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– ¿Te parece poco?

Me miró como si estuviera viendo un aparecido.

– No, chico, es…, es que yo creí que lo sabías.

– ¿Que sabía el qué?

– Eso…, lo de tu mujer y Lepprince.

– ¡Atiza! ¿Lo sabías tú?

– Bueno, Javier, lo sabe todo Barcelona.

– ¿Todo Barcelona? ¿Y cómo no me lo dijiste?

– Creíamos que tú lo sabías cuando te casaste. ¿Quieres decir que no te has enterado hasta hoy? ¿Lo dices en serio?

– Te lo juro por mi madre, Perico.

– ¡Ésta sí que es buena! Mozo, más vino.

El mozo trajo más vino. Bebíamos a gollete.

– ¿Y tampoco te has enterado de lo del Casino? Si hasta lo trajo la prensa. Sin citar nombres, claro, pero con alusiones muy directas. La prensa de izquierdas, por supuesto.

– ¿Lo del Casino?

– Ya veo que estás en Babia. Lepprince abofeteó públicamente a su…, a tu mujer en el Casino del Tibidabo. Ella trató de clavarle un puñal que llevaba escondido en el bolso. La policía estuvo en un tris de detenerla si no lo llega a impedir Cortabanyes.

– ¿Esto sucedió? ¡Dios mío! ¿Y por qué le pegó Lepprince? ¿Qué había hecho ella?

– No lo sé. Cuestión de celos, probablemente.

– ¿O sea que hay otro?

– Digo yo… No van a ser celos de ti, con perdón.

– Deja, ya lo puedes decir, ¿qué más me da ya lo que digas tú, si debo de ser el hazmerreír de todos los corrillos?

– No tanto, Javier. La mayoría te tiene por un sinvergüenza y nadie sospecha que ignorabas la verdad.

– Menos mal.

Hacía rato que los borrachos cantores roncaban en el suelo. Fuera, en la calle, continuaba la algarabía. Perico me puso la mano en el antebrazo.

– Había pensado mal de ti, Javier. Perdóname.

– No tienes por qué disculparte. Al fin y al cabo, es un favor que me hacías: yo preferiría ser un sinvergüenza sin dignidad que un estúpido consentido.

– No te pongas triste. Todo tiene solución.

– Tal vez, pero no veo cuál puede ser la solución a mi problema.

– Ya la pensarás mañana. ¿Sabes qué vamos a hacer esta noche? Corrernos un juergazo. ¿Te animas?

– Sí; me parece una medida muy sabia.

– Pues no hablemos más. Paga y vamos a divertirnos. Nos reuniremos con mis amigotes. Ya verás tú qué panda más fenomenal… y qué golfas nos hemos agenciado.

Pagué y salimos. A codazos nos abrimos paso entre el gentío. Siguiendo a Perico Serramadriles, que se volvía de vez en cuando y me hacía gestos de autómata para que avanzara más aprisa, llegué frente a una lóbrega casa del Arco de Santa Eulalia. La puerta de la calle estaba abierta y Perico se metió y yo me metí detrás de él. Prendimos una cerilla e iniciamos el ascenso por una escalera de peldaños altos, estrechos y gastados. No sé yo cuántas vueltas dimos ni cuánto tiempo invertimos ni cuántas cerillas gastamos hasta llegar a una azotea iluminada pobremente por farolitos japoneses y adornada con guirnaldas de papel en la que se hallaban congregados los amigos de Serramadriles. Eran unos siete hombres y cuatro mujeres; doce en total contándonos a nosotros dos. Los hombres atravesaban la fase somnolienta de la borrachera y las mujeres, en cambio, habían alcanzado el punto más alto de la euforia, de modo que se abalanzaron sobre nosotros apenas nos vieron desembocar en la azotea y empezaron a tirarnos de los brazos y de las chaquetas para que bailásemos con ellas.

– Niñas, niñas -decía Perico entre carcajadas-, ¿cómo queréis bailar si no hay música?

– Nosotras cantaremos -decían las chicas, y se ponían a cantar a grito pelado, cada una a su aire, saltando y corriendo y haciendo rodar a Perico Serramadriles como un eje de rueda. Una de las chicas me rodeó la cintura con sus brazos y se pegó a mí, juntando su boca con mi barbilla y mirándome a los ojos con fijeza de demente.

– ¿Tú quién eres? -me preguntó.

– Soy el mayor cornudo de Barcelona.

– Huy, qué chistoso. ¿Cómo te llamas?

– Javier, ¿y tú?

– Graciela.

Graciela era muy maternaclass="underline" me dio de beber como si diera el biberón a un infante y después de cada trago me arrullaba contra sus pechos recauchutados. Uno de los borrachos adormecidos se arrastró hasta donde estábamos y metió la mano por debajo de la falda de Graciela, que movió las caderas como si espantara moscas con la cola. Ni un momento dejaba de reírse y me contagió su buen humor. Me agaché hasta el borracho y le quité la máscara con que se cubría: apareció un cuarentón enfermizo y mísero que forzó una sonrisa desdentada.

– Qué piernotas más duras, ¿eh? -le dije por decir algo.

– Ya lo creo -contestó señalando hacia el lugar donde reposaba su mano que imaginé engarfiada a una pantorrilla áspera y tensa-. Y qué panorama se divisa. Venga, venga.

Me tendí junto al borracho y miramos ambos por debajo de la falda de Graciela. No se veía nada, salvo una negra campana habitada por sombras opulentas.

– Me llamo Andrés Puig -dijo el borracho.

