Выбрать главу

Hizo una pausa. Lepprince esperó a que prosiguiera.

– Pero, y acuérdate bien de lo que te digo -continuó el viejo financiero con calma-, destruiría yo mismo lo que tanto representa para mí antes que permitir que ocurrieran ciertas cosas.

Lepprince bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

– ¿Qué quieres decir?

– Tú lo sabes mejor que yo.

Lepprince miró a uno y otro lado. Algunos comensales habían reparado en ellos y los observaban con impúdica curiosidad. Desoyendo los consejos de Cortabanyes, que le había recomendado sostener en público la entrevista, propuso al viejo financiero que continuaran hablando a solas en la biblioteca. Con renuencia primero y con súbita decisión después, éste aceptó. Aquel error táctico había de precipitar la tragedia.

– Explícate -dijo Lepprince una vez a cubierto de las indiscreciones.

– ¡Explícate tú! -chilló Pere Parells relegando las formas que hasta entonces había mantenido-. Explícame lo que ocurre y lo que ha estado ocurriendo estos últimos años. Explícame lo que hasta hoy me has estado ocultando y quizás entonces podamos empezar a discutir.

Lepprince enrojeció de ira. Los ojos le brillaban y apretaba las mandíbulas.

– Pere, si crees que estoy pasteleando con las cuentas podemos ir ahora mismo a la oficina y mirar juntos los libros.

Pere Parells miró por primera vez en la noche a Lepprince fijamente. Las miradas desafiantes de los dos socios se encontraron.

– No me refiero únicamente a la contabilidad, Lepprince.

Pere Parells sabía que hablaba más de la cuenta, pero no podía controlarse. La bebida, la ira soterrada mucho tiempo le hacían decir lo que pensaba y oía sus propias palabras como si las pronunciase un tercero. Pero lo que oía no le parecía mal.

– No me refiero sólo a la contabilidad -repitió-. Hace tiempo que vengo notando serias anomalías en el negocio y fuera del negocio. Hice averiguaciones por mi cuenta.

– ¿Y qué?

– Prefiero callarme lo que descubrí. Lo sabrás a su debido momento.

Lepprince explotó.

– Escucha, Pere, yo he venido a esclarecer lo que creía un simple malentendido, pero ahora veo que las cosas toman un cariz que no estoy dispuesto a consentir. Tus alusiones son un insulto y exijo una inmediata explicación. Por lo que respecta a tus temores obre el futuro de la empresa, puedes abandonar el barco cuando te venga en gana. Estoy dispuesto a comprar tus acciones sin discutir el precio. Pero no quiero verte más por la oficina, ¿te enteras? No quiero verte más. Estás viejo, chocheas, la cabeza no te rige. Eres un trasto inútil, y si hasta ahora he venido tolerando tus absurdas intromisiones ha sido por respeto a lo que fuiste y por la memoria de mi suegro. Pero ya estoy harto, entérate de una vez.

Pere Parells se volvió blanco, luego gris. Pareció ahogarse y se llevó la mano al corazón. Un brillo salvaje inundó los ojos de Lepprince. El viejo financiero se recuperaba lentamente.

– Acabaré contigo, Lepprince -musitó con voz estrangulada-. Te juro que acabaré contigo. Me sobran pruebas.

Rosita «la Idealista», la generosa prostituta, volvía del mercado refunfuñando y maldiciendo a solas, en voz alta, por la carestía de la vida. De la cesta que acarreaba sobresalían unas berzas y una barra de pan. Se detuvo a comprar leche de cabra y queso. Luego reanudó su camino sorteando los charcos. «Siempre están mojadas las calles de los pobres», iba pensando. Por los adoquines corría un agua negruzca, brillante y putrefacta que se vertía en las cloacas con lúgubre gorgoteo. Escupió y blasfemó. Sentado en una banqueta diminuta, con un platillo de metal ante sus pies, un ciego rasgueaba una triste salmodia en una guitarra.

– Olé los andares salerosos, Rosita -dijo el ciego con graznido de cuervo.

– ¿Cómo me ha conocido? -preguntó Rosita aproximándose al ciego.

– Por la voz.

– ¿Y qué sabe usted de mis andares? -dijo ella poniendo en jarras el brazo que no tenía ocupado por la cesta.

– Lo que cuenta la gente -respondió el ciego alargando una mano y tanteando el vacío-. ¿Me dejas?

– Hoy no, tío Basilio, que no estoy de humor.

– Sólo un poquito, Rosa, Dios te lo pagará.

Rosita dio un paso atrás y quedó fuera del alcance de los dedos del tío Basilio.

– Le dije que no y es que no.

– Andas preocupada por lo del Julián, ¿eh, Rosa? -dijo el ciego con una sonrisa bobalicona.

– ¿Qué le importa? -gruñó ella.

– Dile que se vaya con ojo, el comisario Vázquez lo busca.

– ¿Por lo de Savolta? Él no fue.

– Falta que lo crea Vázquez -sentenció el ciego.

– No lo encontrará. Está bien escondido.

El ciego volvió a rasguear la guitarra. Rosita «la Idealista» reanudó su camino, se detuvo, volvió sobre sus pasos y dio un trozo de queso al tío Basilio.

– Tenga, cójalo. Es queso fresco, lo acabo de comprar.

El ciego tomó el queso de las manos de Rosita, lo besó y lo guardó en un bolsillo de su abrigo.

– Gracias, Rosa.

El ciego y la prostituta guardaron silencio un instante. Luego el ciego dijo en tono indiferente:

– Tienes visita, Rosa.

