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– ¿Viste cómo lo mataban?

– Sí…, es decir, no exactamente. Le acompañe a su casa, pero él no me dejó llegar hasta el portal. Al retirarme vi pasar un automóvil que, al principio, no me llamó la atención, pero luego, reflexionando, me pareció el mismo automóvil que nos había estado siguiendo durante toda la noche. Volví a la carrera, señor, y ya estaba muerto, tendido en mitad de la calle.

– ¿Había alguien más en la calle?

– Cuando se produjo el hecho, no, señor. Ya sabe la poca caridad que corre hoy en día. Cuando llegué junto a él ya se había concentrado un buen grupo, pero eso fue luego del accidente.

– ¿Y estaba muerto?

– Seco como un bacalao, señor. Ni respiraba siquiera.

El caballero guardó silencio por espacio de unos minutos que Nemesio empleó en deducir, por los ruidos procedentes de la calle, el lugar por donde transitaban. Oyó el tin-tan de un tranvía y ruido de motores. El coche avanzaba con lentitud. Dedujo que no habían abandonado el centro comercial; probablemente circulaban con dificultad Paseo de Gracia arriba.

– ¿Hablasteis de algo antes de que le mataran? -preguntó por fin el caballero.

– Sí, señor, charlamos toda la noche. Al principio, Pajarito de Soto estaba muy excitado a causa del vino.

– ¿Borracho?

– Un poco borracho, sí, señor. Armó una buena en la taberna donde lo encontré.

– ¿Qué entiendes tú por una buena?

– Empezó a despotricar contra todo y dijo que había que matar a un montón de gente.

– ¿Citó nombres?

– No, señor. Dijo que había que matar a muchos, pero no dio ninguna lista.

– ¿Explicó los motivos?

– Dijo que le habían engañado y que así engañarían a todo el mundo si no los mataban antes. Me pareció un poco exagerado, la verdad. Yo no creo que haya que matar a nadie.

– ¿Qué más dijo?

– Poca cosa más. La clientela de la taberna le hizo callar y nos fuimos. En la calle ya no habló de matar. Cantaba y orinaba.

– ¿Y así hasta que lo dejaste cerca de su casa?

– No, señor. Antes de separarnos se había serenado y parecía muy triste. Me dijo que a lo mejor lo mataban, a él. Debió de ser un presentimiento, ¿verdad?

– Sin duda -corroboró el caballero.

– Me pidió un favor, aunque no sé si debo revelárselo.

– Claro que debes, idiota. Para eso te pago.

– Verá, me pidió que avisase a un amigo suyo si a él le pasaba algo malo.

El caballero pareció recuperar parte de la perdida vitalidad.

– ¿Te dio el nombre de su amigo?

– Sí, señor, pero no sé si debo…

– Para ya de decir memeces, Nemesio. El nombre del amigo.

– Javier Miranda -susurró Nemesio.

– ¿Miranda?

– Sí, señor. ¿Lo conoce usted?

– ¿Qué te importa? -atajó el caballero, y luego se acarició la barbilla con su mano enguantada-. Conque Miranda, ¿eh? Sí, lo conozco, claro está. Es el perro de Lepprince.

– ¿Cómo dice, señor?

– Nada que te incumba -golpeó con el bastón el techo del coche, que se detuvo de inmediato-. Esto es todo, Nemesio. Has cumplido bastante bien. Puedes bajar y olvida que nos hemos visto alguna vez.

Entregó unos billetes a Nemesio e hizo ademán de abrir la portezuela. Nemesio ya esperaba un final semejante, pero no pudo evitar que su rostro evidenciase toda la tristeza que le embargaba. El caballero interpretó mal la expresión de Nemesio.

– ¿Qué te pasa? ¿Quieres más dinero?

– Oh, no, señor. Estaba pensando que…

– ¿Que qué?

