– Buenos días y feliz Año Nuevo, agente -dijo al entrar.
El agente le miró con desconfianza.
– Soy Nemesio Cabra Gómez y no es la primera vez que vengo a esta casa.
– Eso se nota -dijo el agente con sorna.
– No me interprete mal. Quiero decir que he prestado en ocasiones buenos servicios a la fuerza pública -corrigió Nemesio con humildad.
– ¿Y ahora qué quieres? ¿Prestar otro servicio?
Nemesio dijo que sí con la cabeza.
– Bueno, ¿de qué se trata?
– De algo importante, agente. Permítame, con todos los respetos, que reserve mi información para otras jerarquías.
El agente ladeó la cabeza, entornó los párpados, enarcó las cejas y se mesó el mostacho.
– El Ministro del Interior está en Madrid -fue la respuesta.
– Quiero hablar con el comisario jefe de la Brigada Social -atajó Nemesio al ver que no cesaba el pitorreo.
– ¿El comisario Vázquez?
– Sí.
El agente, cansado de palique, se encogió de hombros.
– Segundo piso. Supongo que no traes armas.
– Regístreme si quiere. Soy hombre de paz.
El agente le cacheó, hizo una seña con el pulgar hacia atrás y Nemesio se dirigió al segundo piso. Allí preguntó por el comisario Vázquez. El secretario le dijo que aún no había llegado, pero tomó nota de su nombre y le rogó que aguardara en el pasillo. Al cabo de mucho rato llegó el comisario. Traía cara de malas pulgas. Pasó un rato más y por último el secretario le hizo entrar en un despacho amplio pero destartalado, al que la luz de un día claro de invierno iluminaba con opacidad oficial. Los pormenores de la entrevista que sostuvieron el comisario Vázquez y Nemesio Cabra Gómez han quedado transcritos en otra parte de este relato.
– ¿Casarme? -dije yo-, ¿casarme con María Coral?
– No levantes la voz. No hace falta que se entere todo el mundo -susurró Lepprince sin perder la sonrisa.
Por fortuna, la orquesta seguía tocando y mis palabras se diluyeron en la música. Nadie parecía prestarnos atención.
Después de mi brusca reacción guardé silencio. La propuesta me parecía totalmente absurda y, de no proceder de Lepprince, la habría desechado sin pensar. Pero Lepprince no hacia nunca las cosas a la ligera y si me había hablado en aquellos términos, era porque antes lo había meditado fríamente, hasta el último detalle. Con esta certidumbre, preferí no zanjar el asunto, conservar la calma y dejar que expusiera sus argumentos.
– ¿Por qué habría de casarme yo con ella? -le pregunté.
– Porque la quieres -fue la respuesta.
Si la cúpula del Casino se hubiera derrumbado sobre mi cabeza no me habría dejado más conmocionado ni más estupefacto. Estaba preparado para oír cualquier razón, cualquier sugerencia, pero aquello…, aquello rebasaba los límites de lo previsible. Mi primera reacción fue, como ya he dicho, de absoluto estupor. Luego me invadió una repentina indignación y, por último, volví a sumirme en una suerte de parálisis; pero esta vez la consternación no venía motivada por lo insólito de las palabras de Lepprince, sino por lo que había en ellas de revelación. ¿Sería cierto? ¿Sería el amor el sentimiento avasallador que me había impulsado a buscar a María Coral, el impulso irresistible que me arrastró al cabaret, a la pensión, a su lóbrego dormitorio, contra toda lógica., con la insensatez de una fuerza de la naturaleza? Y la angustia de los últimos días, mis dudas, mi timidez ridícula, mi ciega obstinación a no aceptar un destino inexorable, ¿sería…? No, no quería pensarlo. Me pareció que un abismo se abría ante mis pies y que yo, aterrado, me balanceaba en el borde. Me faltaba valor para enfrentarme a semejante posibilidad. Lepprince sí tenía el valor necesario para abordar de frente las incongruencias de la vida. ¡Cómo envidiaba, cómo envidio aún su entereza en estos trances!
– ¿Te has dormido, Javier?
Su voz tranquila y amistosa me hizo volver de mis cavilaciones.
– Perdone. Me ha dejado usted tan…, tan confuso.
Se rió abiertamente, como si mi turbación fuera una chiquillada.
– No me digas que no estoy en lo cierto -dijo.
– Yo… apenas la conozco, ¿qué le hace suponer…?
– Javier -me reconvino-, no somos colegiales. Hay cosas que saltan a la vista. Comprendo tus dudas, pero los hechos son los hechos. Están ahí, tan patentes como esta columna. Negarlos no es resolverlos, digo yo.
– No, no, todo esto es una locura. Dejémoslo correr.
