– No me miréis así. Sé lo que estáis pensando, pero no hay que fiarse de las apariencias.
– La gallina que canta es la que ha puesto el huevo -dijo uno de los hombres.
– Miradme bien, hace años que me conocéis -insistió Nemesio midiendo con los ojos el espacio que le separaba de la escalera (excesivo para salvarlo sin recibir antes un tiro)-,soy un muerto de hambre, un pobre de solemnidad. Mirad mis costillas -se levantó los andrajos y dejó ver un pellejo fláccido y un costillar prominente-, se pueden contar todos mis huesos, como dicen los Libros Sagrados del Señor. Y ahora, decidme, ¿viviría como vivo, pasaría el hambre que paso si fuera un confidente de la Patronal? ¿De qué me serviría granjearme vuestra enemistad, traicionar a los míos y atraer venganzas? ¿Qué han hecho ellos por mí? ¿Qué le debo a la policía?
– Cállate de una vez, cotorra -le dijo Julián-. No has venido a declamar, sino a contestar unas preguntas.
– Y a responder de tus actos -añadió otro que, por sus maneras, parecía el jefe.
Un sudor frío empapó el fláccido pellejo de Nemesio. Volvió a medir distancias, intentó reconstruir mentalmente los objetos diseminados por el estudio fotográfico y que, llegado el momento, podían entorpecer su huida, trató de recordar si al entrar habían cerrado con llave la puerta del establecimiento. Era demasiado aventurado y se dijo para sus adentros que no compensaba el riesgo.
– Cuéntanos qué sucedió -le dijeron-, pero no mientas ni ocultes nada…, ya sabes por qué.
– Juro por el Altísimo que lo que os dije era la verdad. No tengo nada que añadir salvo lo que ya sabéis: que lo mataron.
El hombre cuyo rostro cruzaba un chirlo dio un manotazo en la mesa que hizo bailar vasijas y jofainas.
– ¿Pero quién mató a Pajarito de Soto? -dijo.
Nemesio Cabra Gómez esbozó un gesto de disculpa.
– No lo sé.
– ¿Por qué viniste a preguntar por él?
– Un caballero de aspecto distinguido vino a mi encuentro hace aproximadamente dos semanas. Yo no le conocía, pero él a mí sí. No dijo quién era. Me aseguró que no tenía nada que temer, que no era policía ni enlace de la Patronal, que le repugnaba la violencia y que sólo quería evitar un acto execrable y desenmascarar a unos malvados.
– ¿Y tú le creíste?
– También vosotros me creísteis a mí.
– Eso es cierto -dijo el del chirlo, que parecía, con todo, el más ecuánime-. Continúa.
– El distinguido caballero me preguntó si conocía a Domingo Pajarito de Soto (que en paz descanse) y yo le respondí que no, pero que no era problema para mí averiguar su paradero. «En eso confío», dijo el distinguido caballero, y yo: «¿Para qué lo quiere?» «Tengo motivos fundados para creer que corre peligro.» «Pues, ¿qué ha hecho?» «Lo ignoro», dice él, «y eso es precisamente lo que tú tienes que averiguar». «¿Por qué yo precisamente?, ¿por qué no la policía?» «Yo soy el que hace las preguntas», dice él, «pero te diré que no tengo aún razones suficientes para acudir a la fuerza pública y, por otra parte…» «¿Qué?», le digo. «Nada.» Y guardó un sombrío silencio. Viendo que no proseguía, le pregunté: «¿Y qué tengo que hacer una vez localice a ese Pajarito de Soto?» «Nada.», repitió él. «Síguele a todas partes y mantenme informado de sus actividades.» «¿Y cómo me pondré en contacto con usted?» «El día de Nochebuena, a las seis y media, me esperas en la puerta de El Siglo. ¿Habrás tenido tiempo de dar con mi hombre?» «Descuide usted, señor.» Convinimos un precio, no muy alto, a decir verdad, y nos separamos.
– ¿Quién era ese distinguido caballero? -preguntó el del chirlo.
– No lo sabia entonces ni lo sé ahora. Que me quede ciego si miento -conjuró Nemesio.
– ¿Y tú que te las das de saberlo todo no has podido hacer indagaciones? -dijo con sorna el Julián.
– Ya sabéis en qué círculos me muevo. Ese caballero pertenece a otra esfera donde yo, pobre de mí, no tengo ni tendré contactos así viva mil años. ¿Me puedo sentar? No he cenado.
– Sigue de pie. Ya te llegará la hora del descanso.
Un escalofrío recorrió el espinazo de Nemesio Cabra Gómez, pero una cierta tranquilidad se iba apoderando de él al margen de los sobresaltos: aquellos conspiradores parecían más dispuestos al diálogo que a la acción.
– ¿Continúo?
– Sí.
– Nunca en mi vida había oído hablar del tal Pajarito de Soto, así que pensé que seria nuevo en estos andurriales. Después de interrogar aquí y allá di con vosotros y me disteis razón.
– Porque nos aseguraste que querías prevenirle de un mal.
– Y así era.
– Pero apenas le echaste el ojo, le mataron.
– Llegué tarde, por lo visto.
– Embustero -atajó el Julián.