– ¿No vamos a seguir, señor? ¿No vamos a llevar este asunto hasta el final? Han asesinado a un pobre hombre, señor. Es un gran crimen.

– Yo no soy quién para hacer justicia, Nemesio. La policía se hará cargo del caso y castigará como se merece al culpable. A mí sólo me interesaba un poco de información y eso, desgraciadamente, ya es imposible de obtener.

– ¿Y ese tal Miranda? ¿No quiere que lo localice? Puedo hacerlo. Tengo buenos amigos en todas partes.

– Nemesio, no mientas. A ti te escupen hasta los perros. Además, yo soy quien da las órdenes. Baja, haz el favor.

Nemesio Cabra Gómez decidió jugar la última baza.

– No se lo he contado todo, señor. Aquella noche hubo algo más.

– ¿Ah, sí? De modo que querías hacer la guerra por tu cuenta, ¿eh?

– No se ofenda, señor. Los pobres tenemos que luchar por la supervivencia.

– Mira, Nemesio, has sido muy astuto, pero ya no me interesa este sucio asunto. Si hubo algo más, me trae sin cuidado.

– Es de gran interés, señor. De grandísimo interés.

– He dicho que te bajes. Y no se te ocurra jugármela, ¿entiendes? Nunca me has visto ni sabes quién soy. No te fíes de mi aparente tolerancia. Ándate con cuidado si no quieres seguir los pasos de Pajarito de Soto.

Abrió la portezuela y empujó sin miramientos a Nemesio, que dio varios traspiés para no perder el equilibrio. Los almacenes El Siglo cerraban sus puertas en aquel momento. El coche había dado vueltas a la manzana. Nemesio intentó seguirlo, pero el gentío le envolvió impidiéndole avanzar con rapidez. Contó el dinero que le había dado el caballero, se lo guardó en el interior de los pantalones y se abrió paso a codazos.

El abogado señor Cortabanyes se había metido dos croquetas de pollo en la boca y sus mofletes emprendieron un enérgico vaivén. Buscó con la mirada una servilleta con la que limpiarse los dedos y una vez localizado el objeto de su búsqueda en el extremo de una larga mesa se dirigió hacia él con la mano extendida, procurando no manchar a nadie. Un caballero enjuto, de pelo blanco y nariz bulbosa, que llevaba en el pecho una banda de alguna encomienda desconocida para el abogado, se interpuso en su camino. Le tendió la mano y el abogado retiró la suya. El caballero de la encomienda quedó perplejo y el abogado, al ir a darle una explicación, expelió mínimas bolitas de croqueta que fueron a pegarse en la banda del caballero.

– Usted perdone -masculló Cortabanyes.

– ¿Cómo dice?

Cortabanyes señaló sus carrillos abultados.

– ¡Coma usted tranquilo, mi querido Cortabanyes! -exclamó el de la encomienda haciéndose cargo de la situación-. Coma usted tranquilo. La prisa es el mal de nuestro tiempo.

Cortabanyes alcanzó el lugar donde se hallaban apiladas las servilletas, tomó la primera del montón, la desplegó, se limpió los dedos y los labios y engulló los últimos restos de croqueta. El de la encomienda le palmeó la espalda.

– ¡Buen provecho l

– Gracias, muchas gracias. No recuerdo su nombre, ya me perdonará.

Cortabanyes disfrutaba en las fiestas multitudinarias. En la cortesía superficial y el formalismo se sentía seguro de sí, a salvo de las preguntas directas, de las consultas profesionales, de las propuestas insidiosas. Le gustaba emprender una conversación ligera, interrumpirla, picotear en todas las tertulias, intercalar una broma, un comentario frívolo. Le gustaba observar, deducir, adivinar, descubrir caras nuevas, sopesar figuras en alza, poderes en decadencia, pactos tácitos, traiciones de salón, crímenes sociales.

– Casabona, Augusto Casabona, para servirle -dijo el de la encomienda señalándose con el pulgar.

