Sucedió que nos peleamos y le arrojé a la cara cuantos reproches me vinieron a las mientes. Estaba muy excitado y la batalla dialéctica se inclinaba a mi favor: María Coral resollaba, tenía los ojos húmedos y los hombros alicaídos. Parecía un boxeador en decadencia. Por último, con la voz rota, me suplicó que me callara, que no le hiciese más daño. Yo debía de tener nublado el cerebro, porque arremetí con nuevos bríos. María Coral se levantó de su silla y abandonó el saloncito. La seguí por los pasillos, entró en su habitación, cerró la puerta y corrió el cerrojo. El diablo me dominaba: tomé carrerilla y cargué mi hombro contra la puerta. Cedió la hoja, saltaron astillas y se desprendieron los goznes. María Coral estaba en pie, frente a la cama, dando evidentes muestras de temor. La tomé en mis brazos, la abracé y la besé. ¿Con ánimo de humillarla? ¡Quién sabe! Ella no se resistió, no hizo el menor movimiento, como ausente o como muerta. Me arrodillé a sus pies y enlacé su cintura. Entonces me rechazó de un rodillazo que dio conmigo en tierra. De un brinco me incorporé de nuevo. María Coral se había tendido en la cama, con los brazos y las piernas separados, los párpados sellados, la respiración agitada. Si yo hubiera tenido un ápice de lucidez habría recogido velas y habría salido quietamente de la alcoba, porque todas las bazas estaban en mi mano, pero yo no discurría con cordura. Me aproximé a la cama, me incliné y puse la mano sobre su ansiado cuerpo yacente. María Coral no se movió.
– Ya te dije que si lo intentabas no me opondría -masculló entre dientes-, pero ya sabes lo que vendrá después.
Retiré la mano y la miré fijamente.
– ¿Cómo puedes decir esto? ¿Acaso nada ha cambiado desde aquella tarde? ¿Todos estos meses de convivencia no han debilitado un milímetro tu decisión?
– Yo no he cambiado. Tú sí, al parecer. Decide pues.
– ¿Cómo es posible tanto egoísmo? ¿Crees que no me debes nada?
– ¿Intentas pasarme la factura?
– No. Sólo quiero que veas hasta qué punto me tratas injustamente. Yo me casé contigo, acepté tus condiciones y las he respetado; cuando estuviste enferma, te cuidé como lo habría hecho un buen marido; vives de mi sueldo. ¿No es suficiente?
María Coral se incorporó, juntó las piernas y se apoyó en los brazos.
– ¿Eso crees? ¿Cómo se puede ser tan idiota? ¿Todavía sigues creyendo que te pagan por tu trabajo y que te ayudan por amistad? ¿Aún no te has dado cuenta de la verdad?
– ¿De qué verdad? ¿Qué insinúas?
María Coral ocultó la cara entre sus rodillas plegadas y rompió a llorar como no la había visto llorar desde su enfermedad.
– ¡Qué tonto y qué ciego y qué desvalido eres, madre mía!
Entonces dijo lo siguiente:
– Todo empezó en el hotel de la calle de la Princesa, donde yo convalecía de aquella enfermedad que no me costó la vida gracias a tu intervención. El médico me había dado de alta y era cuestión de horas que yo abandonase el hotel y me reincorporase a mi trabajo en el cabaret. Lepprince se presentó en la habitación solo, en contra de su costumbre, y después de un largo preámbulo me contó una estúpida historia de soledad, incomprensión y fracaso referida a su mujer. La odia. Se casó con ella por dinero, por el dominio de la empresa, ¿qué creías? Luego vinieron las proposiciones: volver a lo de antes, instalarme en un pisito, pasarme una renta. Yo no accedí de buenas a primeras. Estos últimos años han sido duros y he aprendido a negociar. La oferta era generosa, pero insegura: Lepprince es voluble y, tal como andan de revueltos los tiempos, ¿quién me aseguraba que no lo liquidarían a la vuelta de un mes o de un año? Por lo tanto, puse mis cláusulas al contrato: no quería dinero, ni pisito, ni siquiera un establecimiento comercial o un paquete de acciones. Quería un marido bien situado, decente y trabajador. Lepprince se rió mucho y dijo: «Si sólo es eso, cuenta con él.» Cuando pronunció estas palabras ya debía estar pensando en ti. No le ha salido mal el negocio: tú trabajas para él y me mantienes a mí, de modo que me tiene prácticamente gratis. Cuando te presentaste como mi futuro marido sentí verdadera curiosidad. ¿Qué clase de hombre sería el que aceptaba un trato tan vergonzoso? Por mi cabeza pasaron tres posibilidades: un cínico, un tonto de remate y un desesperado, acosado por las deudas. Lo que jamás supuse es que fueras un idealista que creía en el amor. Cuando me di cuenta de la verdad, tuve lástima de ti e incluso, hasta hoy, un cierto respeto. En estas condiciones, como muy bien comprenderás, nunca podría ser tuya. En estos meses he procurado no amargarte la existencia y ocultarte la verdad. Ahora ya no tiene remedio, puesto que ya sabes cómo soy. La lista de los hombres que han pasado por mi vida es incontable. Tuve que salir de mi pueblo natal para que no me lapidaran. Me uní a los forzudos del circo. Por la comida que me daban tenía que trabajar y darles satisfacción a ambos. Solían turnarse, una noche cada uno, pero a menudo venían borrachos y no respetaban la prelación. Con frecuencia me pegaban. Luego vino Lepprince y luego muchos más. Con uno solo, entre todos, mis relaciones no han sido innobles: contigo. Por eso establecí las condiciones que conoces y por eso lloré en el jardín del balneario. Mi vida es un infierno. Cuando sales de casa camino del trabajo te llevas contigo mi paz. A los pocos minutos llega Lepprince acompañado de Max. Unas veces sólo se queda una hora; otras, más: habla por los codos de sí mismo, de sus negocios, de sus aspiraciones políticas y, últimamente, de su hijo, con el que está muy ilusionado. En estas ocasiones, suele comer aquí, dormir la siesta y leer y escribir cartas por la tarde. Hasta se trae un secretario. Si se hace tarde y teme que vuelvas, llama a sus hombres y hace que te den trabajo extra. Ya ves qué sencillo es todo cuando se tiene dinero y poder. Creo que si, a pesar de todas estas precauciones, te hubieras presentado de improviso, Max te habría liquidado de un pistoletazo. Esa gente no tiene corazón.
