Así me hablaba Domingo Pajarito de Soto un atardecer en que habíamos ido paseando, a la salida del trabajo, por la calle de Caspe y la Gran Vía. Estábamos sentados en un banco de piedra en los jardines de la Reina Victoria Eugenia, desiertos por el viento frío que soplaba. Cuando calló Pajarito de Soto nos quedamos un rato embobados contemplando el surtidor.
– La libertad -prosiguió- es la posibilidad de vivir acorde con la moral impuesta por las realidades concretas de cada individuo en cada época y circunstancia. De ahí su carácter variable, relativo e imposible de delimitar. En esto, ya ves, soy anarquista. Difiero, en cambio, en creer que la libertad, en tanto que medio de subsistencia, va unida a la sumisión a la norma y al estricto cumplimiento del deber. Los anarquistas, en este sentido, tienen razón, pues su idea procede de la necesidad real, pero la traicionan en tanto en cuanto no toman en cuenta la realidad para cimentar sus tesis.
– No conozco tan a fondo el anarquismo como para darles la razón o rebatir tus argumentos -repliqué.
– ¿Estás interesado en el tema?
– Sí, por supuesto -dije, más por agradarle que por ser sincero.
– Entonces, ven. Te llevaré a un sitio interesante.
– Oye, ¿no será peligroso? -exclamé alarmado.
– No temas. Ven -me dijo.
Teresa y yo habíamos ido aquella tarde a un salón de baile situado en la parte alta de la ciudad, donde ésta entronca con la villa de Gracia. Se llamaba «Reina de la Primavera». Contenía más gente de la que hubiese admitido su ya vasta capacidad, pero el ambiente resultaba simpático y alegre. Había lamparillas de gas ocultas tras cristales de colores que esparcían haces de luz mortecina sobre las parejas, las mesas rebosantes de familias sudorosas, la orquesta bullanguera, las mozas trajinantes y los guardianes del orden que recorrían la pista y oteaban los rincones empuñando cachiporras. Subían globos gaseosos por entre los estratos de humo hasta el techo desportillado del que pendían guirnaldas y banderolas con las que rebotaban para emprender un lánguido descenso hacia las cabezas abrillantadas de los danzantes. Nos divertíamos cuando Teresa me dijo de pronto:
– Soy una flor tronchada sin tierra bajo mis pies. Me abraso, vámonos.
Contemplé de cerca el rostro de la mujer que se mecía entre mis brazos y advertí en su piel tersa un tinte descolorido, una red irregular de venillas grisáceas e inicios de surcos en los alrededores de los ojos y la boca. Tras sus párpados entornados adiviné las riberas hasta donde descienden los pastos frescos, la brisa empalagosa de los bosques y el rumor del agua y las hojas y las cosas en movimiento que constituye un lenguaje secreto de la infancia. Jamás olvidaré a Teresa.
JUEZ DAVIDSON. ¿Frecuentaba los cabarets el señor Lepprince?
MIRANDA. No.
J. D. ¿Bebía?
M. Moderadamente.
J. D. ¿Recuerda haberle visto ebrio en alguna ocasión?
M. Yo diría, mejor, alegre.
J. D. ¿Reconoce haberle visto alegre?
M. Alguna vez. A todo el mundo…
J. D. ¿Perdido el control de sí mismo?
M. No.
J. D. ¿Recuperaba la lucidez si las circunstancias lo requerían?
M. Sí.
J. D. ¿Cree usted que utilizaba productos tóxicos?
M. No.
J. D. ¿Le pareció a usted en algún momento loco o trastornado?
M. No.
J. D. Resumiendo, ¿consideraba usted a Lepprince un hombre perfectamente normal?
M. Sí.
…Sólo la hipocresía farisaica y cerril de los espíritus de orden que subordinan la marcha del mundo a la preservación de sus privilegios bastardos a costa de cualquier injusticia y de cualquier sufrimiento ajeno, podría escandalizarse o sorprenderse ante los hechos. Pues, ¿qué sucedió sino que la prosperidad inmerecida de los logreros, los traficantes, los acaparadores, los falsificadores de mercaderías, los plutócratas en suma, produjeron un previsible y siempre mal recibido aumento de los precios que no se vio compensado con una justa y necesaria elevación de los salarios? Y así ocurrió lo que viene aconteciendo desde tiempo inmemoriaclass="underline" que los ricos fueron cada vez más ricos, y los pobres, más pobres y miserables cada vez. ¿Es, pues, reprobable, como algunos pretenden, que los desheredados, los débiles, los parientes pobres de la inhumana e insensible familia social recurriesen a un único camino, al solo medio que su condición les deparaba? No, sólo un insensato, un torpe, un ciego, podría ver algo censurable en tal actitud. En la empresa Savolta, debo decirlo, señores, y entrar así en uno de los más oscuros y penosos pasajes de mi artículo y de la realidad social, se pensó, se planeó y se intentó lo único que podía planearse, pensarse e intentarse. Sí, señores, la huelga. Pero los desamparados obreros no contaban con (¿me atreveré a pronunciar su nombre?) ese cancerbero del capital, esa sombra temible ante cuyo recuerdo tiemblan los hogares proletarios…
– Me envía “el Hombre de la Mano de Hierro” -dijo Lepprince-. ¿Han oído hablar de él?
