Los meses que precedieron a nuestro casamiento fueron para mí un torbellino de actividad. Además de la educación de María Coral, el arreglo de la vivienda me llevaba horas de grata labor. Decoré nuestra casa conforme al más moderno estilo; nada faltaba, ni lo necesario ni lo superfluo: hasta teléfono había. Todo lo compré o elegí personalmente. El frenesí de los preparativos me impedía pensar y era casi dichoso. Renové mi vestuario, transporté los libros y demás pertenencias de mi antiguo piso a mi futuro hogar, peleé con albañiles, pintores y ebanistas, con proveedores, decoradores y sastres. El tiempo pasó volando y la víspera de la boda me cogió por sorpresa. A decir verdad, mi trato con María Coral en aquellos días febriles había sido frecuente, pero por alguna razón inconsciente aunque previsible, habíamos mantenido nuestros contactos a un nivel formal, casi burocrático, de alumna y maestro. Aunque la inminencia de nuestro próximo enlace debía de flotar en el aire de nuestras relaciones, ambos fingíamos ignorarlo y nos comportábamos como si, finalizada mi tarea educativa, tuviéramos que separarnos para no volvernos a ver más. Yo me mostraba eficiente y cortés; ella, sumisa y respetuosa. Nunca un noviazgo revistió tanta pulcra corrección. Alejados de familias, tutelas y cortapisas morales o sociales (yo era un desarraigado; María Coral, una vulgar cabaretera) nos comportamos paradójicamente con mayor circunspección que si nos hubiese rodeado un cerco de madres pudibundas, dueñas pusilánimes y estrictas celadoras.
Nos casamos una mañana de abril. A la ceremonia no asistió nadie salvo Serramadriles y unos desconocidos empleados de Lepprince, que firmaron como testigos. Lepprince no acudió a la iglesia, pero nos esperaba en la puerta. Me dio la mano e hizo lo mismo con María Coral. Me llevó aparte y me preguntó si todo había salido bien. Le dije que sí. Él me confesó que temía que la gitana se arrepintiera en el último momento. Ciertamente, María Coral había vacilado antes de dar el sí, pero su voz sonó imperceptible y trémula y la bendición sacerdotal se cerró como una compuerta tras su asentimiento.
Y emprendimos nuestra luna de miel. Fue obra de Lepprince, que la organizó a mis espaldas. Yo no quise aceptar aquel disparate, cuando me dio los billetes del tren y la reserva del hotel, pero insistió con tal firmeza que no me pude negar. Tras un viaje fatigoso llegamos a nuestro destino. En el tren no nos dijimos ni palabra. La gente debía de notar que éramos recién casados, porque nos lanzaba irónicas miradas y, a la primera ocasión, abandonaba el departamento y nos dejaba a solas.
El lugar elegido por Lepprince era un balneario de la provincia de Gerona al que se llegaba en una destartalada diligencia tirada por cuatro pencos moribundos. Constaba de un hotel señorial y unas pocas casas circundantes. El hotel tenía un extenso jardín bien cuidado, al estilo francés, con estatuas y cipreses. Terminaba en un bosquecillo que atravesaba un sendero por el cual se llegaba a la fuente termal. La vista era espléndida y agreste, y el aire, purísimo.
Nos recibieron con una cordialidad desmedida. Era la hora del té y en el jardín había mesas de hierro forjado y mármol, protegidas con parasoles de colorines, donde grupos y familias merendaban. Se respiraba un sosiego que ensanchaba el alma.
Nuestros aposentos estaban en el primer piso del hotel y, a juzgar por lo que luego pude ver, eran los más suntuosos y los más caros. Constaba la suite de alcoba, baño y salón. Éste y la alcoba tenían ventanales que daban a una terraza donde florecían rosales en tiestos de cerámica azul. El mobiliario era regio y la cama, más ancha que larga, estaba cubierta por un dosel del que pendía la mosquitera. En cada una de las piezas había un ventilador eléctrico que renovaba el aire y agitaba tiras de papel que ahuyentaban a los insectos procedentes del parque.
María Coral se quedó deshaciendo el equipaje y yo salí a dar un paseo por el exterior. Al pasar junto a las mesas, los caballeros se incorporaban y me saludaban, las señoras inclinaban las cabezas y las jovencitas miraban tímidamente sus humeantes tazas de té, como si leyeran en los posos de la infusión un romántico futuro. Yo correspondía muy divertido a los ceremoniosos saludos con sombrerazos de mi panamá.
La mujer de Pere Parells y otras señoras señalaban a los invitados que caían en su campo visual y secreteaban acompañando sus garrulerías con risas maliciosas o con severos gestos de repulsa, según la índole de los comentarios. La entrada del viejo financiero les hizo callar.
– Vámonos -dijo Pere Parells a su mujer.
– ¡Cómo! -exclamaron las señoras-, ¿se van ya?
