– Eso salta a la vista -dijo él.
Al cabo de un rato y no sin antes habernos sometido a un continuo vaivén de curvas y frenazos, el automóvil se detuvo y Lepprince me hizo señas de que habíamos llegado. El chauffeur abrió la puerta y oí una música de violines que interpretaban un vals. En mitad del campo, sí.
– ¿Qué es esto? -pregunté.
– El Casino. Baja -dijo Lepprince.
Era estúpido que no se me hubiera ocurrido antes. La verdad es que yo no había estado nunca -ni soñé que podría estar alguna vez- en el Casino del Tibidabo, pero, por supuesto, conocía el lugar. A menudo me había extasiado contemplando a lo lejos, en la colina, sus cúpulas señoriales, sus luces; imaginando el ambiente, calculando la cuantía de las puestas en la ruleta, en las mesas de póker y baccará.
– ¿Tienes alguna objeción? -preguntó Lepprince.
– Oh, no, en absoluto -me apresuré a decir.
Entramos en el Casino. El personal parecía conocer bien a Lepprince y él, a su vez, les saludaba llamándoles por sus nombres de pila. Envueltos en una nube de criados fuimos conducidos al comedor, donde nos aguardaba una mesa reservada en un rincón discreto. Lepprince eligió el menú y los vinos sin consultarme, como tenía por costumbre, y mientras esperábamos que nos sirvieran se interesó por mí, por mi trabajo y por mis proyectos.
– Me dijeron que te habías vuelto a tu tierra, a Valladolid, ¿no es así? Temí que fuera cierto y que no volviéramos a vernos. Por fortuna, veo que recapacitaste. ¿Sabes una cosa? Creo que Barcelona es una ciudad encantada. Tiene algo, ¿cómo te diría?, algo magnético. A veces resulta incómoda, desagradable, hostil e incluso peligrosa, pero, ¿qué quieres?, no hay forma de abandonarla. ¿No lo has notado?
– Quizá tenga usted razón. Yo, por mi parte, volví porque me di cuenta de que allá no tenía nada que hacer. No es que aquí tenga mucho, lo admito, pero, al menos, conservo cierta libertad de acción.
– No lo dices con alegría, Javier. ¿Te van mal las cosas?
Pensé que se interesaba por mis asuntos por mera cortesía y que no era aquél el objeto de nuestra entrevista, pero su interés parecía tan genuino y yo estaba tan necesitado de un amigo a quien confiar mis problemas, que se lo conté todo, todo cuanto me había sucedido desde la última vez que nos vimos, antes de su boda, todo lo que había pensado, deseado, esperado y sufrido inútilmente. Mi relato duró el tiempo que invertimos en cenar y callé cuando trajeron la nota, que Lepprince firmó sin mirar. Pasamos luego a un salón contiguo donde nos sirvieron café y coñac.
– Todo lo que me acabas de contar, Javier, me entristece profundamente -dijo él anudando el hilo roto de la charla-: yo no tenía la menor idea de que tu situación fuera tan penosa. ¿Por qué no recurriste a mí? ¿Para qué sirven los amigos?
– Ya lo intenté; fui a verle a su casa, pero el portero me dijo que se habían mudado y no supo o no quiso darme su nueva dirección. Pensé localizarle por medio de Cortabanyes o escribirle a la fábrica, pero temí molestarle. Usted no daba señales de vida y sospeché que deseaba cortar nuestras relaciones…
– ¿Cómo puedes decir una cosa semejante, Javier? Me ofendería si creyera que sientes lo que dices -hizo una pausa, paladeó el coñac, se reclinó en el butacón y cerró los ojos-. Sin embargo, no te falta razón. Reconozco haberme portado mal. A veces, sin querer, uno comete pequeñas injusticias -su voz se hizo un susurro-. Perdóname.
