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Así quedó convenido. Ellos llevarían la comida y nos pasarían a buscar por nuestro domicilio a las diez de la mañana.

A la hora convenida estaba la limousine en la puerta de nuestra casa y en ella Lepprince y su mujer. Montamos y el automóvil arrancó. A poco de abandonar la ciudad empezamos a subir y subir pendientes pronunciadas que hacían rugir a la limousine, pero no alteraban su paso. Yo iba sentado en una banqueta abatible de espaldas a la marcha, y vi, por el cristal trasero del vehículo, que otro coche nos seguía. No le di ninguna importancia en un principio, ni lo comenté con los demás. Al cabo de una hora, sin embargo, y a pesar de las vueltas y revueltas y de lo intrincado del trayecto, el seguidor no cejaba en su empeño. Algo alarmado se lo hice notar a Lepprince.

– Sí, ya sé que nos sigue un coche. No hay motivo de alarma, si bien me permitiréis que no revele de qué se trata, pues es una sorpresa que os tengo reservada.

No dije más y observé la campiña. Íbamos por un bosque de pinos y encinas, muy tupido, entre cuyo follaje se colaban los rayos del sol. Cuando el bosque clareaba se podía divisar tras la montaña un extenso valle muy frondoso cercado por otras montañas y otros bosques. Iniciamos el descenso y llegamos al valle. Ya en él dimos algunas vueltas hasta encontrar un calvero cubierto de hierbas, matas y tréboles. Su aspecto nos satisfizo: era llano y amplio y en uno de sus lindes brotaba un manantial de agua helada, pura y sabrosa. Corrimos a llenar nuestros vasitos metálicos y a probar aquel agua que parecía medicinal. En esa operación nos cogió la llegada del coche seguidor y comprendí a qué sorpresa se refería Lepprince, porque el misterioso automóvil no era otro que la antigua conduite-cabriolet roja de Lepprince.

– Ah, vaya, era ése -grité alborozado, saludando al automóvil como si de un viejo amigo se tratara-. ¿Y quién va en él?

– ¿No lo adivinas? -dijo Lepprince.

Max.

Los dos automóviles reposaban en un extremo del calvero. A unos metros de distancia el chauffeur procedía a desplegar un mantel y colocar sobre el blanco lino los platos, cubiertos, vasos, botellas y tarteras. Max, sentado debajo de un pino, con el bombín cubriéndole la cara, descabezaba un sueño. Los demás paseábamos por el prado, buscando un trébol de cuatro hojas, siguiendo el vuelo de los pájaros y observando alguna que otra curiosidad: una oruga, un escarabajo. Chirriaba un grillo en el ramaje y borboteaba la fuente; la espesura, mecida por el viento suave, producía un murmullo de sinfonía sacra y lejana. María Rosa Savolta manifestó estar agotada y se sentó en la hierba, no sin que antes su marido hubiera extendido un pañuelo que la protegiera de la suciedad, de la humedad y de los bichos.

– ¡Qué placidez! -exclamó Lepprince, de pie junto a su esposa, abriendo los brazos como si quisiese abarcar en ellos el paisaje. María Rosa Savolta, protegida del sol por su sombrilla, levantó el rostro para contemplar a su marido. La luz diáfana tamizada por el filtro de la hierba daba a su figura un aire de místico éxtasis.

– Es verdad -asentí-. Los que vivimos en la ciudad hemos perdido el sentido de plenitud que da la naturaleza.

Pero Lepprince era mudable y no podía remansar su atención por mucho tiempo. Pronto sacudió la cabeza, hizo chasquear la lengua y gritó:

– Eh, Javier, basta ya de arrobamientos. ¿No te dije que tenía una sorpresa para ti?

Diciendo esto hizo una seña convenida y el chauffeur, que había terminado los preparativos para la comida, montó en el automóvil rojo, lo puso en marcha y lo hizo avanzar lentamente hasta nosotros.

– Sube -dijo Lepprince cuando el chauffeur hubo detenido la máquina y se hubo bajado.

– ¿Adónde vamos? -le pregunté.

– A ninguna parte. El juego estriba en que conduces tú.

Vi una expresión socarrona en sus ojos, mezclada de cariño e insolente reto. Una expresión característica en él.

– Está usted bromeando -dije.

– No seas pusilánime; hay que probarlo todo en esta vida. Especialmente las emociones fuertes.

Jamás pude negarme a nada de cuanto me pedía Lepprince. Subí al asiento del conductor y esperé sus instrucciones. María Rosa Savolta, que seguía nuestros movimientos con bonachona complacencia, pareció advertir entonces la índole de nuestras intenciones.

– ¡Eh! ¿Qué vais a hacer?

– No te asustes, ricura -gritó su marido-, quiero enseñar a Javier a manejar este artefacto.

– ¡Pero si nunca lo ha hecho!

Yo saqué de donde pude una sonrisa de resignación y me alcé de hombros, dando a entender que no obraba por mi voluntad.

– ¡Nos reiremos un rato, ya verás! -dijo Lepprince.

– ¡Os mataréis! ¡Eso es lo único que haréis! -y se volvió a María Coral en busca de ayuda-.Diles algo, a ver si te hacen más caso. Son unos cabezones.

– Déjelos, ya son mayores para ser juiciosos -respondió María Coral, que parecía excitada ante la perspectiva de aquel improvisado espectáculo circense.

