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– Un momento -dije yo sacudiendo mi somnolencia-. Si mal no lo entiendo, quiere que me meta en política.

– ¿En política? No, al menos, no en el sentido que tú le das. Quiero que hagas para mí lo que haces para Cortabanyes: un trabajo eficaz en la sombra.

– Y tendría que dejar el despacho.

– Desde luego, ¿lo lamentas?

– No… Pensaba en Cortabanyes. No quisiera perjudicarle. A pesar de todo, le debo mucho.

– Me gusta oírte decir eso. Prueba que tienes conciencia y, sobre todo, que ya piensas en mi propuesta en términos afirmativos.

– No quise decir eso.

– Bien, bien, no te preocupes por Cortabanyes. Yo hablaré con él.

Se levantó bruscamente, relajó los músculos de la cara, estiró las piernas y, revelando un cansancio similar al mío, bostezó.

– Has acabado por contagiarme tu sueño. Vámonos. Ya es bastante por esta noche. Seguiremos hablando. Reflexiona y no te precipites. Ah, me olvidaba -dijo sacando del bolsillo una cartera y de la cartera una tarjeta de visita-, ésta es mi dirección. Te apuntaré también el teléfono de mi oficina, para que me puedas localizar a cualquier hora del día o de la noche.

La limousine nos condujo a la ciudad. Habíamos hablado mucho y no habíamos concretado nada.

IV

Nos casamos una mañana primaveral a principios de abril.

¿Por qué? ¿Qué me impulsó a tomar una decisión tan alocada? Lo ignoro. Aun ahora, que tantos años he tenido para reflexionar, mis propios actos siguen pareciéndome una incógnita. ¿Amaba a María Coral? Supongo que no. Supongo que confundí (mi vida es una incesante y repetida confusión de sentimientos) la pasión que aquella joven sensual, misteriosa y desgraciada me infundía, con el amor. Es probable también que influyera, y no poco, la soledad, el hastío, la conciencia de haber perdido lastimosamente mi juventud. Los actos desesperados y las diversas formas y grados de suicidio son patrimonio de los jóvenes tristes. Inclinaba, por último, el fiel de la balanza la influencia de Lepprince, sus sólidas razones y sus persuasivas promesas.

Lepprince no era tonto, advertía la infelicidad en su entorno y quería remediarla en la medida que le permitían sus posibilidades, que eran muchas. Pero no conviene exagerar: no era un soñador que aspirase a cambiar el mundo, ni se sentía culpable de los males ajenos. He dicho que acusaba en su interior una cierta responsabilidad, no una cierta culpabilidad. Por eso se decidió a tendernos una mano a María Coral y a mí. Y ésta fue la solución que juzgó óptima: María Coral y yo contraeríamos matrimonio (siempre y cuando, claro está, mediara nuestro consentimiento), con lo cual los problemas de la gitana se resolverían del modo más absoluto, sin mezclar por ello el buen nombre de Lepprince. Yo, por mi parte, dejaría de trabajar con Cortabanyes y pasaría a trabajar para Lepprince, con un sueldo a la medida de mis futuras necesidades. Con este sistema, Lepprince nos ponía a flote sin que hacerlo supusiera una obra de caridad: yo ganaría mi sustento y el de María Coral. El favor provenía de Lepprince, pero no el dinero. Era mejor para todos y más digno. Las ventajas que de este arreglo sacaba María Coral son demasiado evidentes para detallarlas. En cuanto a mí, ¿qué puedo decir? Es seguro que, sin la intervención de Lepprince, yo nunca habría decidido dar un paso semejante, pero, recapacitando, ¿qué perdía?, ¿a qué podía aspirar un hombre como yo? A lo sumo, a un trabajo embrutecedor y mal pagado, a una mujer como Teresa (y hacer de ella una desgraciada, como hizo Pajarito de Soto, el pobre, con su mujer) o a una estúpida soubrette como las que Perico Serramadriles y yo perseguíamos por las calles y los bailes (y deshumanizarme hasta el extremo de soportar su compañía vegetal y parlanchina sin llegar al crimen). Mi sueldo era mísero, apenas si me permitía subsistir; una familia es costosa; la perspectiva de la soledad permanente me aterraba (y aún hoy, al redactar estas líneas, me aterra…).

