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– Mire, señor Cortabanyes, Lepprince tuvo un affaire sentimental con una joven que trabajaba en un cabaret. Esta joven tenía relación con unos matones a los que Lepprince contrató, hace un par de años, para un trabajo no muy legal. Ahora la joven ha vuelto, aunque no hay rastro de los matones. Yo la he localizado, por pura casualidad, y creo que se halla gravemente enferma. Si la chica muere, la policía tendrá que investigar y pueden salir a la luz asuntos comprometedores para Lepprince y para la empresa Savolta, ¿me entiende?

– Claro que te entiendo, hijo, claro que te entiendo. ¿Estás ahora con esa joven?

– No, he venido a telefonear a una casa de comidas próxima a la pensión donde la encontré.

– ¿Y esa joven está sola?

– Sí. Es decir, lo estaba hace un minuto.

– ¿Te ha visto entrar o salir alguien de la pensión?

– Sólo el portero, pero no parece persona curiosa.

– Escucha, Javier, no quiero que te metas en líos. Dame la dirección de esa pensión y yo veré de localizar a Lepprince. Tú no vuelvas por ahí, pero quédate cerca y ve si alguien entra o sale. No tardaremos en llegar, ¿está claro?

– Sí, señor.

– Pues haz lo que te digo y no pierdas la calma.

Tomó nota de la dirección, colgó y yo salí de la casa de comidas y, siguiendo sus instrucciones, me aposté frente a la pensión. Allí me quedé, fumando un cigarrillo tras otro y contando los segundos. Debió de transcurrir casi una hora hasta que oí una voz que me llamaba sin pronunciar mi nombre desde una esquina. No reconocí a la persona que me llamaba, pero acudí. Oculto tras la esquina estaba un automóvil negro, del tipo limousine. La persona que me había llamado me indicó que me acercase al vehículo. Éste tenía bajadas las cortinas, así que no pude ver quién había dentro. Cuando llegué junto a la limousine, la puerta se abrió y entré. La ocupaban Lepprince y Cortabanyes. El asiento del chauffeur estaba vacío, por lo que supuse que la persona que me había conducido allí sería el chauffeur, que aguardaba fuera. En el asiento delantero reconocí a Max. Lepprince me invitó a sentarme en una de las banquetas.

– ¿Estás seguro de que se trata de María Coral? -fue lo primero que me preguntó, sin que mediara saludo.

– Absolutamente. La he visto actuar ayer mismo.

– ¿Y los forzudos?

– Ni rastro. No actuaban con ella ni los he visto por ninguna parte.

– Está bien -concluyó en tono expeditivo-.

Acompaña a Max y a mi chauffeur. Nosotros esperaremos aquí. Daos prisa.

– Convendría llevar una linterna -dije yo-. No hay luz en la pensión.

– Max -dijo Lepprince dirigiéndose a su guardaespaldas-, lleva una linterna y no tardéis.

Max bajó del automóvil y sacó una linterna del portaequipajes, luego hizo señas al chauffeur y los tres nos pusimos en marcha. Yo les precedía y ante la puerta de la pensión hice que se detuvieran.

– Fingiremos venir de una juerga. Si el portero hace preguntas, yo responderé por todos.

Asintieron con la cabeza y entramos. El portero apenas si nos echó un vistazo y nada dijo. Subimos a la pensión y entramos en el vestíbulo. Max había pasado la linterna al chauffeur y empuñaba una pistola que mantenía semioculta entre los pliegues de su gabán. En el vestíbulo no había nadie, aunque, me dije, de haberlo habido se habría muerto del susto al vernos aparecer. Al resplandor vacilante de la lamparilla votiva debíamos de presentar un aspecto bien poco tranquilizador. El chauffeur prendió la linterna y me la pasó. Siempre sin despegar los labios, conduje a los dos hombres de Lepprince a la habitación de María Coral. Nada había cambiado en el breve lapso de tiempo: la gitana seguía echada en la cama gimiendo y respirando trabajosamente. A la luz de la linterna la habitación parecía más reducida y su dejadez resultaba más hiriente: las paredes estaban desconchadas y las manchas de humedad eran tantas y tan grandes que no se podía distinguir el color ni el dibujo del papel; de las esquinas pendían telarañas y por todo mobiliario había una mesa de pino y un par de sillas. En un rincón se veía una maleta de cartón abierta, las ropas de María Coral (entre las que no aparecían ni la capa ni las plumas que utilizaba para su actuación en el cabaret) campaban por doquier arrebujadas. Un tragaluz sobre la cama daba a un patio interior angosto y tan oscuro como el resto de la casa.

Acerqué la linterna al rostro de María Coral y la visión de sus facciones afiladas, sus ojos entrecerrados y sus labios amoratados me impresionaron más que la vez anterior. Sin darme cuenta temblaba como un azogado. Max, que advirtió mi estado, me tocó el codo y me hizo un gesto de apremio. Me retiré y entre él y el chauffeur incorporaron a María Coral. La gitana vestía un harapiento camisón empapado en sudor. Así no podíamos sacarla a la calle. Me quité el abrigo y se lo echamos sobre los hombros. La infeliz no era consciente de cuanto sucedía en torno a ella. Antes de salir, Max señaló un pequeño bolso de terciopelo raído que reposaba sobre la mesa. Lo tomé y lo metí en uno de los bolsillos del abrigo. Max agarró a María Coral por los pies, el chauffeur por los hombros y salimos al pasillo, atravesamos el vestíbulo y yo me asomé al rellano. Viendo el terreno expedito, llamé a mis compañeros. Los cuatro descendimos por la tortuosa escalera sin cruzarnos con nadie. En el primer piso me acerqué a Max y le susurré:

– No podemos pasar así por delante del portero. Incorpórenla y finjamos estar borrachos.