– Está bien, como tú quieras -dijo Lepprince levantándose-. Perdona un instante, ahora recuerdo que debo hacer una llamada. No huyas, ¿eh?
– Descuide.
Me dejó solo, a propósito, para que destejiera la maraña que había en mi cabeza. No sé lo que llegué a pensar en aquellos minutos, pero cuando volvió estaba tan confuso como al principio, aunque mucho más sereno.
– Disculpa la tardanza, ¿de qué hablábamos? -me preguntó con afectuosa ironía.
– Mire, Lepprince, tengo un lío de mil diablos en la cabeza. No me atosigue.
– Ya te dije que olvidáramos este asunto.
– No, ahora ya es tarde. Tiene usted razón: de nada sirve negar los hechos.
– Ah, luego reconoces que quieres a María Coral.
– No es eso…, no. Quiero decir que ahí estriba mi confusión. No logro identificar mis sentimientos, ¿me comprende? No niego que algo siento por ella, un sentimiento intenso, es verdad. Pero apenas la conozco. ¿Es amor o es sólo una emoción pasajera? Por lo demás, una cosa es el amor y otra muy distinta el matrimonio. El amor es un soplo, algo etéreo… El matrimonio, en cambio, es una cosa seria. No se puede decidir alegremente.
– No lo decidas alegremente. Tómate todo el tiempo que quieras y actúa según tu mejor criterio. Al fin y al cabo, no te vas a casar conmigo -bromeó-, no tienes por qué darme tantas explicaciones.
– Recurro a usted como amigo y consejero -puntualicé yo sin ganas de broma-. En primer lugar, ¿quién es María Coral? No sabemos casi nada de ella, y lo poco que sabemos no avala precisamente su elección.
– Es cierto, tiene un pasado turbulento. Me consta, y a ti también, que su único deseo es olvidar ese pasado y llevar una vida decente. María Coral es buena y limpia de corazón. En cualquier caso, eso es algo que tienes que decidir tú solo. Dios me libre de darte un consejo que luego pudieras reprocharme.
– Bien, dejemos eso y pasemos a otro punto. ¿Qué puedo ofrecerle yo?
– Un apellido digno y una vida respetable, pero sobre todo, a ti mismo: una persona honesta, sensible, inteligente y culta.
– Le agradezco sus palabras, pero yo hablaba de dinero.
– Ah, el dinero…, el dichoso dinero…
Nos interrumpió la llegada de Cortabanyes, que recorría el salón arrastrando los pies como si fuera calzado con chancletas. Cortabanyes destacaba entre los presentes por el brillo de su traje arrugado y cubierto de lamparones y por su aspecto general de dejadez. Para completar el espectáculo, mascaba una colilla de puro apagada.
– Buenas noches; señor Lepprince. Buenas noches, Javier, hijo -nos farfulló al pasar. Lepprince se puso en pie y estrechó su mano y a mí me chocó ese gesto de deferencia que, más tarde, debía recordar-. ¿Cómo va esa fábrica de petardos?
– Para arriba, siempre para arriba, señor Cortabanyes -respondió Lepprince.
– Entonces será de cohetes y no de petardos.
Yo enrojecí al oír aquel chiste deplorable, pero tanto Lepprince como algunos oyentes indiscretos lo corearon con carcajadas. Supuse que reían por cariño al abogado.
– ¿Y ese despacho, señor Cortabanyes? ¿Cómo va?
– De capa caída, señor Lepprince. Pero no les quiero importunar. Ustedes son jóvenes y querrán hablar de mujeres, como es natural.
– ¿No quiere compartir nuestra tertulia? -invitó Lepprince.
– No, muchas gracias. Creo que me están esperando para echar unas manitas de brisca. Sin apostar, claro está.
– Sólo garbanzos, ¿eh, señor Cortabanyes?
– Garbancitos crudos, sí, señor. Mire, aquí llevo un puñado, ya ve usted.
Y diciendo esto sacó un puñado de garbanzos del bolsillo abultado de su chaqueta. Varias bolitas rodaron por el suelo y un criado se puso a perseguirlas a cuatro patas.
– ¡Ale! Ustedes a contarse cosas y yo, que ya no tengo nada que contar, a manosear los naipes.
Se marchó restregando los pies por las alfombras y saludando a derecha e izquierda mientras el criado le seguía con los garbanzos recuperados.
– No sabía que Cortabanyes frecuentara el Casino -le dije a Lepprince.
En el amplio comedor de la mansión se había instalado una mesa en forma de herradura para dar cabida al centenar cumplido de comensales. A la luz de los candelabros refulgían los cubiertos de plata, la porcelana, el cristal tallado. Una larga hilera de flores ponía una nota de vida y color en el conjunto. Los invitados buscaban febrilmente sus nombres en las tarjetas. Había carreras, confusiones, gritos y gestos, susceptibilidades heridas.