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Me senté junto a la ventana. Desde allí se dominaba la sala entera y, a través del cristal, la carretera que serpenteaba entre frutales desde las estribaciones de Montserrat. Atravesar el escarpado, de noche, había constituido una proeza y mis nervios se resentían. Ahora, relajado, los objetos empezaban a balancearse dulcemente a mi alrededor.

– Señor…, ¡señor! Su bocadillo y su café.

Desperté sobresaltado y eché mano a la pistola. El hombre del mostrador depositaba un plato y un tazón humeante bajo mis narices. Me había dormido de bruces sobre la mesa.

– Lamento haberle asustado.

– Me dormí.

– Ya lo he visto.

– ¿Mucho rato?

– Un cuartito de hora escaso. ¿Por qué no sube a las habitaciones del piso de arriba y se acuesta? No se tiene usted de pie.

– Imposible. Debo seguir mi viaje.

– Perdone que me meta en sus asuntos, pero lo considero una imprudencia. Usted viaja en coche, ¿verdad?

– Sí.

– Pues no debe conducir en semejante disposición.

Bebí unos sorbos de café con leche. El líquido hirviendo me reanimó un poco.

– He de seguir.

El hombre del mostrador me miró con ironía.

– Le advierto que Max y la chica pasaron por aquí hace más de tres horas.

– ¿Cómo dice?

– Que Max y la chica ya deben de estar lejos. Se le prepara un largo viaje. Duerma y les alcanzará mañana.

Dio media vuelta y se dirigió al mostrador refunfuñando por lo bajo.

– ¿A qué vendrá tanto interés? -iba diciendo.

– ¡Oiga! ¿Cómo sabe que busco a Max y a la chica?

– Eh, usted es el enviado del señor Lepprince, ¿no?

– ¿Y usted quién es?

– Un amigo del señor Lepprince. No hace falta que saque su pistola; si le quisiera mal no me habrían faltado las ocasiones de perjudicarle.

Tenía razón y, además, no era momento de desentrañar misterios.

– ¿Hacia dónde han ido?

– ¿Cómo que dónde han ido? ¿No lleva usted un cuadernito con el trayecto apuntado?

– Sí.

– ¿Entonces por qué me pregunta? Termínese su desayuno y le prepararé la cama.

Se me cerraban los ojos.

– El automóvil… -murmuré.

– Yo lo pondré a punto y le llenaré los depósitos. Cuando se despierte podrá reanudar la pesca, ¿vale así?

– Vale…, y gracias.

– No me dé las gracias. Los dos trabajamos para el mismo patrón. Dígale a la vuelta que me porté bien.

– Descuide.

Arrastrándome subí al primer piso, donde tenían camas disponibles para los viajeros. En una de las habitaciones dormí profundamente, como hacía meses que no dormía, hasta que me despertó el hombre del mostrador. Me lavé, pagué la cuenta y salí a la carretera. El sol declinaba. El automóvil relucía frente a la fonda. Subí, me despedí del hombre del mostrador y puse el motor en marcha. Viajé toda la noche y llegué bien entrado el día a Balaguer.

«En Balaguer preguntarás por el tío Burillas, en la terminal de tartanas.»

La terminal de tartanas era una explanada alfombrada de estiércol, en uno de cuyos extremos se levantaba un caserón de adobe. Allí dirigí mis pasos. El sol daba de lleno en la plazoleta y yo debía de constituir un blanco fácil para un tirador mediano, de modo que aceleré cuanto pude mi llegada. El caserón, que hacía las veces de oficina, establo y sala de espera para viajeros, estaba cerrado. Un letrero rezaba: Tancat. Oí piafar un caballo y rodeé el edificio. Alguien herraba un percherón en el establo. En el exterior reposaba una tartana sin cabalgadura, sujeta por una cadena a una argolla incrustada en la pared. Me aproximé al herrero, un anciano fornido y hosco, que no se dignó mirarme siquiera. Esperé a que finalizase su labor.

– ¿El tío Burillas?

El viejo hizo entrar al percherón en el establo y cerró la portezuela. Conservaba en la mano el martillo que había usado para herrar.

– Per qui demana?

– El tío Burillas. ¿Es usted?

– No.

– ¿Dónde lo puedo encontrar?

– Vagi a la merda. No ho sé pas.

Comenzó a caminar hacia la oficina. Le seguí a prudencial distancia, procurando mantenerme fuera del alcance del martillo.

– ¿Ha visto llegar la tartana que viene de Cervera? -insistí.

– No hi ha tartanes, és tard -señaló el letrero-. No sap llegir? Tancat.

– Ya sé que no hay tartanas. Yo preguntaba por la que vino de Cervera.

– No hi ha tartanes, no hi ha cavalls, no hi ha res. No m'emprenyi.

Se metió en la oficina y cerró la puerta. El cartel quedó bailando ante mis ojos. Abandoné aquel lugar y deambulé por las calles de Balaguer, temeroso de una treta de Max. Al cabo de un rato de búsqueda infructuosa vi venir una hilera de niños precedidos por un ayo. El ayo parecía persona formal y a él acudí.

– Disculpe, ¿conoce usted al tío Burillas?

El ayo me miró con evidente disgusto.

– Jamás oí semejante nombre, caballero -dijo.

Pasó el ayo y detrás la chiquillería. Un niño se destacó subrepticiamente de la fila.

– Pregunte en la taberna del Jordi.

Encontré la taberna y pregunté al dueño. El tabernero alzó la voz.

– ¡Joan, un señor pregunta por ti!

Un hombre menudo y macizo, tocado con una barretina morada, se levantó de una mesa y abandonó la ruidosa partida de dominó que disputaba con otros tres jugadores.

