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– ¡Nemesio! -aulló con un vozarrón que parecía un cañonazo-. ¡Nemesio, no escapes!

Nemesio galopaba por las calles sorteando viandantes y saltando obstáculos, sin volver la cabeza, seguro de que le perseguía el de la zamarra y de que le perseguiría hasta ponerle la mano encima. Forzó la marcha, recibió un cubo de agua sucia arrojado desde una ventana, perdió un zapato. Las fuerzas le abandonaban, los pulmones le ardían. Oyó de nuevo el vozarrón.

– ¡Nemesio! ¡Es inútil que corras, te atraparé!

Aún dio media docena de zancadas, se le nubló la vista, se agarró a un poyo y resbaló lentamente hasta sentarse en el suelo. El hombrachón de la zamarra llegó a su lado resoplando, lo agarró por los hombros y tiró de él hasta ponerlo en pie.

– ¿Te querías escapar, eh?

Cada vez que le soltaba se le arrugaban las piernas y se caía. El coloso de la boina se sentó en el poyo y esperó a que Nemesio recobrase el aliento. Mientras esperaba se abrió la zamarra para sacar un pañuelo de hierbas con el que enjugarse el sudor, y al hacerlo dejó entrever la culata negra de un pistolón.

– Yo no hice nada, lo juro por la Santísima Trinidad -resollaba Nemesio abrazado al poyo-. No tengo nada de qué avergonzarme.

– ¿Ah, no? ¿Y por qué corrías? -espetó el de la zamarra.

Nemesio aspiró una bocanada de aire y encogió los hombros.

– Hay mucha mala fe en estos tiempos.

– Ya nos lo contarás más tarde. Ahora levántate y ven conmigo. Ah, y cuidado con hacer tonterías. La próxima vez que intentes escapar te descerrajo un tiro. Ya lo sabes.

III

Lepprince estaba en lo cierto: la primavera se anunciaba insuflando en el aire esa fragancia que tiene algo del vértigo placentero de la locura. Durante dos días (ahora, en el recuerdo, los más bellos de mi vida) acudí al hotel de la calle Princesa a visitar a María Coral. El primer día le llevé flores. Me río ahora al recordar cuántas dudas, cuántas vacilaciones tuve que vencer, cuánta osadía tuve que reunir para comprar aquel modesto ramillete y con qué rubor se lo entregué, temeroso de parecer almibarado y cursi, de que las flores no fueran de su agrado, de que suscitaran en ella un mal recuerdo contraproducente, de que hubiera recibido ya otro ramo mayor, más caro (de Lepprince, naturalmente), y mi obsequio sólo sirviera para evidenciar mi pobreza, mi subordinación. Y se me hace un nudo en la garganta reviviendo la escena de la entrega, rememorando la gravedad con que lo recibió, sin burla ni encono, con una sencilla gratitud que se revelaba no tanto en sus palabras como en sus ojos grandes, luminosos, y en sus manos, que cogieron el ramo y lo acercaron a su rostro y luego, posándolo en la cama, tomaron las mías y las estrecharon breve pero expresivamente. Hablamos poco; nada o demasiado tenia que decirle para sobrellevar una conversación; me fui, estuve paseando hasta muy tarde. Recuerdo que estaba triste, que maldije mi suerte, que era feliz.

Volví al día siguiente. Mis flores, en un tarro de cristal, presidían un bargueño. María Coral tenía buen aspecto y estaba muy animada. Me contó que le habían prohibido tener las flores en el cuarto desde el atardecer hasta la madrugada, porque las flores, en la oscuridad, se comen el oxígeno del aire. Yo ya lo sabía, pero se lo dejé contar con todo lujo de detalles. Le traía unos bombones. Protestó de que hiciera tanto gasto, abrió la caja, me ofreció, comí uno. Llegó el doctor Ramírez y se zampó tres en un instante. Con la boca llena de chocolate tomó el pulso a la enferma, sonrió.

– Estás mejor que yo, criatura.

Le dijo que se incorporase y se abriera el camisón para auscultarla. Salí al pasillo y aguardé al médico, que me confirmó el diagnóstico: María Coral estaba bien, podía dejar la cama cuando quisiera, llevar vida normal, volver al trabajo, si era su deseo. Aquellas palabras, lejos de alegrarme, se me clavaron como puñales. Abrevié la visita y volví a mi casa, pues quería pensar, pero mi cabeza era un torbellino. Hice mil proyectos descabellados sin abordar el núcleo de la cuestión. Dormí poco, mal y fragmentariamente. Por la mañana el pesimismo teñía mis ideas. Como suele suceder cuando se ha pasado una noche intranquila. En el trabajo me comporté como un patán: entendía las cosas al revés, perdía los papeles, tropezaba con los muebles. Cortabanyes era el único que no parecía darse cuenta de mi trastorno. Los demás me miraban con curiosidad, pero, escarmentados, callaban y enmendaban mis estropicios. Apenas acabó la jornada corrí al hotel. El viejo recepcionista me detuvo en el vestíbulo.

– Si viene a ver a la señorita enferma, no suba. Se marchó al mediodía.

– ¿Que se ha ido? ¿Está usted seguro?

– Claro, señor -exclamó el recepcionista simulando que mis dudas le ofendían-, no le diría una cosa por otra.

– ¿Y no ha dejado una nota para mí? Me llamo Miranda, Javier Miranda.

– La señorita no ha dejado recado para nadie.

– Pero, dígame, ¿se fue sola? ¿Vino alguien a buscarla? ¿Dejó dicho dónde iba?

El recepcionista hizo gesto de disculpa.

