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– Me alegro de verla recuperada -dije con voz infatuada.

– Me salvaste la vida -dijo ella esbozando una sonrisa.

Lepprince y la enfermera habían salido al pasillo. Yo me sentí más cohibido aún y bajé los ojos para no sentir los de María Coral fijos en los míos.

– El señor Lepprince… -añadí- acudió en seguida en su ayuda. Eso la salvó, seguramente.

– Acércate, no puedo oírte bien.

Aproximé mi rostro al suyo. Ella seguía apretando mi mano.

– Hay algo que quisiera saber -murmuró.

– Usted dirá -dije adivinando y temiendo la pregunta que se avecinaba.

– ¿Por qué viniste anoche a mi habitación?

No me había equivocado. Noté que volvía a enrojecer. Busqué alguna expresión en sus ojos o en su voz, pero nada leí sino curiosidad.

– No debe malinterpretarlo -empecé a decir-. La otra noche fui con un amigo al cabaret y la vi actuar. La reconocí, volví con ánimo de saludarla y me dieron su dirección. Cuando llamé a la puerta y nadie me contestó, pensé que había salido o que no deseaba recibir visitas, pero, de pronto -añadí alterando convenientemente los hechos-, me pareció escuchar un lamento. Abrí y la vi en la cama con un aspecto alarmante. Llamé a Lepprince y el resto ya lo sabe.

– Eso explica lo que ocurrió, pero no el porqué.

– ¿El porqué?

– Por qué querías verme.

Me pareció que brillaba en sus pupilas una lucecita maliciosa y miré de nuevo al suelo.

– Cuando la vi en aquella pensión cochambrosa -dije para eludir la cuestión-, temí lo peor.

María Coral me soltó la mano, suspiró y cerró los párpados sobre una lágrima incipiente.

– ¿Qué le ocurre?, ¿se siente mal? ¿Quiere que avise a la enfermera? -exclamé asustado y aliviado al mismo tiempo.

– No, no es nada. Estaba pensado en aquella pensión y en todo lo sucedido. Ahora parece tan lejano y, ya ves, sólo han pasado unas horas. Pensaba…, ¿qué más da?

– No, dígame lo que pensaba.

Giró la cabeza hacia la pared para que no la viera llorar, pero unos gemidos entrecortados la traicionaron.

– Pensaba que pronto tendré que volver ahí. Quisiera morirme…, ¡no te rías de mí, por favor!…, quisiera morirme aquí, en este hotel tan limpio, rodeada de personas tan buenas como tú.

No pude seguir oyendo: caí de rodillas junto al lecho y le tomé de nuevo la mano entre las mías.

– No diga eso, se lo prohíbo. No volverá jamás a esa pensión inmunda ni a ese cabaret ni a esa vida arrastrada que ha soportado hasta hoy. No sé cómo lo haré, pero alguna solución he de encontrar para que usted pueda llevar por fin la vida decente que merece. Si fuera preciso…, si fuera preciso, estaría dispuesto a todo por usted, María Coral.

Volvió la cara y me miró con tal dulzura que fueron mis ojos los que se arrasaron en lágrimas. Con la mano libre acarició mi pelo y mis mejillas y dijo:

– No hables así. No quiero que sufras por mi suerte. Bastante has hecho ya.

La puerta de la habitación se abrió y yo me incorporé de un salto. Lepprince y la enfermera entraron, y con ellos un hombre de edad, grueso, calvo y bien afeitado que olía a masaje facial. Lepprince me lo presentó como el doctor Ramírez.

– Ha venido a reconocer a María Coral.

El doctor Ramírez me dirigió una sonrisa franca.

– No se inquiete por la chica. Es fuerte y no tiene nada. Está un poco débil, pero eso se le pasará pronto. Ahora, si no le importa, tendrán que salir del cuarto. Le voy a dar un calmante para que duerma. Necesita reposo y comida sana: no hay mejor medicina en el mundo.

Lepprince y yo salimos del hotel. La lluvia se había detenido, pero el cielo seguía encapotado y el aire impregnado de humedad.

– Después de estas lluvias -dijo Lepprince- vendrá la primavera. ¿Te has fijado en los árboles? Están a punto de echar brotes.

Cortabanyes se reunió con Lepprince y ambos entraron en la biblioteca. El abogado estaba de excelente humor, pero no así el francés.

– Acabo de hablar con un votante -dijo Cortabanyes-. Un hombre influyente, dueño de una filatelia. Creo que se llama Casabona.

– No tengo idea de quién pueda ser.

– Tú le has invitado.

– No conozco al noventa por ciento de mis invitados y sospecho que tampoco ellos me conocen a mí -replicó Lepprince.

– Pues ése sí te conoce, y bien… Me ha preguntado cuándo serás alcalde para que le hagas unos favores.

– ¿Alcalde? Sí que corren las noticias. ¿Qué le has dicho?

– Nada concluyente. Pero convendría que le compraras unos sellos: hay que mimar a los electores -rió Cortabanyes.

Lepprince cortó la conversación del abogado con un gesto de impaciencia.

– ¿Has hablado últimamente con Pere Parells?

– No, ¿le ocurre algo?

– Ha venido a darme la lata con esa historia de las acciones -gruñó Lepprince.

Un camarero abrió la puerta de la biblioteca y se quedó inmóvil en el vano. Lepprince lo fulminó con la mirada.

– Perdón, señor. La señora desea saber si se puede servir la mesa.

– Dígale que si y no moleste -lo reexpidió Lepprince. Al abogado-: ¿Quién le habrá dicho una cosa semejante?

– ¿A Pere Parells? Yo no, por supuesto.

