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– Joven, ¿ha visto usted ese pimpollo?

– Esa dama, caballero, es mi esposa -le respondí.

V

Despuntaba el alba y el cielo limpio, sin nubes, esparcía una luz tenue y concreta sobre las calles desiertas. El automóvil se detuvo en el chaflán y dos hombres enfundados en sus gabanes contra el relente matutino descendieron y consultaron al unísono sus respectivos relojes. Sin pronunciar una palabra los dos hombres se dirigieron hacia un policía uniformado que montaba guardia frente al portal de una casa. El policía se cuadró en presencia de los recién llegados. Uno de los hombres sacó una petaca y ofreció tabaco y papel a los demás. El policía aceptó y durante un rato liaron sendos pitillos.

– ¿Ustedes lo vieron? -preguntó el que había ofrecido tabaco al policía.

– No, inspector. Oímos la explosión y vinimos corriendo.

– ¿Algún testigo?

– Por ahora no, inspector.

Tras las ventanas de las casas vecinas, rostros curiosos escrutaban ocultos por visillos y persianas. El sereno hizo su aparición con andares vacilantes. Era obeso y entrado en años y arrastraba el chuzo como si fuera una pieza suelta de su tosca estructura. Tenia los bigotes lacios, tristes, teñidos de nicotina, los ojos abotargados y huidizos y la nariz bermeja.

– A buena hora llega usted -le dijo el hombre que había ofrecido tabaco.

El sereno callaba y ocultaba el rostro bajo la visera de su gorra.

– Déme su nombre y su número. Le va a caer un buen paquete.

– Me quedé un poco dormido, señor. A mi edad…, ya se sabe -se disculpaba el sereno.

– ¿Dormido? ¡Borracho, querrá decir! ¡Si apesta usted, hombre, si apesta usted!

Mientras el inspector apuntaba los datos del réprobo funcionario hizo su aparición una estrepitosa ambulancia de la que descendieron dos enfermeros adormilados. Abrieron la puerta trasera del vehículo y sacaron unas angarillas que procedieron a montar en la acera con gestos cansinos. Cuando tuvieron montado el utensilio lo tomaron de los extremos y se dirigieron al grupo arrastrando los pies.

– ¿Es aquí?

– Sí. ¿Quién les avisó? -quiso saber el inspector.

– Servidor -dijo el policía.

– ¿Hay alguien herido? -preguntó uno de los enfermeros rascándose el mentón sin afeitar.

– No.

– ¿Entonces por qué nos han hecho venir?

– Hay un muerto. Sígannos -dijo el inspector entrando en el zaguán.

El regreso a Barcelona nos enfrentó a una realidad casi olvidada. Nada más bajar del tren, sensibilizado por la ausencia, percibí una cierta tensión en el ambiente, fruto de la crisis. La estación estaba abarrotada de pedigüeños y desocupados que ofrecían solícitos sus servicios a los viajeros. Niños harapientos corrían por los andenes tendiendo sus manos, vendedores ambulantes voceaban mercancías, la guardia civil controlaba el tráfico de los vagones y hacía formar en míseras escuadras a los inmigrantes. Damas de caridad seguidas de criados que acarreaban espuertas repartían bollos entre los necesitados. En las paredes y tapias se leían inscripciones de todo signo, la mayoría de las cuales incitaban a la violencia y a la subversión. En el camino a casa presenciamos una reducida manifestación de obreros que reclamaban mayores emolumentos. Apedrearon un automóvil del que salió una dama con el rostro ensangrentado, chillando histéricamente, a refugiarse en un portal.

Mi estancia en el balneario había sido un interludio; ahora, de nuevo en Barcelona, la tragedia se reanudaba con la misma violencia y el mismo odio, sin alegría y sin objetivo. Tras años y años de lucha constante y cruel, todos los combatientes (obreros y patronos, políticos, terroristas y conspiradores) habían perdido el sentido de la proporción, olvidado los motivos y renunciado a los logros. Más unidos por el antagonismo y la angustia que separados por las diferencias ideológicas, los españoles descendíamos en confusa turbamulta una escala de Jacob invertida, cuyos peldaños eran venganzas de venganzas y su trama un ovillo confuso de alianzas, denuncias, represalias y traiciones que conducían al infierno de la intransigencia fundada en el miedo y el crimen engendrado por la desesperación.