– Perdone, señor, pero no estoy autorizado a revelar nada que concierna a los clientes del hotel.

– Es que… este caso es distinto, puede ser importante, hágame el favor.

– Lo siento, señor, ya le he dicho que la señorita no dejó ningún recado -repitió con una cazurrería que me resultó sospechosa.

Reflexioné aprisa, sin saber muy bien sobre qué reflexionaba.

– ¿Puedo hacer una llamada telefónica? -dije por fin.

– No faltaría más, señor -respondió el viejo con la condescendencia del que, no habiendo cedido en lo más, se complace en ceder en lo menos-, aquí tiene.

El recepcionista se alejó unos pasos y yo llamé a Cortabanyes para pedirle la dirección o el teléfono de Lepprince. Dudaba que me lo diera, pero estaba dispuesto a obligarle como fuera, si bien ignoraba qué tipo de presión podía yo ejercer sobre el abogado. Mis propósitos, en cualquier caso, resultaron vanos, porque nadie respondió. Colgué, saludé y salí a la calle. Lo primero que se me ocurrió fue ir directamente al cabaret. ¿Para qué? ¿Qué haría una vez localizase a María Coral? Lo pensé, pero no perdí el tiempo buscando respuestas a lo que no las tenía. Caminé unos pasos. Un automóvil se puso a mi lado y una voz conocida me llamó.

– Señor, eh, señor.

Me volví: era el chauffeur de Lepprince y me hacía señas desde la ventanilla del vehículo. Las cortinas de la limousine estaban echadas, por lo cual supuse que su dueño iba dentro. Me detuve.

– Suba, señor -me indicó el chauffeur.

Así lo hice y me encontré sentado en una lujosa caja de piel granate, iluminada por una lamparilla a cuya luz oscilante distinguí el rostro sonriente y la elegante figura de Lepprince. El automóvil se había puesto en marcha de nuevo.

– ¿Qué ha sido de María Coral? -pregunté.

– Hola, Javier. Éste no es modo de empezar una conversación entre amigos, ¿no te parece? -me reconvino el francés con su sempiterna sonrisa benévola.

Nemesio Cabra Gómez empezó a caminar seguido del coloso de la boina, que no le quitaba los ojos de encima. Se internaron por callejas oscuras que Nemesio, habituado a los bajos fondos, reconocía sin dificultad. Aquello le inquietó, pues significaba que a su raptor no le importaba que más adelante Nemesio pudiera rehacer el camino y localizar el sitio al que le conducía, y ello sólo podía tener una justificación: que no pensaba darle semejante oportunidad.

Buscó con la mirada un reloj: las calles por las que transitaban no estaban concurridas, pero se oía ruido de fiestas en figones y patios. Si dieran las doce, la gente inundaría la calzada para felicitarse, beber y celebrar el Año Nuevo. Aquella sería una hipotética posibilidad de fuga. ¿Dónde diablos había un reloj? Pasaron junto a una iglesia y Nemesio alzó los ojos: en la torre del campanario resaltaba la esfera blanca con números romanos. Las saetas señalaban las once. Este detalle habría de servirle más adelante en sus deducciones. El coloso de la boina le dio un empujón.

– Ya rezarás cuando sea el momento -le dijo.

Nemesio ramoneaba para ganar tiempo a riesgo de recibir más empellones, pero sus esfuerzos se revelaron inútiles. Llegados delante de un establecimiento a la sazón cerrado, el coloso le ordenó:

– Llama: dos golpes, una pausa y otros tres.

– Escucha, Julián, estás en un error. Todo esto se debe a un malentendido. Yo no soy lo que pensáis.

– Llama.

– Piensa que vas a echar un lastre sobre tu conciencia si no atiendes a razones. ¿Quieres ser un Caifás?

– Si no llamas, llamaré yo usando tu cabeza como picaporte.

– ¿No me quieres escuchar?

– No.

Nemesio Cabra Gómez llamó como su raptor le había indicado y a poco se alzó una cortina de hule, un rostro ceñudo indagó la identidad de los recién llegados y 1a puerta se abrió haciendo tintinear unas esquilas que pendían del dintel. Nemesio se encontró en lo que parecía el estudio de un fotógrafo. En un extremo del local había una máquina de fuelle colocada sobre un trípode. De la máquina colgaba una manga negra y una pera suspendida de un cable. Al otro extremo del estudio se distinguía una silla majestuosa, una columna dorada, unas palomas disecadas y varios manojos de flores de papel. De las paredes colgaban retratos que la oscuridad no permitían ver con precisión, pero que sugerían parejas de novios y niños de primera comunión. Los tres hombres no hablaron. El que había respondido a la llamada dejó caer la cortina, encendió una cerilla y condujo a los recién llegados a una escalera estrecha oculta al público por un corto mostrador. Descendieron por la escalera, se apagó la cerilla, continuaron á tientas y desembocaron en una estancia que hacía las veces de laboratorio fotográfico a juzgar por las jofainas llenas de líquidos turbios y otros utensilios propios de la profesión. A una mesa sobre la que brillaba una lámpara de petróleo se sentaban dos hombres, los mismos que diez días antes habían sostenido con Nemesio Cabra Gómez una misteriosa conversación en la trastienda de una taberna. Nemesio les conocía y ellos le conocían a él. El coloso de la boina, a quien todos llamaban Julián, empujó a Nemesio hasta la mesa y se sentó junto a sus compañeros. El que les había franqueado la entrada ocupó también su asiento. Los cuatro miraban al prisionero y nadie decía una palabra. Nemesio perdió la sangre fría.