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Al recobrar el sentido, el sol estaba muy alto. Por entre las zarzas, sin sentir los pinchos, llegó al sendero. Se sentó en un poyo. Allí lo encontró, ya de noche, un carretero que subía víveres para la guarnición del castillo. Viéndolo medio desnudo y ensangrentado, con la vista perdida en el infinito y la boca colgante, lo tomó por un enfermo. Dio aviso a la guarnición y un piquete salió en su búsqueda. El médico dictaminó demencia y Nemesio Cabra Gómez fue conducido, sin haber pronunciado una palabra inteligible, al Sanatorio de San Baudilio de Llobregat. Más de un año había de pasar allí solo, corroído por el remordimiento y las imágenes que acababa de presenciar. Más de un año había de transcurrir hasta que el comisario Vázquez, revisando el archivo del asunto Savolta y estableciendo las intrincadas relaciones que le conducirían al destierro, recordó a aquel extraño personaje y le fue a visitar.

María Rosa Savolta dio un gritito y dejó caer la taza de café sobre la alfombra. Sin inmutarse, Lepprince pulsó un botón repetidas veces. A poco acudió el mayordomo enfundado en un batín y luchando por desprenderse la bigotera que se le había enredado en las orejas.

– ¿Llamaba el señor?

– Recoja esto -dijo Lepprince simulando no ver la bigotera.

El mayordomo retiró la taza, la cucharilla y el plato y cubrió con una servilleta la mancha humeante y parduzca. Salió y regresó con un nuevo servicio de café, hizo una reverencia y volvió a salir.

– Perdóname, ¡qué torpe soy! No sé lo que me ocurre; a veces se me va la cabeza. Estoy desolada.

– No tienes por qué disculparte, mujer -atajó vivamente Lepprince-. Estas cosas le ocurren a cualquiera.

Al decir esto me lanzó una mirada furtiva y yo, recordando sus palabras, desvié la conversación. Estábamos en la espléndida torre que Lepprince había comprado en la ladera del Tibidabo. La invitación nos llegó una tarde por correo y nos causó, a María Coral y a mí, una lógica sorpresa. Pero no había confusión posible: los señores de Lepprince tenían el honor de invitar a los señores de Miranda el próximo miércoles a cenar en su casa, etcétera. María Coral manifestó que no iría.

– No estoy dispuesta a representar esta comedia. Buenas noches, señora, espléndida cena, señora -remedó paseando por la salita y moviendo exagerada y groseramente las caderas-. ¡Mierda seca!

– No te pongas así. La cosa no es para tanto. Lepprince nos quiere ver y nos invita, nada más. Hace un siglo que no sabe de nosotros. Bien pensado, hemos quedado mal con él; al fin y al cabo, le debemos mucho, ¿no crees?

– No empieces a revolcarte como una marrana. Tú te ganas tu jornal honradamente.

– Tonterías -repuse sin alzar la voz, tratando de ser convincente-. Por mis propios méritos jamás habría logrado una posición semejante a la que gozamos. Además, en esta ocasión no se trata de hacer planteamientos radicales, sino de aceptar una invitación, pasar una tranquila velada y adiós muy buenas.

– Pues yo no voy -concluyó María Coral.

Por supuesto, fuimos a la hora convenida. Yo me sentía un tanto violento y temía una imprevisible salida de María Coral. Sin embargo, mis temores se revelaron infundados, pues nada sucedió. Lepprince nos recibió con campechanía y María Rosa Savolta se mostró cordial y sencilla. Besó a María Coral en ambas mejillas y me comentó, delante de todos, que había sabido elegir una esposa «encantadora, muy bella y muy distinguida». Miré horrorizado a María Coral creyendo que aprovecharía el cumplido para proferir algún denuesto tabernario, pero no fue así. La gitanilla enrojeció, bajó los ojos humildemente y se mantuvo ausente y tímida toda la noche. Lepprince me llevó aparte y me ofreció una copa de jerez seco.

– Cuéntame cosas…, estoy ansioso por conocer de vuestra vida.

Estábamos en un cuarto de proporciones reducidas en el cual Lepprince había instalado su gabinete.

Colgado de una de las paredes había un cuadro que reconocí de inmediato: era la reproducción genuina que antaño había ornado la chimenea del piso de la Rambla de Cataluña. El mismo puente sobre el mismo río, y la misma paz.

– Ahora que trabajas para mí -continuó Lepprince- te veo menos que antes, cuando trabajabas para Cortabanyes.