Apenas pusimos el pie en nuestra nueva morada, María Coral se afanó en hacer los arreglos pertinentes para dotar a nuestra convivencia de la libertad y seguridad que sus deseos me imponían. No sin rabia por mi parte -pues sus arreglos desbarataban una esmerada distribución del mobiliario- procedió al traslado de mi cama (¿por qué no de la suya?) de la alcoba común a un trastero umbrío. Me cedió generosamente la mitad de un armario de dos cuerpos y me permitió apropiarme de una butaquita, un par de sillas y una lámpara de pie. Me irritó su desprecio por la unidad armónica de la casa, pero reflexionando llegué a la conclusión de que así era mejor. Nuestras relaciones siguieron siendo tranquilas como una balsa de aceite. Ahora nos veíamos menos; casi nunca, a decir verdad, pero su presencia en la casa resultaba palpable a pesar de sus esfuerzos: un sonido, un perfume, una luz en el filo de la puerta, una canción tras un tabique, un suspiro, una tos.

Reanudé mi trabajo en la pequeña oficina que Lepprince había habilitado en un piso del Ensanche, no muy lejos del despacho de Cortabanyes. El trabajo era monótono, metódico y en muchos casos aburrido. Por toda compañía, una solterona que mecanografiaba en receloso silencio las fichas que yo le pasaba manuscritas y un mozo impúber que recorría la ciudad trayendo al anochecer los periódicos, revistas, panfletos y octavillas que obtenía Dios sabe dónde.

Así transcurrían las horas de oficina. Las demás, igual que antes, con ligeras variaciones. Una tarde llegué casa y oí a María Coral que me llamaba desde su habitación. Pedí permiso para entrar y su voz quejumbrosa dijo: «Pasa.»

Estaba en la cama, sudorosa y trémula. Se había puesto enferma y su aspecto me recordó al que presentaba la noche que la encontré medio muerta.

– ¿Qué tienes?

– No sé, me encuentro muy mal. Como hace calor he debido de dormir destapada y coger frío.

– Llamaré a un médico.

– No, no lo llames. Ve a comprar unas hierbas y dame una infusión.

– ¿Qué clase de hierbas?

– Cualquier clase. Todas son buenas. Pero no llames al médico. No quiero saber nada con los médicos.

– No seas inculta. Las hierbas y los potingues no sirven para nada.

María Coral cerró los ojos y apretó los puños.

– Si me quieres hacer el favor que te pido, me lo haces -dijo entre dientes-, pero si vienes a insultarme y a darme lecciones, ya te puedes ir a tomar viento.

– Está bien, no te acalores: te traeré tus hierbas.

Fui a una herboristería, pregunté a la dueña por una infusión eficaz contra el catarro y me dio un cucurucho de hojitas trituradas y resecas que olían bien, pero que no inspiraban ninguna confianza. De vuelta, las puse a hervir en un cazo y le di la mixtura a María Coral, quien, al acabarla, cayó en un sopor jadeante y empezó a transpirar con tal intensidad que temí que se licuara. La tapé con un par de mantas y me quedé junto a su cama, leyendo, hasta que recuperó la respiración normal y se sumió en un sueño tranquilo. Hacia la medianoche se despertó con un respingo que hizo saltar el libro de mis manos y casi da conmigo en el suelo. Empezó a gemir y a manotear, y aunque tenía los ojos muy abiertos no veía nada, como pude comprobar agitando la mano ante sus pupilas dilatadas. Me senté en el borde del lecho y la sujeté por los hombros. María Coral hundió su cabeza en el mío y empezó a llorar. Lloró sin tregua un rato larguísimo, luego se serenó y siguió durmiendo. Velé su sueño hasta la madrugada y entonces me quedé dormido yo también. Al despertarme vi que María Coral no estaba en la cama. La busqué por toda la casa y di con ella en la cocina. Comía una rebanada de pan y un trozo de queso sentada en una banqueta.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté muy sorprendido.

– Me desperté con hambre y vine a picar algo. Tú dormías como un bendito en la butaca. ¿Pasaste ahí toda la noche?

