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Creí desmayarme. ¡A París! Las mujeres protestaron ante semejante discriminación y Lepprince, cogido entre dos fuegos, acabó riendo y pidiendo clemencia. No le dejaron en paz hasta que prometió estudiar la posibilidad de que los cuatro hiciéramos el viaje. Las dos mujeres aplaudieron entusiasmadas.

Se había hecho tarde. María Rosa Savolta dio muestras de cansancio, dejó caer su taza de café, se azoró, rogó que la excusáramos y, tras despedirse cariñosamente de mí y besar una vez más a María Coral, se retiró a sus habitaciones acompañada de su solícito marido. Al quedarnos solos, comenté a María Coraclass="underline"

– Son una pareja encantadora, ¿no te parece?

– Bah -replicó ella.

– ¿Qué te ocurre? Pensé que te agradaba la conversación.

– Ese hombre me crispa los nervios. ¿Quién se cree que es? Todo lo sabe, todo lo contesta. No es más que un pueblerino, créeme. Un pueblerino adinerado con ganas de impresionar. Y su mujer, vamos, no me negarás que es insoportable. No me digas. Más cursi que un…

– ¡María Coral! No digas esas cosas…

La vuelta de Lepprince interrumpió nuestra disputa. Venía sonriendo y se disculpó en nombre de su mujer por aquella brusca marcha.

– María Rosa está delicada y le conviene descansar. Os ruega que la perdonéis y me ha encargado que os despida en su nombre.

Intercambiamos fórmulas. Lepprince nos acompaño al vestíbulo. En el jardín nos esperaba la limousine negra y al volante el chauffeur adormecido. En el camino de regreso a casa, comenté con María Coraclass="underline"

– Es extraño, no he visto a Max en toda la noche. ¿Le habrán despedido?

Quizá fue sólo una falsa impresión, pero me pareció que el chauffeur prestaba una atención irónica a mis palabras.

En el rellano encontraron a otro policía que se cuadró como había hecho el que montaba guardia en la calle. De las dos puertas que daban al rellano, una aparecía cerrada y la otra abierta de par en par. El inspector se asomó a la puerta abierta y olfateó un tufillo acre que identificó en seguida. Volvió al rellano y consultó de nuevo el reloj.

– ¿A qué hora fue? -preguntó al policía.

– No lo sé con exactitud, señor inspector. A1 pronto no se nos ocurrió mirarlo. Estábamos de patrulla cuando nos pareció oír una explosión. Corrimos hacia aquí y vimos salir humo de la ventana y gritos, unos gritos tremendos. Llamamos al sereno para que nos abriera el portal, pero el sereno no comparecía, de modo que abrimos descerrajando la cerradura con las culatas. Subimos y encontramos esto. Había muerto. Le llamamos a usted y avisamos a una ambulancia. No tengo idea de cuánto tiempo debió transcurrir, pero no serían más de veinte o treinta minutos en total.

– ¿De dónde procedían los gritos?

– De la casa, señor inspector, de la misma casa. Vivía un matrimonio de cierta edad con una criada. La criada no está. La mujer resultó ilesa y chillaba.

– ¿Sigue ahí la mujer?

– No, señor. Pasó a casa de unos vecinos -señaló la puerta cerrada-. Nos pareció que podíamos dejarla ir, porque parecía muy alterada. ¿Quiere que la traiga?

– No, por ahora no. ¿Ha regresado la criada?

– No, señor inspector. No volverá hasta dentro de unos días. Al parecer se fue a su pueblo el sábado, para no sé qué celebración. La matanza del cerdo, supongo.

– Está bien. Siga de guardia. Vamos a entrar.

Aparte del tufillo dejado por la pólvora, la casa no presentaba señal alguna de violencia. Los jarrones y demás adornos que había en el recibidor y en el pasillo estaban intactos.

– Sin duda fue una bomba de poca potencia -comentó el hombre que acompañaba al inspector-, de otro modo la onda expansiva habría quebrado las porcelanas.

El inspector hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Llegaron ante una gruesa puerta oscura al fondo del pasillo.

– ¿Es aquí?

– Sí, eso creo.

– La puerta es de roble. Ha resistido -dijo el acompañante del comisario tanteando las bisagras apreciativamente-. Buena construcción. Ya no se hacen cosas así.

El inspector abrió la puerta y los dos hombres entraron. Los camilleros se quedaron en el pasillo. La habitación, que debió de ser un despacho, presentaba un aspecto lamentable. Los muebles habían sido derribados, los cuadros estaban caídos, la alfombra, quemada en el centro, renegreaba por los bordes; el papel de las paredes, arrancado por la fuerza de la explosión y la metralla, colgaba en jirones dejando al descubierto lenguas de yeso. Bajo la mesa de caoba, casi cubierto de papeles, había el cuerpo exánime de un hombre. El inspector se inclinó sobre él.

– No tiene sangre en la cara ni en las ropas.

El hombre que le acompañaba, y que debía de ser un experto en explosivos, medía distancias con una cinta.

– Seguramente vio la bomba y echó el cuerpo hacia atrás. La bomba estalló en el suelo, aquí donde la alfombra casi ha desparecido. La onda expansiva derribó la mesa y el cuerpo quedó debajo, protegido por el tablero.

– En estas condiciones, bien podría haberse salvado, ¿no?