– ¡Callar! -ordenó el del chirlo. Y a Nemesio-: Y tú escucha. Pajarito de Soto era un imbécil que nos planteó más quebraderos de cabeza que otra cosa. Pero era un hombre de buena voluntad y trabajaba por la causa. No podemos dejar impune su muerte. Nos sería muy fácil acabar contigo, pero eso no serviría de nada, porque al que le mató le daría risa. Tenemos que apuntar más alto, ¿entiendes? Tenemos que apuntar a la cabeza, no a los pies. Hay que descubrir quién le hizo matar y tú lo vas a descubrir.
– ¿Yo?
– Sí -dijo el del chirlo con una calma mortal-, tú. Escucha y no me interrumpas. Hasta hoy nos has vendido a los ricos por dinero, pero ahora las tornas han cambiado: esta vez los vas a vender a ellos y el precio es tu vida. Te damos una semana. Fíjate bien, una semana. No falles y, sobre todo, no intentes engañarnos. Eres más listo de lo que aparentas, te mueves bien entre putas y vagos, pero no nos confundas ni te confíes: nosotros no somos de esa ralea. Dentro de siete días nos volveremos a encontrar y nos dirás quién lo hizo y por qué, qué pasó con la empresa Savolta y qué se cuece en esa olla. Si haces lo que te decimos, no te ocurrirá nada, pero si no, si pretendes engañarnos, ya sabes lo que te aguarda.
Como sellando las palabras del hombre del chirlo todos los relojes de la ciudad dieron las doce. Aquellas campanadas habían de resonar durante muchos años en la cabeza de Nemesio Cabra Gómez. Las calles se poblaron de algazara; se oían trompetas, pitos, zambombas y carracas; a lo lejos, en los barrios residenciales, petardeaban unos fuegos de artificio.
– Vete ya -dijo el del chirlo.
Nemesio Cabra Gómez saludó a la concurrencia y abandonó el local.
– Así que pronto tendremos un pequeño Lepprince -gorjeó la señora de Parells.
Arracimadas en el saloncito de música, las señoras que preferían el comadreo al baile sorbían limonada o jerez dulce. Las mejillas de María Rosa Savolta pasaban del blanco de la nieve al rojo carmesí. Del corro de las damas brotaba una cascada de comentarios, consejos y parabienes.
– Con los padres tan guapos, ¡será una preciosidad!
– Has de comer mucho, hijita, estás en los huesos.
– Mira que si son mellizos…
– A mí me diréis lo que queráis, pero este niño será catalán por los cuatro costados.
María Rosa Savolta, aturdida por el griterío y los besuqueos, rogaba silencio sin dejar de reír.
– ¡Bajen la voz, por lo que más quieran! Se va a enterar mi marido.
– ¿Cómo?, ¿es que aún no le has dicho nada?
– Le guardo la sorpresa, pero, por Dios, no quisiera que alguien se me adelantara.
– Descuida, hija, que de aquí no saldrá -vocearon todas a coro.
Un hombre se había deslizado subrepticiamente en el serrallo y callaba sonriente. El abogado Cortabanyes tenía por costumbre frecuentar las reuniones femeninas, porque sabía que, a fuerza de tesón y paciencia, uno podía enterarse de muchas cosas. Aquella noche su teoría se había mostrado cierta. El abogado rumiaba croquetas y calibraba las consecuencias de lo que acababa de serle revelado. Una señora cubierta de plumas de avestruz le dio un sopapo con el abanico.
– ¡Conque nos estaba usted espiando, pillín!
– Yo, señora, vine a presentarles a ustedes mis respetos.
– Pues tiene usted que darnos su palabra de caballero de que no dirá nada de lo que ha oído.
– Lo consideraré un secreto profesional -dijo Cortabanyes, y dirigiéndose a María Rosa Savolta-: Permítame ser el primero de mi sexo que le felicite, señora de Lepprince.
El abogado se inclinó para besar la mano de la futura madre y, llevado de su volumen extraordinario, se derrumbó en el sofá, aplastando con su abdomen a María Rosa Savolta, que chilló asustada y divertida. Las damas acudieron en socorro de su anfitriona y tirando unas de los brazos de Cortabanyes, otras de las piernas y otras de los faldones de su astroso frac, lograron despegarlo del sofá y enviarlo contra el piano, sobre el que cayó de manos y boca haciendo sonar todas las teclas. Se renovaron los tirones, se repitió el juego y así el abogado, dócil y redondo como una pelota, pasó de mano en mano por el corro, para regocijo de las señoronas.
La limousine recorría las calles sin que las cortinillas me permitieran ver el trayecto que seguíamos. Lepprince me ofreció un cigarrillo y fumamos sin cruzar una frase durante buena parte del recorrido. En un momento dado, los ronquidos del motor y la inclinación del automóvil me hicieron suponer que habíamos iniciado una cuesta pronunciada.
– ¿Dónde estamos? -pregunté.
– Ya falta poco -contestó Lepprince-, pero no te inquietes, que no es un secuestro.
Al tomar una curva caí sobre Lepprince. La fuerza de la gravedad me restituyó a mi posición vertical para arrojarme acto seguido al extremo contrario del asiento. Levanté la cortinilla y no vi más que noche, matorrales y pinos.
– ¿Estás satisfecho? -dijo Lepprince-, pues vuelve a bajar la cortina. Me gusta viajar de incógnito.
– Estamos en el campo -dije yo.