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– Pues, aun con todo lo que sé de ti, pienso que me cambiaría gustoso. Aunque todo esto es una solemne tontería, porque las cosas son como son y a nadie le gusta su vida…

– Sí, y es la única que necesariamente ha de vivir.

Pasó un médico joven, con una bata blanca llena de lamparones sangrientos.

– Me he roto la cabeza -dijo Perico Serramandriles.

– Ya le han curado, ¿no?

– Sí, vea usted.

– Entonces váyase a casa. Esto no es un casino.

– Está bien, ya me voy -respondió el fracturado.

– ¿Y usted, qué se ha roto?

– Nada. Mi mujer ha sufrido un accidente y espero el resultado de la intervención.

– Bueno, quédese, pero no entorpezca el paso de las camillas. ¡Bonita noche! A todo le llaman celebrar la verbena.

Y se alejó maldiciendo y haciendo aspavientos.

– He de irme -dijo Perico Serramadriles-. Llamaré luego a tu casa para saber cómo ha ido todo. Ten valor.

– No sabes cuánto agradezco tu compañía.

– Déjate de cumplidos y ven a vernos un día por el despacho.

– Te doy mi palabra. ¿Cómo sigue Cortabanyes?

– Igual que siempre.

– ¿Y la Doloretas?

– Ah, ¿no lo sabes? Está muy enferma.

– ¿Qué tiene?

– No lo sé. La visita un médico centenario, que si acierta en la medicación será por puro milagro.

– Me pregunto de qué vivirá ahora, sin sus chapuzas.

– Cortabanyes le pasa unos céntimos de vez en cuando. ¿Por qué no le haces una visita? Le darás un alegrón. Ya sabes que te quería como a un hijo.

– Descuida, que así lo haré.

– Adiós, Javier, y mucha suerte. Ya sabes dónde me tienes, a tu disposición.

– Gracias, Perico. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí.

Se fue Perico Serramadriles y el tiempo transcurrió con mayor lentitud. Por fin apareció un médico que me hizo pasar a un despacho destartalado.

– ¿Cómo está, doctor?

– Se ha salvado de milagro, pero se halla en un estado sumamente critico. Necesita cuidados y un gran cariño. Ya sabe usted que hay enfermedades cuya curación depende más de la voluntad del paciente que de los recursos de la ciencia. Éste es un caso claro.

– Sí, me hago cargo.

– Dígame la verdad, ¿está usted seguro de que se trata de un accidente fortuito?

– Completamente seguro.

– ¿Su vida sentimental es… del todo normal? ¿No hay diferencias entre ustedes dos?

– Oh, no, doctor. No hace ni un año que estamos casados.

– Sin embargo, me pareció deducir que usted estaba celebrando la verbena fuera de casa mientras ella permanecía sola, ¿no es así?

– Le dolía la cabeza y yo tenia que asistir a una fiesta de compromiso. Nos separamos con pena, pero sin malos entendidos. Le repito que fue un accidente. Incomprensible, lo reconozco, pero así son todos los accidentes.

Llamaron al doctor, porque no cesaba el flujo de víctimas de la juerga, y así quedó zanjado el asunto. A eso de mediodía apareció Max.

– Señor Lepprince dice: cómo está la señora.

– Dile al señor Lepprince que mi mujer está bien.

Agradecí a Lepprince la delicadeza de no haberse personado en el hospital, pero pensé que habría sido más apropiado enviar a otro emisario.

– Señor Lepprince dice: él costea los gastos.

– Dile al señor Lepprince que no deseo tocar este punto por el momento. ¿Algo más?

– No.

– Entonces vete, por favor, y dile al señor Lepprince que, si hay novedades, yo se las haré saber.

– Entiendo.

En los días sucesivos no supe de Lepprince ni de sus hombres, salvo una breve visita del señor Follater, que trajo una cajita de bombones, nos contó la enfermedad que años atrás había padecido su mujer y manifestó que la empresa entera rezaba por la pronta curación de mi señora esposa. Pero todo esto pasó después. Aquella mañana, ya el sol bien alto, volvió a convocarme el médico y me preguntó si deseaba ver a María Coral. Dije que sí. Añadió el doctor que no le hablase ni la tocase y me hizo pasar a una sala por cuyas ventanas entraban rayos de luz. La sala era muy alta de techo, larga y estrecha como un vagón de tren y contenía una doble hilera de camas. En cada cama reposaba un enfermo. Reinaba un silencio aparente, que los gemidos, ayes y resuellos acentuaban. Avanzamos entre la doble hilera y el doctor me señaló una cama entre todas. Me aproximé y vi a María Coraclass="underline" su tez se había vuelto amarillenta, casi verdosa; las manos que asomaban por encima del cobertor parecían las patas de un pájaro muerto; su respiración era lenta y desacompasada. Sentí un nudo en la garganta e hice señas al médico indicando que deseaba salir. Una vez en el pasillo, me dijo:

– Es conveniente que vaya usted a casa y trate de dormir. La convalecencia será larga y acaparará sus energías.

– Quisiera quedarme aquí. No estorbaré.

– Comprendo su ansiedad, pero debe seguir mis prescripciones. Hágalo por ella.

– Está bien. Le dejaré anotado mi teléfono. Llámeme sin vacilar.

– Descuide usted.

– Y gracias por todo, doctor.

– No hice más que cumplir con mi deber.