– ¿Qué desea?

– Me manda Lepprince.

El hombre de la barretina se acarició el mentón, me miró de hito en hito, miró al suelo, me volvió a mirar y preguntó:

– ¿Quién?

– El señor Lepprince.

– ¿Lepprince?

– Sí, Lepprince. Usted es el tío Burillas, ¿no?

– Claro, ¿quién voy a ser?

– Y conoce al señor Lepprince, ¿no?

– Sí, trabajo para él.

– ¿Entonces por qué hace preguntas?

Repitió el juego de las miradas y acabó riéndose con los ojillos entornados.

– Venga, señor Lepprince, salgamos a la calle.

Le seguí. Una vez en la calle, volvió a sus miradas reticentes.

– ¿Cómo anda el asunto de mi cuñado? -preguntó por fin.

– Va bien -respondí por no liar más la conversación.

– Hace seis años que va bien -se rió de nuevo-. No sé lo que pasaría si fuera mal, me cago en diez.

– Estas cosas son lentas, pero intentaré activarlas a mi vuelta. ¿No tiene informes que darme?

Se puso muy serio. Luego se rió nuevamente durante un buen rato hasta que recuperó la seriedad.

– Han estado aquí, Max y la moza. Pasaron varias horas buscando algún medio de transporte. Querían alquilar una tartana, pero no hubo modo de conseguirlo.

– ¿O sea que siguen aquí?

– No, se fueron.

Las risas le iban y le venían y como sólo hablaba o escuchaba en períodos de absoluta normalidad, la charla llevaba trazas de durar horas.

– ¿Cómo se fueron?

– En una máquina.

– ¿Un automóvil?

– Sí.

– ¿De quién?

– De Productora.

– ¿Quién es?

– Nadie. No es ninguna persona -más risas-. Es una empresa, la de la luz. Se fueron en una máquina de los ingenieros. Habrán ido hacia las centrales.

– ¿Hacia Tremp? -dije recordando una indicación de Lepprince.

– Y más allá. Quizás hasta Viella. Iban en un auto grande, negro. Tenga cuidado si piensa viajar hasta allí, señor Lepprince, la carretera es muy peligrosa y si cae al barranco se matará.

– Gracias, seré prudente.

– Haga lo que quiera, pero recuerde lo de mi cuñado.

– ¿A qué hora salieron?

– Pronto, pronto.

– ¿De la noche o de la mañana?

– No lo sé.

Me largué para no caer en un ataque de cólera. Al cabo de unos minutos estaba otra vez en ruta. Pronto, como había predicho el tío Burillas, la carretera se tornó angosta y se adentró en gargantas cavadas por el río en la peña viva. La carretera discurría por una cornisa, a gran altura sobre las aguas negras y turbulentas, describiendo curvas de trazado irregular, muy peligrosas, efectivamente. Pasado el mediodía, cansado, hambriento y entumecido, divisé el pantano de Tremp. Hacía calor. Dejé el automóvil a la sombra de unos árboles, me desnudé y me bañé en el agua helada. El automóvil había dado muestras de calentamiento, de modo que decidí concederle unas horas de reposo y tomármelas yo también. Me tendí a la sombra de un sauce y me quedé dormido. Al despertar ya se había puesto el sol. Me dirigí a la central eléctrica. Unos obreros me informaron de que había pasado por allí un automóvil de la compañía, pero que no se había detenido. Suponían que su destino sería La Pobla de Segur, Sort o tal vez Viella.

Cené y partí de nuevo. La noche era oscura y la temperatura bajísima. Cuando despuntó la luna vi brillar la nieve en las cumbres. Aunque tiritaba, juzgué preferible no detenerme, porque con el frío no se recalentaba el motor. El automóvil agonizaba: se le habían caído los guardabarros delanteros y la rueda de recambio, que rodó irremisiblemente precipio abajo; la bocina colgaba de un solo tornillo y golpeaba contra el parabrisas; el freno apenas respondía a la presión ejercida sobre él, y al paso del vehículo iba quedando un reguero negruzco.

De mañana llegué a un pueblecito desconocido. A la entrada del pueblo se alzaba una casa bastante grande, de piedra grisácea, rodeada de una verja. En la verja había una placa y en la placa unas letras que decían: P. F. M. Identifiqué las siglas con el nombre de la empresa de suministros eléctricos a la que pertenecían los ingenieros de que me habló el tío Burillas. Paré, bajé y traspuse la verja. En el jardín un hombre regaba las plantas. Le pregunté si había pasado por allí un coche negro de la Compañía. Me dijo que no, que el coche se había quedado allí, en la casa, y que los ingenieros estaban descansando. Pedí verles. Despertaron a uno de los ingenieros y vino a mi encuentro. Me di a conocer, mencioné a Lepprince e hice las preguntas de rigor.

– Sí, trajimos a un alemán y a su mujer hasta este pueblo. Una pareja encantadora. ¿Cómo? No, no hará mucho que llegamos; un par de horas, a lo sumo. Aún deben rondar por ahí, sí. Tenían el proyecto de seguir hasta Viella, o quizá más, no sé; no hablamos mucho. Correctos, pero reservados, sí. No, no creo que salgan de inmediato. Desde aquí no hay otro medio de transporte que una diligencia que pasa de Pascuas a Ramos o alquilar un par de mulos. Ella, la mujer del alemán, parecía enferma, por eso nos avinimos a traerlos. Y por eso no creo que sigan viaje, por el momento. Sí, es todo cuanto le puedo decir. Repito que hablamos poco. No, de nada, no ha sido ninguna molestia. Me tiene siempre a su disposición.