– La verdad, chico, no sé qué decirte. Tal como lo planteas, en frío…

– No hace falta que me descubras grandes verdades, Perico, sólo quiero que me des tu opinión.

Perico Serramadriles bebió un trago de cerveza y se limpió la espuma que había quedado adherida a su bigote incipiente.

– Es difícil dar una opinión en un caso tan insólito. Yo siempre he sido del parecer de que el matrimonio es una cosa muy seria que no se puede decidir a las primeras de cambio. Y ahora tú mismo dices que no sabes con seguridad si estás enamorado de esa chica.

– ¿Y qué es el amor, Perico? ¿Has conocido tú el verdadero amor? A medida que pasa el tiempo más me convenzo de que el amor es pura teoría. Una cosa que sólo existe en las novelas y en el cine.

– Que no lo hayamos encontrado no quiere decir que no exista.

– Tampoco digo eso. Lo que te digo es que el amor, en abstracto, es un producto de mentes ociosas. El amor no existe si no se materializa en algo corporal. Una mujer, quiero decir.

– Eso es evidente -admitió Perico.

– El amor no existe, sólo existe una mujer de la que uno, en determinadas circunstancias y por un período de tiempo limitado, se enamora.

– Vaya, si lo pones así…

– Y dime tú, ¿cuántas mujeres se cruzarán en nuestra vida de las que podamos enamorarnos? Ninguna. Todo lo más, planchadoras, costureras, hijas de pobres empleados como tú y como yo, futuras Doloretas en potencia.

– No veo por qué ha de ser así. Hay otras.

– Sí, ya lo sé. Hay princesas, reinas de la belleza, estrellas de la pantalla, mujeres refinadas, cultas, desenvueltas… Pero ésas, Perico, no son para ti ni para mí.

– En tal caso, haz como yo: no te cases -decía el muy retórico.

– ¡Fanfarronadas, Perico! Hoy dices esto y te sientes un héroe. Pero pasarán los años estérilmente y un día te sentirás solo y cansado y te devorará la primera que se cruce en tu camino. Tendréis una docena de hijos, ella se volverá gorda y vieja en un decir amén y tú trabajarás hasta reventar para dar de comer a los niños, llevarlos al médico, vestirlos, costearles una deficiente instrucción y hacer de ellos honestos y pobres oficinistas como nosotros, para que perpetúen la especie de los miserables.

– Chico, no sé…, lo pintas todo muy negro. ¿Tú crees que todas son iguales?

Me callé porque había pasado ante mis ojos el recuerdo ya enterrado de Teresa. Pero su imagen no cambiaba mis argumentos. Evoqué a Teresa y, por primera vez, me pregunté a mí mismo qué había representado Teresa en mi vida. Nada. Un animalillo asustado y desvalido que despertó en mí una ternura ingenua como una anémica flor de invernadero. Teresa fue desgraciada con Pajarito de Soto y lo fue conmigo. Sólo recibió de la vida sufrimientos y desengaños; quiso inspirar amor y recogió traiciones. No fue culpa suya, ni de Pajarito de Soto, ni mía. ¿Qué hicieron con nosotros, Teresa? ¿Qué brujas presidieron nuestro destino?

Finalizados los entremeses, el entrante, el pescado y las aves, la fruta y la repostería, los comensales abandonaron la mesa. Los hombres resoplaban y palmeaban sus tripas con alegre resignación. Las señoras se despedían mentalmente de los manjares que habían rechazado con esfuerzo, disimulando su avidez bajo un rictus de asco. La orquesta ocupaba ya su posición en la tarima y entonó los primeros compases de una mazurca que nadie bailó. La conversación, largo rato suspendida, volvió a generalizarse.