– En mi opinión, sí. Me inclino a creer que no murió a causa de la bomba. Un ataque al corazón me parece más verosímil. La bomba no era muy grande. Vea el techo: ni el artesonado ni la lámpara han resultado dañados.

Se oyó una voz en el pasillo que preguntaba:

– ¿Se puede?

Dos hombres hicieron su entrada sin esperar respuesta. Uno era de mediana edad; el otro anciano. El anciano, de enmarañada barba cana y gruesas gafas de concha, llevaba un maletín de médico. El de mediana edad vestía de negro. Éste era el juez y aquél el forense.

– Buenos días, señores, ¿qué ha pasado? -dijo el juez, que debía de ser nuevo en Barcelona.

El médico forense se arrodilló junto al cadáver y lo anduvo toqueteando. Luego pidió por el lavabo.

– No hubo manera de dar con el oficial del juzgado -comentaba el juez-. Se fue hace dos horas a tomar un café y aún no había vuelto cuando salí para aquí. ¡Este país no tiene arreglo!

– Doctor, ¿de qué murió? -preguntó el inspector al médico cuando éste regresó secándose las manos con su pañuelo.

– ¿Yo qué sé? De un bombazo, supongo.

– Pero no hay señales de violencia en el cuerpo.

– ¿Ah, no?

– ¿No ha venido el fotógrafo? En Inglaterra siempre se hacen fotografías del lugar de autos -decía el juez.

– No, señor, no tenemos fotógrafo. Esto no es una boda.

– Oiga usted, aquí soy yo el que dice lo que se ha de hacer. Soy el juez.

Uno de los camilleros asomó la cabeza.

– ¿Nos podemos llevar el fiambre o hemos de esperar a que se descomponga?

– ¡Caballero, más respeto! -reprendió el juez.

– Por mí, está listo -dijo el forense.

– Al menos, hagan un dibujo, un croquis -dijo el juez.

– Yo no sé hacer la o con un canuto -dijo el inspector-. ¿Y usted? -preguntó al experto en explosivos.

– No, no -respondió éste distraído. Había sacado unos tubos del bolsillo y los rellenaba con polvo y esquirlas con ayuda de una diminuta espátula.

– No se puede tocar nada mientras no venga el oficial -protestó el juez viendo que los camilleros estiraban el cadáver por los brazos.

– No nos vamos a pasar aquí toda la mañana -replicaron los camilleros.

– Si yo lo digo, sí -concluyó el juez-. He de levantar acta.

La orquesta atacó la «Marcha real» y Su Majestad don Alfonso XIII hizo su entrada en el salón acompañado de su esposa, la reina doña Victoria Eugenia, y de su séquito y escolta. El rey vestía uniforme de caballería y las luces refulgían en los entorchados. Los invitados, puestos en pie, le tributaron un cálido y prolongado aplauso. Lepprince se destacó de la concurrencia y corrió a rendir pleitesía. El rey, con campechana sonrisa, le estrechó la mano y le palmeó la espalda.

– Majestad…

– Qué casa más bonita tienes, chico -dijo don Alfonso XIII.

Lepprince besaba la mano de doña Victoria Eugenia. María Rosa Savolta, paralizada por una súbita timidez, no conseguía despegarse del núcleo de los asistentes hasta que su marido le hizo gestos imperiosos. Avanzó la timorata joven e hizo reverencias a las augustas personas. Acto seguido, el séquito rompió filas y los reyes y sus acompañantes se mezclaron con los comensales.

– Me ha hecho usted un gran honor viniendo a mi casa -dijo Lepprince dirigiéndose al rey con un familiar «usted», que le pareció menos engolado que el «vos» en una conversación privada.

– ¡Querido amigo! -respondió el monarca colgándose de su antebrazo-, no creas que ignoro que con mi presencia te hago ganar votos para las elecciones municipales de noviembre. Pero a mí también me interesa tu mediación para atraerme a los catalanes. No sé cómo andará mi popularidad por estos andurriales -y los dos se rieron de buena gana.

– ¿Hace mucho que están ustedes casados? -preguntaba doña Victoria Eugenia a María Rosa Savolta-. ¿No tienen ningún pequeño?

– Estoy esperando, Majestad -respondió María Rosa Savolta pudibunda-, y quería rogaros que apadrinarais a nuestro hijo.

– ¡Pues no faltaría más! -exclamó la reina-. Luego hablaré con Alfonso, pero cuenta con ello. Yo tengo dos niños.

– Lo sé, majestad. Lo he visto en las revistas ilustradas.

– Ah, claro.

Menudearon por aquellas fechas nuestras visitas a la mansión de los Lepprince. La primavera estaba ya muy avanzada, si bien los rigores del verano aún no se hacían sentir. Yo me sentía feliz en compañía de Lepprince y de aquellas dos mujeres tan distintas entre sí y tan hermosas. Creo que no me habría cambiado por nadie si tal cosa hubiera estado en mi mano. Entre los gratos recuerdos de aquel período, amalgamados ahora en un solo instante dichoso, hay uno que me ha quedado grabado con singular nitidez. Lepprince, siempre inquieto, siempre a la busca de nuevas emociones y nuevos paisajes, nos había propuesto salir al campo un domingo. Íbamos a ir, como entonces se decía, de pic-nic.

– Estamos demasiado tiempo encerrados entre cuatro paredes -argumentó para vencer las objeciones de su esposa-, necesitamos aire puro, contacto con la naturaleza y un poco de ejercicio físico.