– ¿Quién no lo ha oído, señor? Todo Barcelona…
– Vayamos al grano -dijo Lepprince.
El aposento donde se celebró la contrata no era grande, pero sí lo suficiente para que pudieran hablar cinco personas con cierta holgura. Las paredes estaban empapeladas de andrajos y había una mesa carcomida, dos sillas y un sofá. Del techo colgaba una lámpara de petróleo que parpadeaba y no existían ventanas ni orificio alguno de ventilación. Los dos hombres ocupaban las sillas; Lepprince y yo, el sofá, y ella, rebozada en su capa de lentejuelas, se hizo un ovillo sobre la mesa, con las piernas cruzadas.
Recuerdo vivamente la profunda impresión que me produjo María Coral la primera vez que la vi. Tenía el cabello negro y espeso que caía en serenas ondas sobre sus espaldas, los ojos negros también y muy grandes, la boca pequeña de gruesos labios, la nariz recta, la cara redonda. Iba exageradamente pintada y aún conservaba la capa de terciopelo y falsa pedrería con que se tapaba después de su actuación. Había seguido con el corazón encogido sus evoluciones en el aire, lanzada y recogida por aquellos forzudos torpes, idiotas y bestiales que la sobaban y mandaban con el gesto autoritario del toro semental. Cada vez que la veía girar y voltear en el vacío, a punto de caer y estrellarse contra la sucia pista de aquel desangelado cabaret, un gemido se ahogaba en mi garganta y maldije los turbios senderos que la llevaron a desempeñar aquella peligrosa y marginada profesión de saltimbanqui en un local obsceno y viciado por todo lo bajo y malo de este mundo. Quizá presentía futuros sufrimientos. Recuerdo que odié sin conocerle al «Hombre de la Mano de Hierro» y a todas las circunstancias que mezclaban en su tela de araña venenosa el destino de aquella niña con la suerte fatídica del hampa y el laberinto dramático del crimen; sin salida. Odié la pobreza, me odié a mí mismo, a Cortabanyes, que me había hecho partícipe de la contrata, a la empresa Savolta y a ella, en especial.
CONTINUACIÓN DEL AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN BARCELONA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926
Documento de prueba anexo n. ° 2
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
…Que supe más adelante de la existencia de una mujer llamada María Coral, joven al parecer hermosa, de profesión artista y complicada en los hechos objeto de mi declaración. Que la tal María Coral, de apellido y origen desconocidos y de raza gitana (según me pareció deducir de sus rasgos físicos y tez), llegó a Barcelona en septiembre u octubre de 1917, en compañía de dos forzudos no identificados, con los que ejecutaba suertes acrobáticas en un cabaret de ínfima categoría de esta ciudad. Que los dos forzudos, a tenor de informes recibidos de otras localidades donde actuaron anteriormente, encubrían bajo su actividad artística la más lucrativa profesión de matones a sueldo, profesión que favorecía su corpulencia física y adiestramiento por una parte y, por otra, el hecho de desplazarse continuamente de una localidad a otra e incluso al extranjero. Que, de acuerdo con mis conjeturas, indemostrables, la susodicha María Coral abandonó la compañía de los dos forzudos en Barcelona, quedándose aquélla mientras partían éstos. Que la separación aludida se debió (siempre en el terreno de las suposiciones) a la intervención de algún poderoso personaje (¿Lepprince?, ¿Savolta?, ¿«el Hombre de la Mano de Hierro»?) que la hizo su amante. Que al cabo de un cierto lapso de tiempo desapareció de nuevo sin dejar rastro. Que reapareció en circunstancias extrañas en 1919…
– Ay, Rosa -dijo la señora de Claudedeu-, que ya barrunto quién es tu candidato.
– Neus, ¿quieres dejar de decir tonterías? -riñó la señora de Savolta-. Te digo que la niña es muy joven aún para pensar en estas cosas.
María Rosa Savolta se había despegado de su madre unos instantes para ir a tomar un refresco y regresó a tiempo de oír la última frase.
– ¿De qué habláis?
– De nada, hija, de nada. Tonterías que se le ocurren a Neus.
– Hablábamos de ti, primor -rectificó la señora de Claudedeu.
– Ah, de mí…
– Claro, eres la persona más importante de la fiesta. Le decía yo a tu madre, con la confianza que me da el haberte visto nacer, que ya eres una mujercita, y muy linda, por cierto, y quo conste que no lo digo por hacerte gracia, que menuda bruta soy yo cuando me pongo a cantar las verdades del barquero… La joven María Rosa Savolta se había ruborizado y tenia los ojos fijos en el vaso que sostenía con ambas manos.
– Y le decía yo a tu madre que va siendo hora de que pienses en tu futuro. En lo que harás, me refiero, cuando termines los estudios en el internado. Con eso, ya sabes lo que quiero decir.
– Pues no, no, señora -respondió María Rosa Savolta.
– Mira, niña, deja de llamarme señora y haz el favor de tutearme y llamarme por mi nombre. No te creas que adoptando esta actitud de mojigata me vas a matar la curiosidad.
– Oh, no, Neus. No intentaba…
– Ya sé yo que sí, ¿te crees que no he sido joven y que no he recurrido a estos trucos? Anda, boba, seamos amigas y cuéntamela verdad. ¿Estás enamorada?