Выбрать главу

– Es verdad, bien dicho -reconoció el juez con entusiasmo-. Habrá que reconstruir los hechos. En cuanto a los motivos, ¿qué opina usted, inspector?

El inspector miró al juez de soslayo.

– ¡Cualquiera sabe! Sus enemigos, sus herederos, los anarquistas. Hay miles de posibilidades, maldita sea.

El oficial del juzgado, que había llegado en el ínterin, levantaba un croquis. El experto juzgaba su obra con una sonrisa de superioridad. Los camilleros se habían llevado el cuerpo de la víctima. El médico forense se despidió prometiendo tener listo su dictamen a la mayor brevedad. Acabado el croquis, se retiraron el juez y el oficial. El inspector y el experto se quedaron solos.

– ¿Qué tal un cafetito? -propuso el inspector.

– De primera.

Ya en la calle se toparon con dos individuos que bregaban con el policía de guardia.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el inspector.

– Estos caballeros insisten en subir a la casa, señor inspector. Dicen que son amigos del muerto.

El inspector estudió a los recién llegados. Uno era joven, elegante y seguro de sí mismo. El otro, un hombre maduro, gordo y desaliñado, no cesaba de temblequear y hacer aspavientos.

– Soy el abogado Cortabanyes -dijo el último y este caballero es don Paul-André Lepprince. Somos amigos del señor Parells.

– ¿Cómo se han enterado del suceso?

– Su viuda nos acaba de telefonear y hemos venido a toda prisa. Le ruego que disculpe nuestros modales y nuestra intromisión, pero ya puede figurarse lo que nos ha afectado la inesperada noticia. ¡Pobre Pere! Hace apenas unas horas estuvimos hablando con él.

– ¿Unas horas?

– El señor Parells asistió a una recepción, en mi casa -dijo el señor Lepprince.

– ¿Y no les dijo nada ni advirtieron algo sospechoso en su conducta?

– No sé, no sabríamos decirle -gimió Cortabanyes-. Estamos muy consternados.

– ¿Podemos subir a ver a la viuda? -preguntó el señor Lepprince, que no parecía en absoluto consternado.

El inspector meditó.

– Está bien, suban a ver a la viuda, pero no entren en la casa. La viuda está en el piso de enfrente. Allí hay un guardia que se lo indicará. Yo me ausento unos minutos. A mi regreso hablaremos. Espérenme.

El policía que montaba guardia en el rellano torció el gesto al ver aparecer a Lepprince y a Cortabanyes. Tenía instrucciones de no dejar pasar a nadie sin autorización expresa de sus superiores y así se lo hizo saber a los recién llegados. Éstos le dijeron que habían -sido citados por el inspector para ser interrogados. Eran las últimas personas que habían visto con vida al difunto. Ante las dudas del policía, le apartaron cortés pero firmemente y se colaron de rondón en el piso de la víctima. Una vez en el despacho del viejo financiero, Cortabanyes empezó a temblar.

– No puedo, no puedo -sollozó-. Es superior a mis fuerzas.

– Vamos, Cortabanyes, ya me hago cargo, pero no podemos desaprovechar esta oportunidad. Ayúdame a enderezar la mesa. Mira, no hay manchas de sangre ni nada por el estilo. Empuja, hombre, que yo solo no puedo…

Empujaron el tablero de la mesa y ésta recuperó su posición original. Los cajones no estaban cerrados con llave y Lepprince empezó a revolverlos mientras el abogado le contemplaba paralizado, lívido, con la boca entreabierta.

¡Pobre Parells! ¡Quién había de decirme que cuando nos despedimos aquella noche nos estábamos despidiendo para siempre jamás! Por razones que aún tardaría mucho en comprender, nunca me tuvo simpatía, pero ello no impidió que yo le tuviera en alta estima, no sólo por su inteligencia, sino por su personalidad distinguida, su trato cortés, su cultura… Ya no quedan hombres como él.

