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María Rosa Savolta cortó el paso a su marido cuando éste se dirigía al comedor.

– Paul-André, quiero hablar contigo un segundo.

– Mujer, todos están a la mesa, ¿no puedes esperar?

María Rosa Savolta enrojeció como la grana.

– Tiene que ser ahora. Ven.

Y cogiendo de la mano a su marido atravesaron el salón, a la sazón vacío a excepción de los músicos, que metían sus instrumentos en las fundas, ordenaban las partituras, se restañaban el sudor y se disponían a unirse a la servidumbre en las cocinas para tomar un refrigerio.

– Pasa y cierra la puerta -dijo María Rosa Savolta entrando en la biblioteca. Su marido la obedeció sin ocultar un rictus de impaciencia.

– Bueno, ¿qué sucede?

– Siéntate.

– ¡Rayos y truenos! ¿Quieres decirme qué caray te pasa? -gritó Lepprince.

María Rosa Savolta se puso a hacer pucheros.

– Nunca me habías tratado así -gimió.

– Por el amor de Dios, no llores. Perdóname, pero me has puesto nervioso. Ya estoy harto de misterios. Quiero que todo salga bien y estos contratiempos me alteran. Mira qué hora es: se hace tarde, nuestro invitado de honor puede llegar en cualquier momento y encontrarnos en la mesa.

– Tienes razón, Paul-André, piensas en todo. Soy una tonta.

– Vamos, no llores más. Toma un pañuelo. ¿Qué tenías que decirme?

María Rosa Savolta se enjugó una lágrima, tendió el pañuelo a su marido y retuvo su mano.

– Estoy esperando un hijo -anunció.

La cara de Lepprince reflejó una sorpresa sin límites.

– ¿Cómo dices?

– Un hijo, Paul-André, un hijo.

– ¿Estás segura?

– Fui al médico hace una semana con mamá y esta mañana nos lo ha confirmado. No hay duda.

Lepprince soltó la mano de su mujer, se sentó, unió las yemas de los dedos y dejó vagar la mirada por el entramado de la alfombra.

– No sé que decir…, es algo tan inesperado. Estas cosas, por sabidas, siempre sorprenden.

– ¿Pero no te alegras?

Lepprince levantó la vista.

– Me alegro mucho, muchísimo. Siempre quise tener un hijo y ya lo tengo. Ahora -añadió con voz ronca- nada me detendrá.

Sacudió la cabeza y se puso de pie.

– Vamos, daremos la noticia.

Besó en la frente a su mujer y entrelazados por la cintura volvieron al comedor. Los comensales, extrañados por la tardanza de sus anfitriones, habían empezado a cuchichear hasta que las mujeres que compartían el secreto, interpretando la escapada de la joven pareja, difundieron la noticia que justificaba la desaparición. Se hizo silencio y todas las miradas se fijaron en la puerta. Una sonrisa de complacencia se generalizó. Cuando el matrimonio Lepprince hizo su entrada les recibió una ovación cerrada y calurosa.

Al comisario Vázquez no le interesaba saber quién mató a Pajarito de Soto. El atentado mortal perpetrado en la persona de Savolta acaparaba toda su atención y casi todas sus energías. No se trataba de un simple asesinato lo que llevaba entre manos, sino el orden social, la seguridad del país. El comisario Vázquez era un policía metódico, tenaz y poco dado a los alardes imaginativos. Si alguien había archivado el asunto de Pajarito de Soto, bien archivado estaría. Por el momento, eran otras sus preocupaciones. Por lo demás, Nemesio Cabra Gómez no parecía individuo digno de confianza. Se limitó a tratarlo con cierta consideración y a prestar oídos sordos a cuantas insensateces quiso proferir el inoportuno confidente.

Nemesio recibió una ducha fría. No esperaba semejante recepción y abandonó la Jefatura con el rabo entre las piernas. La interferencia del asesinato de Savolta en sus asuntos podía serle fatal. «Savolta, Savolta», iba repitiendo para sus adentros. «¿Dónde habré oído yo ese nombre?» El frío de la mañana le aclaró el cerebro. Recordó las últimas palabras pronunciadas por el hombre del chirlo: «Dentro de siete días vuelve y dinos quién lo hizo y por qué, qué pasa con la empresa Savolta y qué se cuece en esa olla.» ¿Qué relación existía entre Savolta y Pajarito de Soto? ¿Sería consecuencia la muerte de aquél del asesinato de éste? Perdido en estas reflexiones, llegó a sus barrios. Transitaban carros que descargaban enseres en los comercios recién abiertos. Las mujeres con sus capazos iban y venían del mercado. El figón estaba desierto. Nemesio golpeó el mostrador con la palma de la mano.

– ¡Buenos días nos dé Dios! ¿No hay nadie aquí?

Tuvo que aguardar un rato a que apareciese un mozo cubierto con un mandil. El mozo acarreaba una barrica pesada.

– ¿Qué se le ofrece?

– Quisiera ver al dueño.

– ¿El amo? Duerme como un cerdo -replicó el mozo del mandil.

– Es un asunto importante. Despiértele.

– Despiértele usted, si no tiene apego a la vida -dijo el mozo con impertinencia y señaló una escalera estrecha y húmeda que conducía a la vivienda.

– ¿Esta educación os dan ahora? -refunfuño Nemesio Cabra Gómez iniciando el ascenso. Un concierto de sonidos inconfundibles le condujo por el angosto pasillo a una puerta baja, mal ajustada en los goznes. Llamó quedamente con los nudillos. Los ruidos no cesaron. Empujó la puerta y entró.