– Ni yo -dijo Lepprince tontamente-. Pero el caso es que algo ha oído y eso demuestra que hay filtraciones.

Cortabanyes se arregló la corbata y estiró los puños raídos de su camisa.

– ¿Qué le vamos a hacer? -dijo con absoluta calma.

– ¡No te consiento este tono, Cortabanyes! -rugió Lepprince.

Cortabanyes sonrió.

– ¿Qué tono, hijo?

– Cortabanyes, por el amor de Dios, no te ha gas el tonto. Los dos estamos metidos en esto hasta el cuello. Ahora no puedes abandonar..

– ¿Quién habla de abandonar? Vamos, vamos, serénate. Aquí no ha pasado nada. Reflexiona, ¿qué ha pasado? Parells ha oído un rumor; Casabona, el filatélico, ha oído otro. ¿Y qué? Ni tú eres alcalde ni las acciones de la empresa Savolta han salido a cotización. Sólo ha ocurrido eso: que dos bulos han circulado. Y nada más.

– Pero Parells les ha prestado crédito. Está furioso.

– Ya se le pasará. ¿Qué otro remedio le queda?

– Puede hacernos mucho daño, si se lo propone.

– Si se lo propone, sí, pero no se lo propondrá: Está viejo y solo. Desde que murieron Savolta y Claudedeu no tiene fuerza. Es sólo apariencia, créeme. Y nos conviene tenerle a nuestro lado. Da prestigio, todos le consideran. Es…, ¿cómo te diría?, la tradición, el Liceo, la Virgen de Montserrat.

Lepprince cruzaba y descruzaba las piernas y se retorcía los dedos sin dejar de mirar fijamente al abogado. Resopló y dijo:

– Está bien, ya estoy calmado. ¿Qué vamos a hacer?

– ¿Qué le has contestado cuando te ha venido con el cuento?

– Que era un imbécil y que se fuera a la mierda. ¡Sí, ya lo sé! No he sido diplomático, pero ya está hecho.

– Hijo, eres un cabezota -le reprendió bonachonamente Cortabanyes-, no mereces lo que tienes. Piensa que eres rico, una personalidad pública, no puedes agarrar una pataleta cada vez que algo o alguien te contraríe. Frialdad, hijo. Eres rico, no lo olvides: tienes que ser conservador ante todo. Moderación. No ataques, son ellos los que tienen que atacar. Tú sólo tienes que defenderte, y poco, no vayan a creer que los ataques te pueden dañar.

Lepprince abatió la cabeza y se quedó inmóvil. Cortabanyes le palmeó el hombro.

– ¡Ah, los jóvenes, tan impulsivos! -declamó-. Anda, levanta ese ánimo, que llaman a cenar. Eso nos sentará bien. Procura que Pere Parells ocupe un lugar preeminente en la mesa y muéstrate cortés. Luego te lo llevas aparte, le das coñac y un puro y te reconcilias con él. Si es preciso, le pides perdón, pero no tiene que salir de esta casa con la cabeza llena de nubes negras. ¿Lo has entendido?

Lepprince dijo que sí con la cabeza.

– Pues levántate, lávate la cara y vamos al comedor. No puedes llegar tarde a la cena: es tu fiesta. Y prométeme que no volverás a perder el control.

– Te lo prometo -dijo Lepprince con un hilo de voz.

Nemesio Cabra Gómez tenía hambre. Llevaba una hora vagando por las calles silenciosas y el frío se le había metido hasta los huesos. Pasó por delante de una tasca y se paró a fisgar a través de los cristales empañados de la puerta. Casi no se veía el interior a causa de la grasa y el vaho, pero se adivinaba el bullicio propio de la festividad. Era la noche de San Silvestre, la víspera de Año Nuevo. Contó el dinero que le quedaba y calculó que aún podía pagarse una cena discreta. La puerta se abrió para dar paso a un hombre tripudo y endomingado que salió con paso vacilante llevando del brazo a una mujer joven, de carnes frescas y abundantes y perfume incisivo. Nemesio Cabra Gómez se hizo a un lado y se ocultó en la sombra. Esfuerzo innecesario, pues el hombre no le habría visto aunque se hubiese arrojado a sus pies, ocupado como andaba en tenerse sobre sus piernas y en manosear a la mujer, que procuraba escurrir el cuerpo a las torpes caricias del cliente sin dejar de sonreír y fingir alegría. Pero lo que Nemesio no pudo evitar fue que la visión de la mujer le inundase los ojos y que su nariz se viese asaltada por el perfume sensual y el olor a pescado frito que salía de la tasca.

Aquellas tentaciones pudieron más que su reserva. Empujó la puerta y entró. La tasca era una olla de grillos. Todo el mundo hablaba a la vez, los borrachos cantaban, cada cual a su aire y a pleno pulmón, con la pretensión de hacerse oír y la tenacidad propia del borracho. Nemesio contempló el espectáculo desde la entrada: nadie pareció advertir su presencia, las cosas se presentaban bien. Pero pronto los hechos vinieron a contradecir su optimismo. Las voces fueron atenuándose poco a poco, callaron los borrachos y en cuestión de segundos el silencio más absoluto se adueñó del local. Más aun: los parroquianos, que se apiñaban en torno a la barra, fueron apartándose a uno y otro lado del establecimiento hasta dejar una calle flanqueada de rostros expectantes, a un extremo de la cual estaba Nemesio y al otro un tipo barbudo y musculoso, vestido con una sucia zamarra y boina vasca.

Nemesio Cabra Gómez no necesitó más datos para deducir que su situación no era la deseada. Dio media vuelta, abrió la puerta y apretó a correr. El hombre de la zamarra y la boina salió tras él.