– Por favor…
– Sí, sé lo que me digo. Te arrinconé sin darme cuenta, fui desleal. Y la deslealtad es mala cosa, te lo digo yo. Déjame al menos que te dé una explicación. No, no me interrumpas, quiero dártela -se detuvo a encender un cigarro y luego prosiguió en voz más baja-. Ya sabes que al casarme con María Rosa Savolta pasé a ser el titular, no legalmente pero sí de hecho, de las acciones de la empresa que el difunto Savolta había legado a su hija. Estas acciones, unidas a las que yo ya tenía, me convirtieron en el virtual propietario de la empresa, máxime teniendo en cuenta que Claudedeu, al morir, dejó las suyas a su esposa, una mujer mayor y medio sorda, incapaz de intervenir en el mundo de los negocios. Esto, que por una parte tiene las ventajas que ya puedes suponer, implica por otra parte un cúmulo de responsabilidades y un volumen de trabajo verdaderamente agobiantes. Y no es esto sólo. Hay otra razón, menos sólida pero no menos reaclass="underline" al casarme con María Rosa mi posición social varió, entré a formar parte de una de las familias más renombradas de la ciudad y pasé de ser un extranjero advenedizo a ser un hombre público con todos los compromisos sociales que ello acarrea y que a veces, lo confieso, son un fardo mayor que las responsabilidades empresariales de que te hablaba.
Sonrió, dio una larga chupada al cigarro y dejó salir el humo lentamente.
– Han sido unos meses duros, Javier, difíciles de sobrellevar. Pero las aguas vuelven a su cauce. Me siento cansado y necesito un respiro, quiero volver a vivir mi vida, quiero ver de nuevo a los viejos amigos de antes, reanudar nuestras charlas, nuestras cenas, ¿te acuerdas?
Se me hizo un nudo en la garganta y no pude articular sonido alguno. Hice un gesto afirmativo con la cabeza.
– Y empezaré por ocuparme de ti, pierde cuidado. Pero antes… -me miró a los ojos fijamente; yo sabía que por fin íbamos a tocar el objeto de nuestra entrevista y contuve la respiración. El corazón me latía con fuerza, tenía las manos frías, húmedas de transpiración. Bebí un sorbo de coñac para tranquilizar los nervios-. Pero antes quiero pedirte un consejo. Ya sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
– A María Coral, supongo -dije yo.
– En efecto -dijo él. Calló un rato y cuando habló de nuevo percibí en su voz un tono ligeramente grandilocuente y falso, ese tono que vibra en la voz de los actores cuando se levanta el telón y empiezan a recitar el libreto-. Empecemos por el principio -añadió-. ¿Te ha contado María Coral su historia? ¿No? Es natural. El orgullo se lo impide. ¡Pobre infeliz! A mí tampoco quiso decirme nada, pero le fui sonsacando hasta saberlo todo. Cuando yo la dejé… -hizo un gesto con la mano abierta, como apartando de sí un recuerdo-. Ahora me doy cuenta de que obré de un modo innoble, pero ¿qué le vamos a hacer? Era yo muy joven, aunque me creyera ya un hombre -suspiró y continuó sin transición-. María Coral se reunió de nuevo con sus partenaires, los dos forzudos, ya sabes. Siguieron actuando en diversas ciudades, en espectáculos de ínfima categoría, en fiestas mayores, ¡qué sé yo!, hasta que a los dos matones les metieron en la cárcel por alguna fechoría que cometieron: un pequeño hurto, una reyerta. María Coral tuvo que abandonar la población y siguió actuando sola. Cuando sus compañeros salieron de presidio decidieron abandonar el país. Recordarás que antaño solían intervenir en asuntos de tipo social, un tanto comprometidos. Es posible que al detenerlos se airease su historial y ellos, por temor a verse involucrados en un escándalo, o quizás incitados por la propia policía, consideraran más prudente poner tierra por medio. No dijeron nada a María Coral que, de todas formas, tampoco habría podido acompañarles por ser menor de edad. Así que la pobre tuvo que seguir ganándose la vida sin ayuda ni protección. En su gira llegó a Barcelona, donde tú la encontraste, medio muerta de hambre y enferma. Y aquí acaba esta breve y triste historia.
– ¿Acaba? -pregunté yo seguro de que Lepprince entendería el sentido de mi pregunta.
– De eso tenemos que hablar -dijo saltando de la melancolía al terreno práctico-. Tú sabes que yo, en cierto modo, tengo contraída una deuda con María Coral. No es una deuda formal, claro está, pero ya te dije antes que la deslealtad me resulta odiosa. Quiero ayudarla, pero no sé cómo.