La alcoba del tabernero era un desván oscuro, mal ventilado, sin otro mobiliario que una silla, un perchero y un camastro que por entonces ocupaban aquél y una prójima que resoplaba. Nemesio, una vez habituado a la penumbra, distinguió el rostro barbado y cejijunto del hombre y sus brazos hercúleos y peludos que abrazaban a la prójima, una mujer de facciones rechonchas, piel rojiza y pechos rebultados que asomaban por encima del cobertor y parecían observar a Nemesio como dos lechoncillos traviesos.

El intruso avanzó a tientas, rodeó el lecho para situarse al lado del tabernero y le sacudió por un hombro. En vista de que las sacudidas no surtían efecto, Nemesio le llamó por su nombre, le dio unos cachetes y acabó por arrojar un vaso que halló en el suelo (y que creyó lleno de agua, pero resultó estarlo de vino) a la cara del durmiente.

Como suele suceder con los que tienen el sueño profundo, el despertar del tabernero fue tan brusco que uno de sus molinetes alcanzó a Nemesio enviándolo contra la pared.

– ¿Qué pasa? ¿Quién anda ahí? -gritó el tabernero.

– Soy yo, no se asuste -dijo Nemesio.

Los ojos desorbitados del tabernero identificaron al intruso.

– ¡Tú!

La prójima se había despertado y se tapaba las carnes como mejor podía.

– Perdonen la molestia, pero el asunto que me trae es grave. De otro modo, no habría osado…

– ¡¡Fuera de aquí!! -bramó el tabernero.

La prójima, por el susto, el sueño o la vergüenza, lloraba.

– ¡Don Segundino, por la Virgen, dígale que se vaya! -suplicó.

El tabernero rebuscó debajo de la almohada y extrajo un revólver. Nemesio retrocedió hacia la puerta.

– Don Segundino, no se acalore, que es cuestión de vida o muerte.

El tabernero hizo un disparo al aire. Nemesio derribó la silla en la que se apilaban promiscuamente pantalones y enaguas, brincó, salió al pasillo y bajó en un vuelo las escaleras.

– Ya le dije… -musitó el mozo del mandil y la barrica. Pero Nemesio había ganado la calle y corría entre las mujeres, que hurtaban cuerpos y capazos al paso de aquella exhalación.

Apuré la tercera copa de coñac, encendí el enésimo cigarrillo (nunca me gustaron los cigarros puros), suspiré, miré a Lepprince. La fatiga se apoderaba de mí; me habría quedado dormido en aquel butacón del Casino de no haber hecho un esfuerzo de voluntad.

– Decías que tu problema es el dinero -dijo Lepprince.

– ¿El dinero…? Sí, eso es. Apenas puedo mantenerme a mí mismo, ¿cómo voy a pensar en casarme?

– Amigo mío, el dinero nunca es problema. ¿Quieres más coñac?

– No, por favor. Ya he bebido más de la cuenta.

– ¿Te sientes mal?

– No. Un poco cansado, solamente. Siga usted.

– Corno comprenderás, he pensado también en el aspecto económico de la cuestión. Antes no te lo dije, pero tengo una propuesta que hacerte. Ahora bien, no quiero que me interpretes mal. Una cosa nada tiene que ver con la otra. La propuesta no está condicionada a tu boda con María Coral… y viceversa. No pienses ni por un momento que te coacciono.

Hice un gesto que podía significar cualquier cosa. Lepprince apagó su cigarro y un criado sustituyó el cenicero por otro impoluto. Lepprince se cercioró de que nadie nos oía.

– Lo que te voy a decir es estrictamente confidencial. No digas nada, sé que puedo confiar en ti -atajó mis protestas de discreción-. Esto que te voy a contar es sólo una posibilidad y quiero que así lo entiendas para evitar futuros desengaños. En síntesis, te diré que me han hecho serias propuestas por parte de grupos que no es momento de identificar incitándome a entrar en el terreno de la política. En un principio trataron de atraerme hacia sus respectivos partidos. Yo, por supuesto, me negué. Luego, a la vista de mi renuencia, cambiaron de táctica. Resumiendo, quieren que sea el futuro alcalde de Barcelona. Sí, no te asombres, alcalde. No hace falta que te explique la importancia que reviste semejante cargo. A ti te consta. Bien, ellos aún no saben nada, pero te puedo adelantar que pienso aceptar el ofrecimiento y, por ende, presentar mi candidatura. Creo, sin ser inmodesto, que puedo prestar un buen servicio a la ciudad e, indirectamente, al país. Soy extranjero y casi un recién llegado. Esto, que podría parecer un obstáculo, es, en realidad, una ventaja. La gente está harta de partidos y politiquerías. Yo soy imparcial, no estoy casado con nadie ni tengo las manos atadas, ¿comprendes? Ahí estriba mi fuerza.

Se interrumpió para sopesar el efecto que sus palabras me habían producido. Yo, la verdad, no debí reflejar impresión alguna, porque por entonces las cosas se movían a un nivel que sobrepasaba con mucho mi comprensión. Pensé que si Lepprince lo decía, debía de ser verdad, pero me abstuve de hacer comentarios.

– Todo esto te lo cuento como preámbulo de lo que viene ahora. La posibilidad, y fíjate que te hablo sólo de posibilidad, requiere por mi parte una preparación intensiva, y a ella estoy entregado en la medida que mis restantes ocupaciones me lo permiten. Sin embargo, no quiero mezclar las cosas, por una simple cuestión de orden. Así pues, he decidido crear una especie de oficina…, un secretariado, podríamos llamarlo, dedicado exclusivamente a mis actividades políticas. Para organizar y dirigir este secretariado necesito a una persona de confianza y, naturalmente, nadie mejor que tú.