Выбрать главу

No me dejó acabar la perorata. Arrojó al aire los platos y los cubiertos, se puso en pie derribando la silla, con el rostro amoratado de indignación, trémulo el cuerpo. Ni siquiera la noche de la verbena, cuando discutimos, se había puesto así.

– ¡Ya sé lo que intentas decirme, no hace falta que sigas! ¿Por qué tuve confianza en ti? ¿Por qué, una vez en la vida, creí lo que me decía un hombre?

Rompió a llorar y quiso salir del comedor. La sujeté por un brazo.

– No te pongas así, mujer, déjame terminar.

– No hace falta, no hace falta…, ya entiendo lo que no te atreves a decir -silbaba las palabras y me miró con odio-. Eres igual que Lepprince…, eres igual que Lepprince, con la diferencia de que él tiene dinero y tú eres un miserable pelagatos.

De un tirón se liberó de mi mano, abandonó la pieza y oí un portazo que parecía el estallido de un obús. Se había encerrado en mi cuarto (la puerta del suyo seguía rota) y se negó a salir a pesar de mis ruegos.

Al día siguiente salí para el trabajo. Confiaba en que la explosión de cólera de María Coral se aplacaría con el tiempo e iba dándole vueltas a la solución definitiva de nuestros problemas, cuando vi que avanzaba en dirección contraria la limousine de Lepprince. Me paré y seguí su trayectoria con la mirada: se detuvo ante la puerta de nuestra casa y bajaron dos figuras que reconocí de inmediato, a pesar de la distancia. Eran Lepprince y Max. La limousine giró, conducida por el chauffeur, y volvió a pasar junto a mí. Nuestros problemas ya no existían, porque un problema deja de serlo si no tiene solución. En el caso presente, ya no había problema, sino realidad irreversible. Con el corazón desgarrado seguí mi camino hacia la empresa.

Por la noche, de regreso, María Coral no estaba. Me tendí en la cama sin cenar, fumando un cigarrillo tras otro hasta que oí pasos en el recibidor. María Coral chocaba contra los muebles y su andar inseguro y un hipo esporádico y descarado me advirtieron que había bebido en exceso. No obstante, con la débil esperanza de recuperar los fragmentos de la felicidad perdida, me levanté y fui a su cuarto. Pero alguien había reparado la puerta y el cerrojo resistió a mis forcejeos. La llamé con dulzura.

– María Coral, ¿estás ahí? Soy yo, Javier.

– No intentes pasar, querido -me contestó su voz zumbona, entrecortada por la risa-, no estoy sola.

Empalidecía. ¿Sería verdad o se trataba únicamente de una fanfarronada pueril? Me agaché y atisbé por el ojo de la cerradura. En vez de lograr mis propósitos, fui rechazado por un manotazo que alguien me propinó en la espalda. Me di vuelta y encontré a Max, sonriente, plantado en el centro del pasillo, encañonándome con su revólver.

– No nos gustan los niños fisgones -dijo con sorna punzante.

Regresé a mi cuarto y esperé. Durante horas interminables oí los pasos de Max en el corredor, las risas y los juegos en la alcoba de María Coral, las protestas de los vecinos decentes. Luego un ruido confuso de gente que salía. Imaginé a mi mujer desnuda, despidiendo a su amante desde el rellano de la escalera… Me dormí por fin y soñé que estaba en Valladolid y mi padre me llevaba por primera vez al colegio.

A partir del día siguiente, nuestra vida continuó como antes de la verbena memorable, con la diferencia de que ahora vivíamos en un teatro sin tramoya y nos comportábamos como actores sin público, sintiéndonos ridículos de representar el uno para el otro un papel cuya falsedad no tenía paliativos. Las bochornosas escenas se repitieron con cierta frecuencia las primeras semanas, aunque no volví a coincidir con Max. Tanto ellos como yo extremábamos la prudencia en este sentido. Luego las juergas fueron decreciendo en periodicidad, duración y grado: apenas una vez por semana; Lepprince se hacía viejo. Yo visitaba casi a diario a la Doloretas y solía demorarme en su casa hasta muy avanzada hora, en parte por huir de la caricatura trágica en que se había convertido mi hogar, y en parte porque su rosario de calamidades, por contraste, me consolaba de mis desdichas. La situación se prolongó a lo largo del verano hasta que un día, a mediados de septiembre, todo se alteró.

Regresaba yo por la noche a casa con el presentimiento de que una novedad me aguardaba, y así era. La puerta no estaba cerrada con llave. Supuse que María Coral había regresado antes que de costumbre y la llamé desde el umbral. Nadie me respondió. Había luz en el comedor y allí encaminé mis pasos. La sorpresa fue mayúscula, porque quien ocupaba la pieza no era María Coral, sino Lepprince. Parecía cansado, incluso enfermo. Profundas arrugas le surcaban el rostro y las ojeras le circundaban los ojos.

– Pasa -me dijo.

– ¿Espera usted a María Coral?