Le dije que sí.

– Has sido muy amable, gracias. Ya estoy bien.

– Quizá, pero es mejor que vuelvas a la cama y no te desabrigues. ¿De veras no quieres que llame a un médico?

– No. Ve a tu trabajo y yo me cuidaré sola.

Me fui a trabajar. Cuando regresé María Coral no estaba en casa. Llegó tarde, me saludó fríamente y se encerró en su cuarto sin darme ninguna explicación. No quise preguntarle nada. Al fin y al cabo, tampoco habría podido responder a lo que a mí me intrigaba, es decir, el motivo de su llanto. ¿Una pesadilla?, ¿un desahogo natural provocado por el brebaje? Preferí olvidar aquel incidente; sin embargo, durante mucho tiempo, siempre que recordaba la imagen de María Coral la veía en aquella situación, llorando sobre mi hombro.

Nemesio Cabra Gómez abandonó el sendero y se adentró entre arbustos y zarzas. El paraje no era particularmente agreste, pero la noche le confería un aditamento de riesgo y grandeza que la luz diurna minimizaba. Nemesio caía y se levantaba dejando jirones de sus ya malparadas ropas en las ramas y los matojos. El terreno ascendía en una cuesta pronunciada y el improvisado escalador empezó a jadear y a toser, pero no se detuvo. La noche, muy fría y húmeda, no dejaba intersticios a la luna. Con ayuda de las manos y las rodillas, Nemesio trepó por la ladera de la montaña y llegó a una explanada ante la que se detuvo. Se acurrucó entre la vegetación y esperó hecho un ovillo, tiritando de frío y de miedo, hasta que sus ojos enrojecidos percibieron en el horizonte una indecisa claridad. Entonces se levantó; cruzó la explanada y se pegó al muro de piedra rojiza sin ser visto por los centinelas. El castillo dormía. La claridad iba en aumento. Rozando el muro exterior, llegó a una poterna cerrada y flanqueada por almenas en las que las siluetas de dos hombres arrebujados en sus capotes empezaba a perfilarse contra el gris de la mañana. Atravesó a gatas el espacio abierto y se incorporó una vez ganado el cobijo de la muralla… Pocos metros más allá se iniciaban los fosos terroríficos de Montjuic. Por el sendero que llevaba a la poterna riel castillo avanzaba un capellán montado a mujeriegas en un pollino. Se identificó y los centinelas le abrieron el portón. Nemesio, desde su escondrijo, vio llegar dos teches de caballos: uno transportaba paisanos; el otro, militares. Ya se había levantado la mañana y la ciudad se hizo visible a los ojos del oculto. Frente a sí veía los muelles del puerto, a su derecha se extendía el industrioso Hospitalet, cegado por el humo de las chimeneas; a su izquierda, las Ramblas, el Barrio Chino, el casco antiguo, y más arriba, casi a sus espaldas, el Ensanche burgués y señorial. Dentro, el castillo se animaba: sonaban voces de mando, toques de clarín y redoble de tambores, corridas, taconazos, el cling-clang de los pestillos, candados, cadenas y rejas. Una portezuela lateral se abrió y el cortejo hizo su aparición. Delante desfilaba la tropa; le seguía la recua de los condenados y cerraban la marcha el capellán y las autoridades. El hombre del chirlo avanzaba con aire grave, los ojos en tierra, concentrado en sus pensamientos. Julián le seguía, muy pálido, los ojos hundidos y el andar vacilante, como si sus guardianes, sabedores de su próximo e inexorable fin, no hubieran cuidado de sanar su herida. El jovencito que Nemesio había visto llorar en la Jefatura ya no lloraba; se habría dicho que no era de este mundo: caminaba como un autómata y sus ojos desorbitados parecían embeber el aire azul de la mañana. Nemesio no pudo contenerse, se puso en pie abandonando su refugio y gritó. Nadie le prestó atención y el grito fue acallado por el grave redoble de tambores. Vendaron los ojos a los condenados, el sacerdote pasó junto a ellos musitando una plegaria, el pelotón ya formado. Un oficial dio las órdenes pertinentes, hubo una descarga cerrada y Nemesio se desmayó.