Entre tanto, Lepprince me daba instrucciones y el chauffeur también, ambos contradiciéndose y dando por sentado que yo conocía una extraña jerga. Viendo que no lograba disuadir a su marido, María Rosa Savolta decidió adoptar una nueva actitud.

– Al menos, amiga mía -le dijo a María Coral-, recemos para que Dios proteja a esos locos.

– Usted rece si quiere, señora; yo me voy con mi marido -fue la respuesta.

Y en dos saltos se plantó junto al coche, se encaramó al asiento posterior y allí se quedó, hecha un ovillo, por ser lugar propio para valijas y no para personas. Lepprince, muy alegre, daba vueltas a la manivela de arranque y yo aferraba el volante con ambas manos. Nos habíamos quitado las chaquetas y a la primera sacudida de la máquina rodó por el suelo mi canotier. Lepprince gritó «¡Hurra!», lanzó al aire su gorra inglesa y se subió al estribo cuando ya el automóvil empezaba a caminar. El chauffeur me gritó algo desde el suelo, pero no puede oír lo que decía. Lepprince cayó de cabeza dentro del coche y empezó a agitar las piernas pidiendo socorro, muerto de risa. Yo pugnaba por mantener firme la dirección, pero el coche daba vueltas y vueltas en redondo. Tan pronto veía a María Rosa Savolta hincada en su pañuelito, con las manos entrelazadas y los ojos gachos, como al chauffeur gesticulando y profiriendo consignas mecánicas. Lepprince había recobrado por entonces su posición normal y agarró el volante, con lo cual, tirando yo de un lado y él de otro, el auto empezó a correr en zig-zag, persiguiendo al chauffeur como si tuviera inteligencia propia, y en una de sus piruetas chafó mi canotier. Luego, sin que mediara intervención alguna, dio un ronquido asmático y se paró. Lepprince saltó al suelo y lo puso de nuevo en marcha. Yo le decía:

– Oh, no. ¡Oh, no! Ya está bien por hoy.

Pero él respondía:

– Nada, nada, un poco más.

Eso decía cuando el coche le dio un empellón y empezó a moverse, lentamente al principio y más rápido después, llevando a María Coral y a mí como únicos ocupantes.

– ¡Haz algo, Javier, para este trasto! -me gritaba María Coral acurrucada en el asiento posterior.

– ¡Eso quisiera yo! -le contestaba, y procuraba no enfilar en dirección a los árboles en espera de que a maquinaria se detuviera por sí misma. Lepprince y el chauffeur corrían detrás del coche unas veces y otras delante, tropezando el uno con el otro y gritando a un tiempo. Sólo Max, bajo un pino, sobre la hierba fresca, parecía dormitar ajeno a la tragedia que se desarrollaba en el calvero.

Por fin, con gran sorpresa por mi parte, logré hacer que el vehículo siguiera el itinerario que yo, aproximadamente, le fijaba. Cuando se detuvo salté gozoso al suelo y ayudé a bajar a María Coral. Lepprince llegó jadeando.

– ¡Lo he logrado! -le dije. Procuraba disimular el temblor nervioso que me agitaba. Él se rió.

– Has empezado bien. Yo no lo hice mejor la primera vez. Ahora es cuestión de practicar y perder el miedo.

He relatado con cierto detalle este incidente en apariencia trivial porque tuvo en el futuro una importancia que a su debido tiempo se verá.

Durante la comida y en el viaje de regreso mi hazaña constituyó el único tema de conversación. Lepprince estaba de un humor excelente, a María Rosa Savolta se le había pasado el susto y María Coral, según percibí observándola de reojo, me admiraba. A lo largo de aquellos meses primaverales, en nuestras frecuentes salidas al campo, seguí adiestrándome en el manejo del automóvil hasta que llegué a dominar, si se me permite la inmodestia, los rudimentos de la conducción.

– ¿Un artefacto de relojería? -preguntó el juez.

El experto emitió un silbido y se frotó las manos.

– No, eso no. Aún es precipitado sacar conclusiones, pero me inclino a creer que fue una bomba Orsini, ya sabe: esas esferas con detonadores que entran en acción al chocar con un cuerpo sólido. Son de muy fácil manejo, sin mecha ni mecanismo; cualquier aficionado las puede utilizar. Son las más populares. Nunca fallan -concluyó en tono propagandístico.

El inspector se asomó al balcón. No había un alma en las aceras salvo el policía que montaba guardia frente al portal. A lo lejos sonaba el tin-tan de un trapero.

– La lanzarían desde la calle. La víctima tenía el balcón abierto.

– ¿Por qué había de tenerlo? Hace frío de madrugada -observó el juez.

El inspector se encogió de hombros y dejó sitio al juez, que midió la distancia que separaba el balcón de la calzada.

– Hay bastante distancia, ¿no cree?

– Sí, eso es cierto -admitió el inspector-. A menos que utilizasen una escalera, cosa poco probable.

– O que la echasen subidos a la capota de un coche -apuntó el experto-. Un coche o mejor un automóvil.

– ¿Por qué mejor un automóvil? -preguntó el juez.

– Porque un coche no es seguro. Los caballos podrían moverse y hacer perder el equilibrio al que estuviera encaramado, con grave riesgo de caerse al suelo con la bomba en las manos.