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– ¡Tengo una idea!

– Vamos a ver.

– Emigremos a los Estados Unidos.

– ¿Emigrar?

– Sí, eso es: hacemos el equipaje y nos vamos a vivir a los Estados Unidos.

– ¿Y por qué a los Estados Unidos?

– Me han hablado maravillas de los Estados Unidos. Siempre soñé con ir allá. Es un país lleno de posibilidades para la gente joven. Se gana mucho dinero, hay libertad, puedes hacer lo que te dé la gana y nadie te pregunta quién eres, qué piensas ni de dónde vienes.

– Pero, niña, allí hablan inglés y nosotros no sabemos una palabra…

– ¡Tonterías! Está lleno de inmigrantes de todos los países. No vamos a dar conferencias y, además, un idioma se aprende, ¿o no?

– Sí, claro, pero ¿en qué voy a trabajar si no sé hablar?

– En cualquier cosa. Puedes cuidar ganado.

– ¡Qué locura! ¡Ganado!

– Bien, hay otras posibilidades, aparte del ganado. Verás lo que se me ha ocurrido: tú podrías aprender inglés, al principio, hasta que fueras capaz de desenvolverte; yo, entre tanto, trabajaría para los dos Puedo volver a mi antiguo número de circo.

– ¡Eso sí que no!

– Bah, no seas ridículo. Mira qué idea más estupenda: podríamos ir a Hollywood: allí sí me darían trabajo como acróbata en las películas de luchas y caballistas. Tú podrías también 'trabajar en el cine. Para eso no hay que hablar ningún idioma.

No pude reprimir la risa al imaginarme convertido en un peliculero, ataviado con un sombrero de alas anchas, cabalgando por el desierto a tiro limpio.

– Soy demasiado feo -argumenté.

– También lo es Tom Mix -cortó María Coral muy seria.

La vi tan entusiasmada con la idea que no quise defraudarla. Esa noche, solo en casa, pensé, calculé, hice cuentas y me sorprendió el alba sin haber hallado solución alguna. Por la tarde fui en busca de María Coral y la traje a casa en un coche de alquiler. Había llenado la estancia de flores, pero el peso de los recuerdos latentes causó un efecto depresivo en ella. Se metió en la cama y, con ayuda de un sedante recetado por el médico, cayó en un sueño reparador del que no se despertó hasta muy avanzado el día.

Por la tarde vino Perico Serramadriles de visita. Traía un ramillete de claveles y trató por todos los medios de mostrarse natural y desenvuelto, pero la conversación se deslizaba sobre ruedas cuadradas. Yo sabía lo que pasaba en aquellos momentos por la mente de mi amigo y no hice nada por suavizar la situación, sabiendo inútil cualquier esfuerzo en tal sentido. Recordé la impresión que me produjo María Coral la primera vez que la vi, en el cabaret: el hálito inmoral y misterioso que la envolvía hacían de la infeliz un ser al que sólo se mira con un cuerpo destinado al placer de ricos y osados. Perico Serramadriles, demasiado simple, falto del cinismo que da la experiencia, no se atrevió a romper la barrera de las apariencias y su natural pusilánime se amilanó al enfrentarse con una leyenda materializada. La entrevista fue fugaz y tensa. Cuando nos despedimos supe que jamás volveríamos a vernos. Al regresar junto a María Coral, por influjo del ausente, la miré como a un fruto prohibido para un pobre pasante de abogado, como a un manjar reservado a las mesas de los Lepprince. Estaba violento y María Coral, irritada.

– ¿Qué le ocurre a tu amigo? ¿Por qué me miraba como a un bicho raro? -dijo ella.

– Es tímido -respondí por no herirla.

– Bien sabes que se trata de otra cosa -contestó María Coral-. Le doy miedo.

Quise replicar: «A mí también», pero no lo hice. Me sentía en aquellos instantes como el domador que penetra en la jaula de los leones, sabedor de que nadie querrá entrar con él y consciente de que un buen día, de improviso, los leones pueden degollarlo de un mordisco. La suerte estaba echada, como diría Cortabanyes, pero ¿cuánto tiempo podía durar aquella entente?

Unos días después de la visita de Perico Serramadriles, harto de no salir de casa, decidí visitar, a mi vez, a la Doloretas. Así se lo dije a María Coral y ésta no encontró inconveniente alguno.

– Yo me quedaré, si no te importa. Estoy un poco débil todavía. No tardes mucho.

La Doloretas vivía en una casa triste y oscura de la calle de Cambios Nuevos. La escalera era estrecha y tenebrosa, las paredes estaban desportilladas, la barandilla herrumbrosa, y el edificio entero olía insanamente a pucheros, verduras y guisotes. Llamé y al otro lado de la puerta se descorrió una mirilla y una voz aguda preguntó:

– ¿Quién va?

– Un amigo de la Doloretas; Javier Miranda.

– Oh, le abro en seguida.

Se abrió la puerta y pasé a un recibidor tétrico y desamueblado. La que me había abierto era una mujer joven y obesa. Sostenía con una mano las puntas de su delantal formando bolsa. En la bolsa se apilaban unos puñados de guisantes.

– Perdone que le reciba así, ¿eh?, pero es que estaba pelando unos guisantes.

– No se disculpe, señora, me hago perfecto cargo.

– Soy una vecina de la señora Doloretas, ¿eh?, y le hago compañía de tanto en tanto; mientras preparo la comida, por esto.

Mientras hablaba me guiaba por un pasillo angosto al término del cual se abría una sala cuadrada en cuyo centro habla una mesa camilla y un sillón. La mesa contenía una jofaina repleta de guisantes y un periódico desdoblado en el que se amontonaban las vainas. La Doloretas yacía en el sillón, cubierta por una manta a pesar del calor reinante. Al verme, sus ojos apagados cobraron animación.