Lepprince buscó a Pere Parells entre la concurrencia. Durante la cena lo había estado observando: el viejo financiero, taciturno y enfurruñado, apenas probaba bocado de los platos que le ofrecían y contestaba con secos monosílabos a las preguntas que le dirigían sus vecinos de mesa. Lepprince se puso nervioso e interrogó con la mirada a Cortabanyes. Desde el otro extremo de la mesa el abogado le respondió con un gesto de indiferencia, quitando importancia al asunto. Terminada la cena, éste y Lepprince se reunieron.

– Ve, ve ahora -dijo el abogado.

– ¿No sería mejor esperar otro momento? En privado, tal vez -insinuó Lepprince.

– No, ahora. Está en tu casa y no se atreverá a dar un espectáculo delante de todo el mundo. Además, ha comido poco y ha bebido más de lo que tiene por costumbre. Le sacarás lo que sabe y eso nos conviene. Ve.

Lepprince localizó a Pere Parells cerca de la orquesta, solo y sumido en reflexiones. El viejo financiero estaba pálido, le temblaban ligeramente los labios descoloridos. Lepprince no supo si atribuir aquellos síntomas a la irritación o a los trastornos digestivos propios de la edad.

– Pere, ¿te importaría concederme unos minutos? -dijo el francés con humildad.

El viejo financiero no hizo el menor esfuerzo por ocultar su enfado y dio la callada por respuesta.

– Pere, lamento haber estado un poco brusco contigo. Estaba nervioso. Ya sabes cómo andan las cosas últimamente.

Pere Parells dijo sin volverse a mirar a su interlocutor:

– ¿De veras lo sé? Dime, ¿cómo andan las cosas?

– No te cierres a la banda, Pere. Tú lo sabes mejor que yo.

– ¿Ah, sí? -repitió el viejo financiero sin abandonar el sarcasmo.

– Desde que acabó la guerra hemos entrado en un bache, de acuerdo. No sé cómo vamos a resolver los problemas, pero estoy convencido de que los resolveremos. Siempre hay guerras. No creo que haya motivos de inquietud si todos permanecemos unidos y colaboramos en la reestructuración de la empresa.

– Querrás decir, si colaboramos contigo, claro.

– Pere -insistió Lepprince pacientemente-, tú sabes que ahora más que nunca necesito de tu ayuda, de tu experiencia… No es justo que me atribuyas a mí solo la responsabilidad de lo que pueda ocurrir. Al fin y al cabo, ¿qué culpa tengo yo de que hayan ganado la guerra los americanos? Tú eras aliadófilo…

– Mira, Lepprince -atajó Pere Parells sin cambiar de postura ni mirar a la cara de su joven socio-, yo hice surgir esta empresa de la nada. Savolta, Claudedeu y yo, con nuestro trabajo, sin darnos respiro, robando tiempo al sueño, ignorando el cansancio, hicimos de la empresa lo que ha sido hasta hace poco. La empresa es algo muy importante para mí. Es toda mi vida. La he visto crecer y dar sus primeros frutos. No sé si entiendes lo que significa una cosa así, porque tú lo encontraste todo hecho, pero no importa. Sé que las circunstancias son adversas, sé que nuestro esfuerzo está en trance de irse a pique. Savolta y Claudedeu han muerto, yo me siento viejo y cansado, pero no soy tan tonto -cambió el tono de su voz-, no soy tan tonto que no sepa que cosas como ésta pueden suceder. He visto muchos fracasos en mi vida para que me asuste pensar en el mío. Es más, aunque me asegurasen que vamos a la quiebra sin remisión, aun sintiéndome agotado como me siento, no vacilaría en volver a empezar, en dedicar de nuevo todas mis horas y todas mis energías a la empresa.