Coincidimos por última vez en la fiesta que dio Lepprince, aquella fiesta memorable a la que asistió el rey. María Coral y yo habíamos sido invitados. Cuando acudimos, cohibidos, timoratos y expectantes, no sabíamos que aquel acontecimiento socia l marcaría el fin de una etapa en nuestras vidas. Después de la fiesta, nada volvió a ser como antes. Pero allí, en los lujosos salones de la mansión, entre perfumes, sedas y joyas, rostros conocidos, industriales y financieros, la sórdida realidad parecía muy lejana y sus peligros conjurados.

– ¿A Deauville? Es usted muy amable, señor, pero tendrá que consultar con mi marido.

– Por el amor de Dios, María Coral -la reprendí en uno de los escasos momentos en que nos vimos libres de moscones-, ¿quieres dejar de comportarte como una cocotte?

– ¿Una cocotte? -dijo ella, que suplía su ignorancia con una perspicacia muy considerable-. ¿Quieres decir una putilla fina?

Yo asentí sin desarrugar el entrecejo.

– ¡Pero, Javier, si es lo que soy! -respondió alegremente, devolviendo con una sonrisa el guiño de un general caduco y pisaverde.

La exótica belleza de mi mujer no había dejado de causar efecto apenas pusimos el pie en la casa. Los más provectos y sesudos caballeros remedaban en su presencia, con ridícula extravagancia, los modales desenvueltos del calavera de opereta. Yo sentía una mezcla de vanidad y celos que me sacaba de mis casillas.

– ¿Qué, cómo va esa vida, hijo? Muy solicitado te veo -dijo Cortabanyes, que venía en mi busca con un cliente pegado a los talones.

– Ya ve usted -dije yo señalando a María Coral, que por entonces departía con un canónigo-, perdiendo el tiempo y la dignidad.

– ¡Ah, quien puede perder es que algo tiene! -recitó el abogado-. ¿Y ese trabajo, qué tal anda?

– Lento, pero inexorable -respondí en son de broma.

– Pues habrá que acelerarlo, hijo. Esta noche se prevén acontecimientos trascendentales.

– ¿Y eso?

– Pronto lo verás -dijo bajando la voz y llevándose un dedo a los labios.

– ¿Y qué opina usted -terció el cliente que no estaba dispuesto a interrumpir su conversación- de la guerra de Marruecos?

Cortabanyes me hizo una seña y yo intervine para descargarle del fardo que le había tocado en suerte.

– Feo asunto, en efecto.

– No me diga usted -dijo el cliente aferrándose a su nuevo interlocutor como un náufrago a una tabla-. ¡Es intolerable! Cuatro negrotes de mierda zurrándole la badana a un país que años ha conquistó América.

– Los tiempos han cambiado, señor mío.

– No son los tiempos -protestó el pelmazo con una vehemencia que contrastaba con la indiferencia general-, sino los hombres. Ya no hay políticos como los de antes. ¿Qué fue de Sagasta y de Cánovas del Castillo?

La llegada del rey interrumpió nuestra charla. Los invitados corrieron a hincarse a los pies de los ilustres visitantes y Cortabanyes aprovechó la oportunidad para unirse a nosotros.

– ¿Los ves? Como gallinas cuando el granjero les arroja el alpiste -agitó la cabeza con aire desolado-. Así no iremos a ninguna parte. ¿Te acuerdas de cuando querían linchar a Cambó?

Dije que sí, que lo recordaba. Ahora Cambó era ministro de Hacienda en el gobierno Maura.

El rey saludaba con amabilidad y escuchaba loas y peticiones con aburrida indiferencia, deambulando por el salón con paso grave, los hombros ligeramente abatidos, avejentado en plena juventud, una leve sombra de melancolía en su dulce sonrisa.

– Hay papeles por el suelo. Míralos, no pierdas el tiempo. Ya tendrás ocasión de lloriquear en el funeral.

Cortabanyes se arrodilló y empezó a revisar los papeles esparcidos aquí y allá.