– Ya ve usted -dije yo-, todo sigue su curso, como este río -señalé hacia el cuadro-. Mansamente la vida se desliza por sus cauces.

– No pareces animado.

– Sí, lo estoy. No me puedo quejar de nada. Y todo gracias a usted.

– No digas bobadas.

– No son bobadas. Nunca podré olvidar lo que le debemos María Coral y yo.

– No quiero ni oír hablar de eso. Además, si algo me debéis, ahora tendréis la oportunidad de pagarme con creces.

– ¿Hay algo que podamos hacer por usted? Cuente con ello.

Se trataba, en resumidas cuentas, de su mujer. María Rosa Savolta, si bien dichosa en su matrimonio, no podía olvidar los pasados sinsabores: la muerte dramática de su padre y los peligros que había corrido Lepprince habían dejado huella en su alma aún tierna. Sufría, de vez en cuando, decaimientos que la sumían en un marasmo de atonía; las pesadillas le turbaban el descanso y los miedos infundados la sobresaltaban de continuo. La cosa, por el momento, no revestía mayor trascendencia, pero Lepprince, siempre atento al bienestar de su esposa, temía que de seguir en aquel estado de agitación, los síntomas se agravasen y condujesen a María Rosa Savolta a un estado rayano en la insania.

– ¡Cielo santo! -exclamé yo al oír esta palabra.

– No hay que alarmarse prematuramente. Puede ser una cosa pasajera provocada por una acumulación de circunstancias aciagas.

– Eso espero. ¿Qué ha dicho el médico?

– No he querido que la viera, por ahora. Supondría para ella un duro suplicio someter su cordura a los fríos análisis de un profesional. En cualquier caso, desconfío de las modernas terapéuticas: acosar al enfermo para que adquiera conciencia de su mal, ¡qué crueldad! ¿No es mil veces más humanitario dejarle en la ignorancia de su dolencia en espera de que la ternura y la tranquilidad hagan su efecto bienhechor?

Convine en que así era.

– Pero -añadí- ¿qué papel desempeñamos nosotros en esto?

– Un papel de vital importancia. Sois jóvenes, recién casados, una pareja que sólo infunde alegría y ansia de vivir. Además, pertenecéis por origen a un círculo ajeno a la empresa, a los Savolta y a todo ese núcleo de la buena sociedad barcelonesa que ha sido escenario de sus padecimientos. Sois un aire nuevo, purificador. Por eso confío en vosotros como su mejor medicina. ¿Puedo contar contigo?

– Cuente usted con ambos para lo que sea.

– Gracias, no esperaba otra cosa. Ah, un último ruego: ella no debe notar nada, ni sospechar siquiera que tú estás al corriente de lo que te acabo de contar. No reveles nada a María Coral; ya sabes cómo son las mujeres: incapaces de guardar un secreto. Vuestro trato debe ser en todo momento afectuoso, pero nunca compasivo.

El mayordomo nos llamó a la mesa. María Rosa y María Coral llegaron al comedor cuando nosotros ya llevábamos un rato aguardando. María Rosa Savolta se disculpó:

– He mostrado la casa a nuestra invitada. Cosas de mujeres.

– Es una casa muy bonita -dijo María Coral- y está decorada con gusto exquisito.

«Vaya», pensé, «¿de dónde habrá sacado esta chica esos modales?» Y me reía en secreto imaginando la cara de María Rosa Savolta de haber presenciado los gestos que provocó su invitación. Pero eso son detalles marginales.

Lepprince había recuperado su aspecto habitual, desenfadado, y bromeaba y llevaba con ligereza el peso de la conversación. Terminada la cena, despidió a los criados y él mismo, en un saloncito contiguo, sirvió el café con una torpeza divertida y un tanto exagerada para provocar la hilaridad de los presentes. Su mujer insistía en ayudarle, pero él la rechazaba con fingida dignidad profesional, me guiñaba el ojo, se reía por lo bajo y daba rienda suelta al buen humor que sus responsabilidades cotidianas le obligaban a encubrir. Una vez cumplidas las funciones de anfitrión, encendió un cigarro, profirió una exclamación de bienestar y reanudó la conversación interesándose por algunos pormenores de mi trabajo. Yo se los expliqué y él dijo:

– No creas que haces una labor baldía, Javier. En noviembre, como tú sabes, habrá elecciones municipales y es muy probable que me presente.

– ¡Vaya, eso seria estupendo! -exclamé.

– Incluso es posible que tengamos que hacer un viaje a París tú y yo para recoger algunos documentos relativos a mi filiación.