Lepprince sonrió con amargura y me miró con aquella mirada profunda, cargada de ironía y ternura. La misma mirada que me había dirigido tres años antes, cuando siendo yo un chiquillo y sin apenas conocerle le pregunté a bocajarro: «Señor Lepprince, ¿quién mató a Pajarito de Soto?»

– No me supondrás tan falto de tacto, Javier -fue su contestación.

– Entonces, ¿a qué se debe su presencia en esta casa?

– Ya te imaginarás que no habría venido si no se tratase de algo grave.

Temí lo peor y se me alteraron las facciones. Lepprince, al notarlo, hizo un gesto lánguido.

– No es lo que piensas, tranquilízate.

– ¿Qué ocurre?

– María Coral se ha fugado.

Me quedé callado, confuso, tratando de asimilar la magnitud de la noticia.

– ¿Y por qué me viene a contar estas cosas? -respondí, pero mi respuesta no sonaba sincera; un temblor en la voz me delataba. Una vez más, Lepprince había escogido bien el blanco de sus disparos y no había marrado el tiro.

– ¿Qué quiere de mí? -pregunté por fin.

Sacó su pitillera de plata y me ofreció un cigarrillo de una marca que yo no conocía. Fumamos en silencio hasta que habló de nuevo.

– Tienes que dar con ella y hacer que vuelva.

Apagó el cigarrillo recién empezado, unió las yemas de los dedos y clavó la mirada en el suelo.

– ¿Cómo quiere que la traiga si no sé dónde ha ido?

– Yo sí lo sé.

– Entonces, ¿por qué recurre a mí?

– Yo no puedo detenerla.

– ¿Y pues?

– Se ha fugado con Max.

Me quedé atónito.

– ¡Increíble!

– No es momento para explicaciones. Escucha con atención lo que te voy a decir y no perdamos más tiempo.

Levantó del suelo su cartera de mano, la abrió y extrajo un revólver, una caja de balas y un papel plegado. Colocó el revólver y la caja en un extremo de la mesa y luego procedió a desdoblar y extender el papel, alisando la superficie con el canto de la mano.

– Trae una lámpara, papel y lápiz.

Fui a mi cuarto y transporté al comedor la lámpara de pie que utilizaba para mis lecturas nocturnas. Hacía calor. Lepprince se había despojado de la chaqueta y yo hice lo propio. Juntamos las cabezas bajo la lámpara. Lepprince señaló un punto en el mapa.

– Esto es Barcelona, ¿lo ves? Aquí está Valencia y aquí, al otro lado, Francia. En este sentido cae Madrid. ¿Entiendes? No, será mejor que dé la vuelta al mapa. O, mejor aún, ven aquí, a mi lado, no nos vayamos a liar el uno por el otro.

VIII

El ronquido del motor cesó de repente dejándome una especie de hueco en la cabeza. Llevaba oyéndolo toda la noche, desde que salí de Barcelona como una exhalación en busca de los fugitivos. Según los cálculos de Lepprince, aquella misma mañana debía darles alcance. María Coral y Max viajaban sin medios propios de locomoción. Habrían tomado un tren, un carrilet y, tal vez, una tartana, con lo cual, y en el mejor de los casos, era imposible que hubiesen rebasado Cervera. Yo, en cambio, conduje la conduite-cabriolet, a cuyo mecanismo me había habituado en las excursiones de los domingos de primavera.

«A la entrada de Cervera hallarás una fonda de ladrillo rojo, cuyo nombre no recuerdo. Max pasará por ahí. Si no han llegado todavía, espérales.»

¿Cómo estaba tan seguro Lepprince del itinerario a seguir y de las etapas del mismo? Varias veces se lo había preguntado y otras tantas me había respondido:

– No es momento para explicaciones: anota y calla.

Consulté por enésima vez el cuadernito: parar en la fonda y esperar. Prudencia.

Tomé la pistola que me había dado Lepprince y la introduje en el cinturón, procurando cubrir su escandalosa presencia con la chaqueta. Caminé hacia la fonda rojiza. Las primeras luces hicieron surgir ante mí la enorme mole de la ciudad encaramada en su roca. El campo estaba silencioso, el cielo despejado auguraba un día caluroso. Al llegar junto al edificio me detuve, pegado al muro, y atisbé por un ventanuco empañado por la escarcha. Se adivinaba una sala de grandes proporciones con un largo mostrador al fondo. Las sillas se apilaban patas arriba sobre las mesas. Tras la barra trajinaba una figura cuyas proporciones y movimientos hacían imposible que se tratara de Max. Empujé la puerta y entré.

– Buenos días, señor. Madruga usted -dijo el hombre del mostrador.

– No madrugo; trasnocho -le contesté.

El hombre siguió con su faena: colocaba en la superficie del mostrador una doble hilera de platillos. Sobre cada platillo, un tazón y una cuchara.

– ¿Le sirvo la cena o el desayuno?

– Un bocadillo de lo que tenga y un café con leche.

– Tendrá que aguardar. El café no está hecho. Siéntese y descanse, parece fatigado -dijo el hombre del mostrador.