– Ah, señor Javier, qué amable que ha sido al acordarse de mí.

Hablaba con dificultad, pues tenía paralizado el lado derecho de la cara.

– ¿Cómo está, Doloretas?

– Mal, hijo, muy fastidiada. Ya lo ve.

– No se desanime, mujer; en unos días estará dando guerra otra vez en el despacho.

– Ay, señor Javier, no quiera darme alivio. Nunca volveré al despacho. Ya ve lo mala que estoy. -No supe qué contestar porque, a fuer de sincero, su aspecto no podía ser peor-. Yo sólo le pido a Dios una cosa: «Señor, dame mucha de salud… Dame mucha, ya que me has quitado todo lo demás.» Pero se conoce que Dios ha querido mandarme una última prueba.

– Eso no es justo, Doloretas. Se recuperará usted, tenga confianza.

– No, no. Siempre he tenido mala suerte. Ya ve usted, de pequeña me quedé sin padres y pasé muchas de privaciones…

La vecina pelaba guisantes maquinalmente, balanceando el corpachón. Oscurecía en la calle y, como suele suceder en las ciudades costeras en verano, con el crepúsculo aumentaba la presión atmosférica y se desparramaba un bochorno apelmazado. Los guisantes producían un chirrido leve y lejano, como alaridos de insectos.

– Luego todo pareció arreglarse: conocí al Andreu, que era el más bueno de los hombres ¡y muy trabajador!, Dios le tenga en su gloria. Nos casamos y, como que los dos éramos jóvenes y bien parecidos hacíamos gozo, todo el mundo nos miraba…, perdone si le cuento estas cosas, dirá usted que soy una vieja chiflada… El Andreu, ¿sabe?, no era de aquí Barcelona. Vino a hacer los estudios y cuando me conoció y nos casamos se quedó a vivir en la ciudad. No le hacía miedo el trabajo y tenía mucho empuje, pero no tenía relaciones. Entonces hizo un amigo que se decía Pep Puntxet. El Andreu estaba muy entusiasmado con su amigo y los dos se pusieron a trabajar juntos como bestias. El Pep Puntxet tenía muchos conocidos y entre una cosa y la otra ganaban buenos dineros. A mí no me gustaba aquel hombre y así le decía a mi marido: «Ves al tanto, Andreu, ves al tanto que este Pep no me hace nada de gracia» El Andreu, pobre, sólo quería trabajar y ganar dinero para que no me faltase de nada. Lo que pasó fue que el Pep Puntxet era un desvergonzado que le engañó como a un chino, lo metió en negocios sucios y se marchó con los cuartos a la que las cosas se torcieron. El Andreu quedó solo, con todo de enemigos que le andaban detrás. «Ves al tanto, Andreu, ves al tanto.» «No te sofoques, mujer, pagaremos las deudas y comenzaremos de nuevo.» El Andreu lo era demasiado, de bueno, y no tenía malicia. Una noche…, una noche había yo hecho escudella porque sabía que llegaría con mucha gana. Pero pasaron las horas y la escudella se quedó fría.

Luego vinieron en casa unos señores que eran de la Policía. Me hicieron preguntas y me dijeron: «Venga con nosotros, señora, su marido está al hospital.» Cuando llegamos ya era muerto, el pobre Andreu. Me dijeron que había tenido un accidente, pero yo sé muy bien que lo habían matado los enemigos del Pep Puntxet.

Estaba llorando. La vecina le enjugó las lágrimas.

– No lo piense, señora Doloretas, ya pasó todo hace mucho tiempo.

La Doloretas no paraba de llorar.

– Ay, Madre de Dios. La vida tiene muchos de sufrimientos y pocas de alegrías. Las alegrías de seguida pasan. Los sufrimientos duran… -dijo la vecina.

– Ya sé -dijo la Doloretas-, ya sé que se ha casado usted, señor Javier, con una señorita muy buena y muy distinguida. Haga usted bondad y tenga conocimiento y rece mucho a Dios para que le conserve la salud y la vida. Rece mucho para que su mujer no tenga que pasar lo que yo vengo pasando.

Cuando salí de la casa tenía el ánimo abatido y creí que hasta la sombra me pesaba. Me detuve en una cervecería y bebí un coñac mientras meditaba en las palabras de la Doloretas. Su historia era la historia de las gentes de Barcelona.

María Coral me miró al entrar como si me hubiera visto aparecer andando con las manos.

– ¿Qué te ocurre, Javier? ¿Te has topado con un fantasma?

– Sí.

– Cuéntame.

– Un fantasma muy peculiar: un resucitado del futuro. Nuestro propio fantasma.

– ¡Eh, alto ahí! No empieces con tus cosas de abogado y habla claro.

– No es cosa de abogados, María Coral. Estoy confuso y necesito recapacitar.

La dejé con la palabra en la boca y me encerré en mi cuarto (a causa de su convalecencia seguíamos durmiendo separados), del que no salí hasta la hora de la cena. María Coral estaba de mal humor por mi conducta indelicada. Yo le hablé claro: vivíamos en la cuerda foja, en un mundo de fieras, no podíamos confiar en nuestras propias fuerzas para sobrevivir. La crisis era palpable; las circunstancias, criticas; los puestos de trabajo escaseaban. No podíamos aventurarnos, lanzarnos a un mar embravecido subidos al tronco resbaladizo de nuestros buenos propósitos. Había que pensar con la cabeza, domeñar los impulsos románticos, no dar un paso en falso. La seguridad, María Coral, la seguridad lo era todo. Lo decía más pensando en ella que pensando en mí, tenía que creerme. Yo sabía cosas de la vida que ella, por su extrema juventud, no podía siquiera imaginar…