyes ya estaba al corriente de casi todo y que yo no le revelaba ningún secreto.