– ¿Y tú? -pregunté-, ¿tú sí tienes corazón?
– No lo sé. Me siento confusa.
Me levanté sin decir palabra y salí de la estancia. Tomé la puerta y me largué a la calle. Frente a la casa, en mitad de la calzada, ardía una pira verbenera. Se oían explosiones y relampagueaban en el cielo los cohetes; sonaban charangas, circulaban en todas direcciones gentes vestidas de gala, cubiertos algunos con antifaces y máscaras. Sumido aún en una sustancial estupefacción, recorrí la ciudad entre el bullicio general y di con mis pasos en las Ramblas, que parecían una sala de baile, un circo y un manicomio. Había grupos bullangueros de ciudadanos, provistos de toda clase de ruidosos instrumentos, enjambres de soldados bailaban en corros, una infinita riada de cabezas cubiertas de sombreritos de papel. Hasta los policías de turno cantaban y arrojaban petardos al paso de las mozas de la vida. Iba yo contemplando aquel alegre espectáculo de la ciudad en fiestas, anonadado y fuera de mí, cuando una mano se posó en mi hombro con tal fuerza que me hizo doblar las rodillas.
– ¡Javier, tú por aquí! -oí que me gritaban, pues el jolgorio era ensordecedor.
Al principio no reconocí al individuo que me había propinado el manotazo, ya que se ocultaba tras una grotesca narizota de cartón. Luego lo identifiqué.
– ¡Perico Serramadriles!
– Qué, ¿de fiesta? -tenía los ojos enrojecidos y vidriosos y su aliento apestaba a vino.
– Ca, hijo, si yo te contara…
– ¿Qué te sucede? Llevas cara de funeral. Cuéntame.
– No quisiera interrumpir tu celebración. ¿Vas acompañado?
– Sí; una panda fetén y unas modistillas de las que algo espero, a decir verdad.
Señaló hacia un grupo que brincaba y chillaba. Las chicas, muy jóvenes, de aspecto sano, coloradotas y rollizas, remedaban un cómico can-can, levantándose las faldas hasta las rodillas y frunciendo los labios en una mueca vulgar y provocativa.
– Ve con tus amigos, Perico, no te quiero aguar la fiesta.
– Bah, déjalos, ya los encontraré más tarde. Espera que quede con ellos y me reúno contigo en un minuto.
Conferenció con el más sereno de los danzantes, arrojó un beso general a las chicas y volvió junto a mí.
– Ahora cuéntamelo todo, Javier. Siempre fuimos amigos, aunque últimamente me tienes un tanto arrinconado.
– Es verdad, pero no hablemos en la calle. Vayamos a un lugar más tranquilo, ¿quieres? Te invito a un trago.
Buscamos un local donde el estrépito fuera menor y encontramos una triste taberna medio vacía, donde sólo dos borrachos, vestidos con raídos uniformes de veteranos de la guerra de Cuba, tarareaban por lo bajo, estrechamente abrazados para no caer, haciendo vaivenes por entre las mesas. Nos sentamos en un rincón y pedimos una botella de vino y dos vasos. El primer sorbo me produjo náuseas, porque no había comido nada desde el mediodía, pero poco a poco el vino fue asentándose en el estómago y empecé a sentirme mejor, más seguro de mí mismo y más capaz de enfrentarme a la vida.
– Ay, Perico, hoy -empecé- me han dado un disgusto de muerte.
– ¿Y eso?
– He sabido que mi mujer está liada con otro.
– ¿Tu mujer? ¿Quieres decir María Coral?
– Naturalmente.
– Vaya, hombre, ¿y ésa es la causa de tu tristeza?