Así lo hicieron y yo apagué la linterna. Bajé primero y me dirigí, risueño y vacilante, a la garita donde el buen hombre seguía dejando pasar las horas muertas. Le saludé procurando que mi cuerpo se interpusiera entre él y el zaguán, le di una palmada en el hombro y deposité sobre la mesa unas monedas a modo de propina. El portero ladeó la cabeza para contemplar el paso de la extraña comitiva que formaban los dos hombres llevando en el centro a una mujer exánime, fijó en mí sus ojos vacuos y volvió a sumirse en el letargo de su vigilia sin sentido. Yo me retiré hacia la puerta y de nuevo los cuatro juntos nos dirigimos al automóvil. Por el camino me dije que aquélla debía de ser una extraña pensión cuando el portero no manifestaba sorpresa alguna ante hechos tan insólitos.

Una vez en el automóvil, Max y el chauffeur metieron a María Coral en el asiento posterior y Lepprince y el abogado pasaron a ocupar las banquetas. Los dos hombres de Lepprince montaron y el motor se puso en funcionamiento con suavidad. Lepprince, antes de cerrar la puerta, me dijo desde el interior:

– Vete a casa y no comentes este suceso con nadie. Ya tendrás noticias mías.

Cerró y vi partir el automóvil con rumbo desconocido. Había olvidado recuperar mi abrigo y la noche era fría. Me subí el cuello de la chaqueta, hundí las manos en los bolsillos y eché a caminar con paso rápido.

Nemesio Cabra Gómez daba cortos paseos, consultaba el reloj monumental que colgaba sobre su cabeza y se detenía invariablemente a contemplar los escaparates de El Siglo. Los grandes almacenes habían atiborrado las vitrinas con lo más vistoso de sus existencias y, como si la calidad de los productos no fuera suficiente reclamo, las habían engalanado con cintas de colores, papel de estaño, ramas de muérdago y otros motivos navideños. Un caudal incesante de compradores entraba y salía del almacén. Los que entraban de vacío salían cargados de paquetes, pero los que ya entraban cargados de paquetes salían sepultados bajo una pirámide colorista y alegre. Nadie parecía lamentarse de aquella fardería que los convertía en estibadores voluntarios y ocasionales. Algunas señoras encopetadas se hacían acompañar de sus lacayos o criadas, pero los más preferían acarrear por sí mismos el peso de las futuras ilusiones. Nemesio Cabra Gómez los contemplaba con envidia y un deje de tristeza. En el frontispicio del bazar unas letras descomunales decían:

Feliz Navidad y próspero año 1918

Nemesio Cabra Gómez volvió a mirar el reloj: las seis y cuarenta. Le habían citado a las seis y media, pero estaba más que habituado a esperar y no se impacientó. Por otra parte, el espectáculo era entretenido. Una joven madre que llevaba un niño de la mano se aproximó a Nemesio y le dio unos céntimos sonriendo. Nemesio contó los céntimos, se inclinó con gratitud y murmuró «Dios se lo pague». Luego reemprendió los paseos para combatir el frío del atardecer. Así transcurrieron diez minutos más. Frente al bazar se detenían coches de punto que dejaban y recogían gente. A las siete menos diez Nemesio oyó que le chistaban desde uno de los coches. Se aproximó y una mano le hizo señas de que subiera. Obedeció y el coche se puso en marcha. Las cortinillas iban corridas y no pudo apreciar qué dirección tomaban.

– ¿Qué novedades traes? -preguntó el hombre que se sentaba frente a él. A pesar de la penumbra reinante en el interior del coche, Nemesio había reconocido al distinguido caballero que días atrás sostuvo con él una conversación de negocios. -Localicé al sujeto, señor -respondió Nemesio-. Fue difícil, porque no parecía hombre de muchas relaciones, pero con paciencia y mano izquierda…

– Déjate de preámbulos y vamos al grano.

Nemesio Cabra Gómez tragó saliva y meditó una vez más sobre la conveniencia de referir la verdad. Temía que al oír las novedades que traía, el distinguido caballero se desinteresase y le ordenase abandonar las pesquisas, con pérdida de sus expectativas económicas. Pero no podía mentir, pues el caballero habría descubierto la verdad tarde o temprano y Nemesio, por experiencia, temía más que otra cosa en el mundo las represalias de los poderosos.

– Verá, señor, lo que tengo que decirle no le gustará. No le gustará ni pizca.

– Habla de una vez, caramba -instó el caballero.

– Le mataron, señor.

El caballero dio un respingo y se quedó con la boca abierta. Tardó unos segundos en recobrar el habla.

– ¿Cómo has dicho?

– Que le mataron, señor. Mataron al pobre Pajarito de Soto.

– ¿Estás seguro?

– Yo lo vi, con estos ojos que se ha de comer la tierra.