– ¿La policía? -preguntó la prostituta con sobresalto.

– No. Ese soplón…, ya sabes. Tu enamorado.

– ¿Nemesio?

– Yo no sé nombres, Rosa. Yo no sé nombres.

– ¿No me lo habría dicho si no le hubiera dado el queso, tío Basilio?

El ciego adoptó una expresión miserable.

– Al pronto no me acordé, Rosa. No seas malpensada.

Rosita «la Idealista» entró en el oscuro portal de su casa, escudriñó los rincones y, al no ver a nadie, subió con esfuerzo la empinada escalera. Llegó al tercer piso resoplando. En el rellano distinguió una sombra acurrucada.

– Nemesio, sal de ahí. No hace falta que te escondas.

– ¿Vienes sola, Rosita? -siseó Nemesio Cabra Gómez.

– Claro, ¿no lo ves?

– Déjame que te ayude.

– ¡Quita tus manos de la cesta, puerco!

La prostituta dejó la espuerta en el suelo, hurgó entre los pliegues de su refajo y sacó una llave con ayuda de la cual accedió a la casa. Recogió la cesta. Nemesio Cabra Gómez la siguió y cerró la puerta a sus espaldas. La vivienda constaba de dos piezas separadas por una cortina. La cortina ocultaba una cama metálica. En la parte visible desde la entrada había una mesa camilla, cuatro sillas, un arca y un fogón de petróleo. Rosita encendió la luz.

– ¿Qué quieres, Nemesio?

– Necesito hablar con Julián, Rosita. Dime dónde puedo encontrarlo.

Rosita hizo un gesto acanallado.

– Hace meses que no veo al Julián. Ahora va con otra.

Nemesio agitó la cabeza tristemente sin levantar los ojos del suelo.

– No me mientas. Os vi entrar en esta misma casa el domingo pasado.

– Vaya, conque nos espías, ¿eh? ¿Y por cuenta de quién, si se puede saber? -dijo Rosita mientras vaciaba la cesta, mezclando en su voz la indiferencia y el desprecio.

– Por cuenta de nadie, Rosita, te lo juro. Ya sabes que tú, para mí…

– Está bien -cortó la prostituta-, ya te puedes ir.

– Dime dónde está Julián. Es importante.

– No lo sé.

– Dímelo, mujer, es por su bien. Han matado a un tal Savolta, Rosita. No sé quién es, pero es un pez gordo. Sospecho que Julián anda complicado en el asunto. No digo que haya sido él, pero sé que algo tiene que ver con Savolta. Vázquez se ha hecho cargo del caso. He de advertir a Julián, ¿no lo entiendes? Es por su bien. A mí, mujer, ni me va ni me viene.

– Algo te irá, cuando tanto insistes. Pero yo no sé nada. Vete y déjame en paz. Estoy cansada y aún tengo mucho que hacer.

Nemesio estudió el rostro de Rosita con una mezcla de piedad y respeto.

– Sí, tienes mala cara. Estás cansada de buena mañana y eso no está bien. Esta vida no te conviene, Rosita.

– ¿Y qué quieres que haga, desgraciado? ¿Vender chismes a la policía?

Nemesio abandonó la casa con el presentimiento de que algo malo se avecinaba.

Lepprince se encargó de hablar con María Coral. Yo no me sentía con ánimos de hacerlo y agradecí su mediación. Tardó tres días en darme la respuesta, pero el tono de su voz era festivo cuando me comunicó que la gitana estaba feliz de casarse conmigo. Casi al mismo tiempo que empezamos los preparativos para la boda, comenzó mi trabajo con Lepprince. Ante todo, abandoné por fin el despacho de Cortabanyes. La Doloretas derramó unas lágrimas en mi despedida y Perico Serramadriles me golpeó la espalda con afectada camaradería. Todos me deseaban suerte. Cortabanyes estuvo un poco frío, quizá celoso de que le dejara por otro (un sentimiento que muchos jefes se permiten con sus empleados, sobre los que creen tener un cierto derecho de propiedad). Al principio, el trabajo que Lepprince me asignó me produjo vértigo. Luego, con el tiempo y como suele suceder con todos los trabajos, terminé por hundirme en una rutina muelle y grisácea en la que contaba más el número y formato de un documento que su contenido. Por otra parte, y hasta tanto no se materializasen los proyectos políticos de Lepprince, mi labor se limitaba a una mera selección y clasificación de artículos periodísticos, cartas, panfletos, informes y textos de diversa índole. Otras cosas, sin embargo, me absorbían con mayor intensidad. En efecto, apenas María Coral hubo dado su conformidad al matrimonio procedimos a convertirla en la digna esposa de un joven y prometedor secretario de a1ca1de. Recorrimos las mejores tiendas de Barcelona y la pertrechamos con los últimos modelos de ropa y calzado venidos de París, Viena y Nueva York. Emprendí por mi cuenta, y siguiendo consignas de Lepprince, una labor de refinamiento, ya que las maneras de la gitana dejaban mucho que desear. Su vocabulario era soez, y sus modales, destemplados. Le hice aprender a conducirse con elegancia, a comer con propiedad y a conversar con discreción. Le di una cultura superficial, pero suficiente. A todo este proceso respondió la gitana con un interés que me conmovió. Estaba deslumbrada, como no podía ser menos. Vivía un cuento de hadas. Hizo progresos notables, pues poseía una inteligencia despierta y una voluntad férrea, como corresponde a quien ha vivido en ambientes tan turbulentos y ha frecuentado los más bajos estratos de la ralea humana. La vida del hampa es buena escuela.