Cortabanyes le dio la mano y ambos se quedaron cortados, sin saber qué decirse.

– ¿Qué me dice usted -barbotó por fin el de la encomienda-, qué me dice usted, amigo Cortabanyes, del último rumor que corre por ahí?

– Nunca diga el último rumor, amigo Casabona, porque ya no lo debe de ser.

– Je, je, qué ingenio, amigo Cortabanyes -rió el de la encomienda, y luego se puso serio como un sentenciado-. Me refiero al rumor de que nuestro amigo Lepprince será el próximo alcalde de Barcelona.

Cortabanyes agitó su obesa estructura en silenciosas carcajadas.

– ¡Hay tantos rumores, amigo Casabona!

– Sí, pero alguno será cierto.

– Eso mismo me digo cuando juego a la lotería: algún número ha de salir. Y nunca es el mío, ya ve usted.

– Vaya, amigo Cortabanyes, barrunto que escurre usted el bulto y eso es señal de que hay gato encerrado. A mí no me la pega, no, señor.

– Amigo Casabona, si algo supiera, se lo diría. Pero la pura verdad es que nada sé. Ha llegado a mis oídos ese rumor, no quiero mentirle, pero no le presté más atención de la que presto a todos los rumores, es decir, bien poca.

– Sin embargo, reconozca usted, amigo Cortabanyes, que la noticia, de confirmarse, sería una bomba.

En las fiestas Cortabanyes no temía la indiscreción ajena. No cobraba por contestar y podía dar la callada por respuesta. No obstante, decidió hacer sufrir al premioso Casabona.

– ¿Una bomba, dice usted? Le advierto, en confianza, que me parece un símil poco afortunado.

Casabona enrojeció.

– No quise decir… Usted es buen entendedor, amigo Cortabanyes. Le consta la profunda simpatía que siento por nuestro común amigo Lepprince. Precisamente…, precisamente saqué el tema a colación porque deseaba recabar del señor Lepprince un pequeño favor, nada de importancia. Por si él tuviese a bien…

Cortabanyes paladeaba la turbación del de la encomienda.

– Y dígame, amigo Casabona, ¿a qué se dedica usted?

– Oh, tengo una filatelia en la calle Fernando, usted habrá pasado mil veces por delante. Si es aficionado a los sellos, la tiene que conocer. Modestia aparte, me precio de haber tenido en mis manos los más valiosos ejemplares, por no hablar de mi clientela, entre la que se cuenta lo mejor, no ya de Barcelona, sino de Europa entera.

– Disculpe mi desinterés, amigo Casabona, pero mis escasos medios no me permiten aficionarme a otros sellos que los sellos móviles.

– ¿Sellos móviles? -exclamó el de la encomienda palideciendo y forzando una risotada para congraciarse con el abogado-. ¡Ja, ja! Qué ingenio, amigo Cortabanyes. Nunca se me habría ocurrido, palabra de honor, nunca se me habría ocurrido. Sellos móviles, ¿eh? Tengo que contárselo a mi mujer -se inclinó-. Con permiso -y se fue riendo por lo bajo.

Cortabanyes lo vio desaparecer entre los grupos que charlaban en un intervalo de la orquesta. Los músicos bebían champán y alzaban las copas en señal de agradecimiento, ora en dirección a Lepprince, ora en dirección a María Rosa Savolta, que les devolvía el cumplido con una grácil inclinación y una sonrisa pletórica. Junto a ella, la señora de Pere Parells también sonreía y se inclinaba, partícipe parasitario del homenaje tributado a su anfitriona. Cortabanyes buscó las croquetas con la mirada. La cena se hacía esperar. En vez de descubrir las croquetas, su mirada topó con la de Lepprince, que desde la puerta de la biblioteca le hacía señas para que se reuniera con él. A causa de la distancia y de la vista cansada, el abogado no pudo apreciar si el rostro de Lepprince exteriorizaba satisfacción o contrariedad.