– ¡Pobre Pere! Hacía más de treinta años que nos conocíamos. Era un buen hombre, un hombre íntegro, incapaz de una deslealtad. Aún recuerdo el día que murió su hijo. Mateo, se llamaba… ¡Qué familia más desgraciada! Pere quería que su hijo fuera un perfecto caballero y lo mandó a estudiar a Oxford. Ahorraban al céntimo para costear los estudios de Mateo. En Oxford contrajo una pulmonía que acabó con él. Volvió para morir aquí, en esta misma casa.

– ¿A qué vienen ahora estas historias lacrimógenas? -gruñó Lepprince.

– Mira -dijo Cortabanyes mostrando a titulo explicativo los papeles esparcidos por el suelo-. Esto leía el pobre Pere cuando le mataron.

Lepprince tomó lo que le tendía el abogado: un pliego amarillento por los años y el uso, y empezó a leer.

«Queridos padres: Recibo con alegría la noticia de que se encuentran ustedes bien de salud. Yo no me puedo quejar, aunque los rigores del invierno, que no parecen terminar nunca, impiden que acabe de curar este catarro que me tiene muy molesto. Sí, aquí, como en las novelas, llueve siempre…»

La carta estaba fechada el 15 de marzo de 1889. Lepprince la dejó en el suelo y leyó el principio de la siguiente.

«Querido padre: No deje que ésta llegue a manos de mi madre, pero mi salud empeora y desde hace una semana tengo frecuentes accesos de fiebre. Los médicos dicen que no hay motivos de alarma y todo lo atribuyen a este clima, tan duro. Afortunadamente, falta ya poco para los exámenes y pronto estaré de vuelta para pasar con ustedes las vacaciones. No pueden figurarse cuánto les echo de menos. Solo y enfermo en este país admirable, pero extraño, no hago más que pensar en Barcelona…»

– ¡A1 diablo! -exclamó Lepprince-. Ayúdame a colocar la mesa como estaba.

Volcaron la mesa procurando no hacer ruido. Cortabanyes lloraba ruidosamente.

– Vámonos -dijo Lepprince-. Aquí no está. Sospecho que no ha existido nunca esa maldita carta.

VI

Pasó la primavera y el verano deslumbrante, plomizo y húmedo atenazó la ciudad y el alma de sus habitantes. El clima repercutió en la frágil constitución de María Rosa Savolta, cuyo avanzado estado de gestación la hizo más sensible a los rigores del estío. El quebranto de salud agravó su hipertensión. Dejamos de frecuentar la mansión y únicamente nos veíamos en las excursiones dominicales. Pronto cesaron éstas y perdimos contacto con los Lepprince. María Rosa Savolta no salía de casa y, en ella, raramente de su alcoba. De vez en cuando sobresaltaba a la servidumbre con su espectral aparición, silenciosa, doliente, con el rostro inmutable y los ojos fijos, estupefactos. Recorría la casa arrastrando los pies, enfundada en un largo peinador, desgreñada y pálida, con el fatalismo sobrecogedor con que un pez recorre los bordes de su pecera. Nosotros, María Coral y yo, alejados de los Lepprince, quedamos desvinculados de la sociedad, encerrados en nuestro estrecho mundo de relaciones corteses y de lazos intangibles y ambiguos. Así nació en mí un hirviente rencor contra las circunstancias en que me hallaba, rencor que por entonces no lograba justificar y que ahora, con la perspectiva y serenidad que dan los años transcurridos, veo claro: la resultante de muchos sentimientos acallados y de muchas ilusiones olvidadas demasiado pronto. Día a día aumentaba mi exasperación. Empecé a ser grosero con María Coral y a usar con ella de una ironía tan burda como hiriente. A1 principio María Coral fingía ignorarme; luego saltó. Tenía el genio vivo y las réplicas le brotaban sin esfuerzo. Discutíamos por naderías y nos insultábamos hasta quedar exhaustos. Una noche de junio, verbena de San Juan, los acontecimientos se precipitaron.