– Y yo Javier -le respondí-. Soy el mayor cornudo de Barcelona.

– Oh, qué interesante.

– ¿Vais a pasaros ahí la noche? -preguntó Graciela, cansada de nuestras prospecciones.

– Mi mujer, ¿sabe usted?, es un caso raro: conmigo, nada… ¿Entiende? Nada.

– Nada -repitió el borracho.

– En cambio, con los demás…, ¿sabe lo que hace con los demás?

– Nada.

– Todo.

– ¡Qué suerte! Preséntemela.

– No faltaría más. Ahora mismo.

– No podría. Estoy tan borracho que no podría.

– ¡Quite, hombre, quite! Mi mujer es de las que resucitan a los muertos.

– ¿De veras? Cuente, cuente.

– Le diré cómo la conocí: ella trabajaba en un cabaret. El peor cabaret del mundo entero. Salía desnuda, cubierta con grandes plumas de colores. Dos forzudos la tiraban al aire y la recogían y a cada volatín se le desprendía una pluma. Al final del número se la veía absolutamente.

– ¿Se la veía absolutamente?

– ¿No se lo acabo de decir? Absolutamente.

– Madre mía. Menuda pájara debe de ser.

– Para qué le voy a contar.

De aquella noche recuerdo haberme peleado con Andrés Puig, el borracho, por la exclusividad de los favores de Graciela y haber vencido. Recuerdo las dudas de la chica ante mis ruegos y mis atrevimientos («Por Dios, aquí no») seguidas de una turbada decisión sin que mediara insistencia («Vamos a mi casa; mis padres duermen»), a la que, inconsecuentemente, no hice ningún caso. Recuerdo que me bebí los fondos de todas las botellas y que derroché verborrea, con lo cual me quedé tranquilo.

Clareaba cuando llegué a casa. Al salir no tenía intención de regresar nunca jamás, pero mis pasos me condujeron inconscientemente al hogar. Iba muy contento, silbando un cuplé, cuando, al abrir la puerta, una siniestra vaharada me hizo retroceder hasta el otro extremo del descansillo. Más tarde comprendí que sólo el hecho de llevar todavía puesta la narizota de cartón me había salvado de una muerte cierta por intoxicación letal. Empecé a bajar las escaleras como un desesperado, pero de súbito se hizo la luz en mi cerebro, torné a subir, aspiré hondo y penetré en la casa. Creí desvanecerme. Apenas se distinguían los muebles, tan densa era la niebla. Me faltaba la respiración. Alcancé una ventana y rompí el cristal de un puñetazo. Era insuficiente: corrí al otro extremo del pasillo y rompí otro cristal para establecer corriente de aire. Luego cerré la espita del gas y me precipité en el cuarto de María Coral. Ésta yacía en la cama, con su larga cabellera esparcida sobre la almohada. Tenía puesto el mismo camisón que llevaba la primera noche que dormimos juntos, allá en el balneario, tan lejana ya y tan dolorosa en la memoria.

Sin embargo, no era momento de meditación. Envolví a María Coral en una colcha, cargué su cuerpo en mis brazos debilitados por la orgía y con esfuerzo sobrehumano bajé las escaleras y salí a la calle. El aire fresco de la madrugada me despabiló. Busqué un coche de punto sin resultado. Las calles estaban desiertas. En la encrucijada humeaban las brasas de la fogata extinta. De la esquina, rompiendo la bruma matutina que serpenteaba desde el puerto hacia la montaña, surgió un landó tirado por dos caballos blancos. Intercepté su paso y se detuvo. Hablé con el cochero y le pedí que nos condujera sin demora al hospital. Era una cuestión de vida o muerte, argüí abrigando la esperanza de que María Coral no hubiera expirado todavía. El cochero me dijo que subiera. En el interior del landó había un hombre despatarrado, con capa y chistera.

– Suba tranquilo, ése ni se entera -dijo el hombre del pescante señalando a su amo con el látigo.

Subí y deposité a María Coral en el asiento delantero; ocupando yo el del señor dormido, al que aparté sin contemplaciones: el caso requería decisión. Apenas me hube sentado, el cochero arreó a los caballos y el landó partió a la carrera. El señor abrió los ojos y los fijó en mi narizota de cartón.

– Qué, de parranda, ¿eh?

Yo señalé el cuerpo de María Coral envuelto en la colcha. El señor de la capa y la chistera observó el cuerpo con detenimiento, contrajo el rostro abotargado en una mueca de inteligencia y me dio un codazo.

– ¡Vaya coca, nano! -exclamó antes de dormirse de nuevo.

VII

Apenas hacía dos horas que me había separado de Perico Serramadriles cuando nos volvimos a encontrar de forma tan fortuita como la primera vez, aunque más chocante: yo aguardaba en un pasillo del hospital el diagnóstico del médico, que preveía fatal, y él se había descalabrado al rodar por una escalera en estado etílico. Llevaba la cabeza vendada y el rostro irreconocible por las magulladuras. Su compañía fue para mí un sedante. Nos sentamos en una banqueta, fumamos los últimos pitillos que le quedaban y vimos salir el sol tras las cristaleras y transcurrir las horas y deambular pasillo arriba, pasillo abajo, todas las formas del dolor humano.

– En cierta medida, Javier, te tengo envidia. Tú has logrado esa intensidad emocional que hace que la vida no sea una cosa monótona y nauseabunda.

– Esa intensidad emocional, como tú la llamas, no me ha proporcionado sino disgustos. No creo ser un personaje envidiable, francamente.