– Sí -dijo la esposa de Pere Parells levantándose. Los años le habían enseñado a no preguntar y a no contradecir. Su matrimonio era un matrimonio feliz. En el vestíbulo preguntó a su marido si pasaba algo.
– Ya te lo contaré. Ahora vámonos. ¿Dónde tienes tu abrigo?
Una criadita trajo varios abrigos hasta que los señores identificaron los suyos. La criadita pidió disculpas por su torpeza, pero era nueva en la casa, alegó. Pere Parells aceptó el incongruente pretexto y pidió un coche. La criadita no sabia qué hacer. Pere Parells le sugirió que buscase al mayordomo. El mayordomo tampoco sabía qué hacer. Por aquella zona no pasaban coches. Tal vez en la plaza encontrarían un punto o parada.
– ¿Y no podría ir alguien a buscar uno?
– Disculpe el señor, pero todo el servicio está ocupado en la fiesta. Yo mismo iría gustoso, señor, pero tengo terminantemente prohibido abandonar la casa. Lo siento, señor.
Pere Parells abrió la puerta y salió al jardín. La noche era estrellada y la brisa se había calmado.
– Daremos un paseo. Buenas noches.
Cruzaron el jardín. Un individuo montaba guardia junto a la verja. El viejo financiero y su esposa esperaron a que el individuo abriera la cancela, pero éste no se movió. Pere Parells intentó hacerlo por sí mismo y comprobó que no podía.
– Está cerrada con llave -dijo el individuo. No parecía un criado, a juzgar por sus modales, aunque vestía como tal.
– Ya lo veo. Abra.
– No puedo. Son órdenes.
– ¿Ordenes de quién? ¿Se han vuelto todos locos? -gritó el viejo financiero.
El individuo sacó un carnet del bolsillo de su chaleco listado.
– Policía -dijo exhibiendo el carnet.
– ¿Qué quiere decir con esto? ¿Estamos detenidos, acaso?
– No, señor, pero la casa está vigilada. Nadie puede entrar ni salir sin autorización -respondió el policía devolviendo su carnet a su chaleco.
– ¿De quién?
– Del inspector jefe.
– ¿Y dónde está el inspector jefe? -aulló Pere Parells.
– Dentro, en la fiesta. Pero no puedo ir a buscarle, porque va de incógnito. Tendrán que esperar. Órdenes -aclaró el individuo- son órdenes. ¿Tiene un pitillo?
– No. Y haga el favor de abrir ahora mismo esta puerta o se acordará de mí. ¡Soy Pere Parells! Esto es ridículo, ¿me entiende? ¡Ridículo! ¿A qué vienen tantas precauciones? ¿Tienen miedo de que nos llevemos las cucharillas de plata?
– Pere -dijo su mujer con calma-, volvamos a la casa.
– ¡No quiero! ¡No me sale de… las narices! ¡Aquí nos quedaremos hasta que abran la puerta!
– Si piensan quedarse un rato, aprovecharé para ir al lavabo -dijo el policía disfrazado de criado-. Estoy que me orino.
El viejo financiero y su esposa regresaron al vestíbulo, hablaron con el mayordomo y éste con Lepprince. Por último, un invitado que deambulaba por los salones con aire solitario y circunspecto, se reunió con ellos.
– Mi esposa está indispuesta y queremos irnos a casa. Supongo que no es ningún delito. Soy Pere Parells -dijo Pere Parells en tono cortante-. Haga el favor de decir que nos abran.
– No faltaría más -dijo el inspector jefe-. Permítame que les acompañe y disculpen las molestias. Estamos esperando la llegada de unas personas cuya presencia nos obliga a tomar estas incómodas precauciones. Créanme que tan molesto es para nosotros como para ustedes.
El policía de la puerta estaba orinando detrás de un arbusto cuando el matrimonio Parells llegó acompañado del inspector jefe.
– ¡Cuadrado, abra la puerta! -ordenó el superior. Cuadrado se abrochó el pantalón y corrió a cumplir las instrucciones. Ya en la calle, Pere Parells experimentó un escalofrío de indignación.
– ¡Qué bochorno! -dijo.
Había policías estacionados en las aceras y en el cruce se veían jinetes con capa, espada y tricornio. Al paso del matrimonio los policías los miraban con recelo. Cerca de la plaza oyeron un ruido sordo y el suelo empezó a trepidar. Se arrimaron a la tapia de una villa. Por la cuesta subían caballos y carrozas. Los policías apostados en las aceras se llevaron las manos al cinto, alertados al menor imprevisto. Los jinetes que montaban guardia en las esquinas desenvainaron los sables y presentaron armas. La comitiva se aproximaba, retumbaban los cascos de las monturas al golpear los adoquines. Sonaban cornetas. Algunos vecinos, sobresaltados por aquella inesperada charanga, se asomaban y eran violentamente rechazados por la policía al interior de las casas. Hasta en las copas de los árboles había hombres armados. La bruma daba un aspecto fantasmal al cortejo.