En mi vida, tan llena de traiciones y falsedades, aquella personalidad magnánima fue como un faro en un mar tenebroso.

La casa vacía me constriñó el corazón. Recorrí los aposentos, acaricié los muebles y grabé uno por uno los objetos minúsculos que personalizaban nuestra morada en mi mente, asociando un recuerdo a cada uno. Me preguntaba qué sucedería ahora, qué giro insólito iban a tomar nuestras vidas. E indagaba con angustia las causas que podían haber impulsado a María Coral al suicidio. Pronto habría de despejarse la incógnita. Aquella misma tarde, después de haber descabezado un sueño fugaz e inquieto, me lavé y afeité y acudí de nuevo al hospital. El ambiente no era el mismo: los pasillos estaban desiertos, los médicos charlaban pausadamente, alguna que otra monjita se deslizaba en la penumbra de las galerías portando una bandeja con frascos e instrumental. El hospital había perdido su aire de mercado y vuelto a la atmósfera académica y gravé de la normalidad. Encontré al doctor en su despacho. Me informó del estado de María Coral, satisfactorio, y me permitió visitarla rogándome que fuera prudente y que tratase, a toda costa, de inyectarle optimismo. Entré solo en la nave de los pacientes y con paso temeroso me aproximé a la cama de mi mujer. María Coral tenía los ojos cerrados, pero no dormía. La llamé por su nombre, me miró y esbozó una sonrisa.

– ¿Cómo te encuentras? -pregunté muy bajo.

– Cansada y con malestar en el estómago -respondió.

– El médico dice que pronto estarás como antes.

– Ya lo sé. Y tú, ¿cómo estás?

– Bien. Un poco asustado todavía.

– Te debiste llevar una gran impresión, ¿verdad?

Fijé la mirada en el suelo para que no viera las lágrimas que brotaban incontenibles. Recordé que tenía que dar ánimos a la enferma y pensé una broma.

– Este mes nos costará una fortuna la factura del gas.

– No menciones el gas, por el amor de Dios. ¿Cómo puedes ser tan bruto?

– Perdona, sólo quise hacer un chiste.

– ¿Y a santo de qué tenemos que hacer chistes ahora?

– El médico dijo…

– Déjales que digan. No saben nada de nada. Nosotros tenemos cosas más importantes de qué hablar.

– ¿Ah, sí?

María Coral volvió a caer en un estado de postración que me alarmó. Pero sólo duró unos segundos. Volvió a mirarme con la fijeza propia de los moribundos.

– Javier, ¿tú me quieres?

Con gran asombro por mi parte, pues creía conservar intactas mis dudas de antaño -aquellas dudas que tanto habían escandalizado a Perico Serramadriles cuando le comuniqué mi próxima boda- las palabras salieron solas.

– Sí -dije-, siempre te he querido. Te quise la primera vez que te vi, ahora te quiero más que nunca y te querré siempre, sea cual sea tu conducta, hasta el día de mi muerte.

María Coral suspiró, cerró los ojos y murmuró:

– Yo también te quiero, Javier.

La puerta de la sala se había abierto y el médico se aproximaba con la clara intención de advertirme que debía salir. Me apresuré a despedirme de María Coral.

– Adiós. Mañana volveré a primera hora. ¿Quieres que te traiga algo?

– No, tengo de todo. ¿Te vas ya?

– Es preciso. Ahí viene el doctor.

Había llegado junto a nosotros e interrumpió la despedida, de lo cual me alegré, porque sentía un hormiguero dentro del cuerpo.

– A nuestra enfermita le conviene descansar, señor Miranda. Mañana será otro día. Tenga la bondad.

– No se preocupe por mí, doctor -dijo María coral cuando salíamos, alzando la voz-. Ahora ya sé que me curaré del todo.

Una vez en la calle respiré hondo. Había confesado la verdad y eso me producía un gran alivio y un incómodo desasosiego.

En los días que siguieron a la infausta verbena, la salud de María Coral experimentó una notable mejoría. Su estado de ánimo era excelente y pronto le permitieron levantarse y dar paseos por los jardines que rodeaban el hospital. La temperatura era cálida y el cielo brillante y azul, sin mancha de nube. Durante aquellos apacibles paseos hablábamos de cosas triviales. Procurando no rozar temas íntimos ni aludir al pasado ni a nuestra situación. Desde la visita de Max no habíamos vuelto a saber de Lepprince. Perico Serramadriles llamaba de vez en cuando a casa y se interesaba por nosotros. Un día, cuando nos disponíamos a iniciar el paseo, apareció el médico y nos comunicó que el estado de María Coral era satisfactorio y que al día siguiente iban a darla de alta.

– Anímese, señora -dijo el doctor con su mejor intención-. Mañana regresará usted a casa y podrá reanudar su vida como antes.

Una vez nos hubo dejado solos, María Coral empezó a sentirse mal y su rostro se ensombreció.

– ¿Qué haremos ahora, Javier? -me decía.

– No lo sé. Algo se nos ocurrirá. Ten confianza en mí -le contestaba para tranquilizarla, si bien yo compartía sus temores. Desde la verbena no había vuelto a pisar la oficina, se acercaba el día de pago y no teníamos dinero. ¿Qué hacer? Caminamos en silencio por las avenidas flanqueadas de setos y macizos de flores. Los enfermos, en sus sillas de ruedas, nos saludaban blandamente. De pronto María Coral se detuvo frente a mí.