– Bueno, con su posición y su fortuna no ha de serle difícil.
– Más de lo que tú supones. Naturalmente, no me costaría nada darle un poco de dinero y despacharla, pero, ¿qué conseguiríamos con eso? El dinero se gasta con rapidez en estos tiempos. Al cabo de unos meses o de un año a lo sumo las cosas volverían a estar como están ahora y no habríamos ganado nada. Por otra parte, María Coral es una niña; no es sólo dinero lo que necesita, sino protección. ¿Estás de acuerdo?
– Sí -fue lo único que pude decir.
– Entonces, ¿qué? ¿Mantenerla, montarle un piso, una tiendecita? No, imposible. No puedo. Todo se sabe a la larga, y ¿quién creería que mi generosidad es desinteresada? Soy un hombre casado, una personalidad pública. No puedo verme envuelto en murmuraciones. Piensa en mi mujer, a la que adoro. ¿Qué pensaría si supiera que mantengo a mis expensas a una menor con la que mi nombre ya anduvo mezclado de soltero? Ni hablar.
– ¿Por qué no le busca trabajo? Así ella podría ganarse la vida honradamente -propuse yo con mi mejor buena fe.
– ¿Un trabajo? ¿A María Coral? -Lepprince se rió por lo bajo-. Reflexiona, Javier, ¿qué clase de trabajo podría darle? ¿Qué sabe hacer María Coral, aparte de dar volteretas? Nada. Entonces, ¿dónde la meteremos? ¿De fregona?, ¿en una fábrica, en un taller? Ya sabes cuáles son las condiciones de trabajo en esos sitios. Casi sería mejor que continuara en los cabarets.
Era verdad, no podía imaginarme a María Coral sometida a un horario agotador, a la disciplina férrea, a los abusos de los capataces. La sola idea me sublevaba y así se lo dije a Lepprince, quien se limitó a sonreír, a fumar en silencio y a mirarme con cariño e ironía. Como yo no decía nada, y adivinando mi desconcierto, añadió al cabo de un rato.
– Parece que se nos cierran todas las puertas, eh? -y yo adiviné por el tono de su voz que habíamos llegado adonde él quería ir.
– ¿A qué tanto misterio? -dije-. Estoy seguro de que ya trae usted pensada la solución.
Volvió a reírse por lo bajo.
– No trato de ser misterioso, querido Javier. Sólo quería que siguieras el curso de mis pensamientos. Sí, he pensado una solución, y esa solución, para decirlo todo sin rodeos, eres tú.
Me atraganté con el coñac.
– ¿Yo? ¿Y qué puedo hacer yo?
Lepprince se inclinó hacia delante sin dejar de mirarme a los ojos y posó su mano en mi antebrazo.
– Cásate con ella.
Nadie ignora que entre la gente honrada y los delincuentes sólo existe un nexo de unión, y que ese nexo de unión es la policía. Nemesio Cabra Gómez no era tonto y sabia que si los de arriba podían hacer llegar su brazo hasta los de abajo por medio de la policía, también los de abajo podían recorrer el mismo camino en sentido inverso, bien que con mucho esfuerzo y una buena dosis de tacto. Así pues, tras mucho vacilar, llegó a la conclusión de que sólo podía dar la información que le exigían a cambio de su vida si la propia policía se la proporcionaba. El plan que urdió conllevaba mucho riesgo, pero lo que había en juego no admitía titubeos, de modo que, a primera hora de la mañana siguiente, día uno de enero, Nemesio Cabra Gómez se personó en la Jefatura y pidió ver al comisario. Nemesio tenía conocidos en Jefatura. Cuando la necesidad o las amenazas le empujaban a ello, no vacilaba en hacer pequeños servicios a la -autoridad, si bien, hasta entonces, no se había metido nunca en cuestiones políticas, desarrollando sus actividades prudentemente en el terreno de la pequeña delincuencia callejera que a nada le comprometía. Hasta ese momento las cosas le habían ido bien, y, si no se había granjeado el respeto de nadie, había logrado al menos que los policías y hampones le dejaran en paz.