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Dejé oculto el automóvil donde Max no lo pudiera encontrar y entré a pie en el pueblo, para no ser advertido. El pueblo era muy pequeño y pintoresco. Situado en un valle breve, de vegetación escasa por lo árido del suelo, y rodeado de altísimas montañas en parte rocosas y en parte arboladas, cubiertas de nieves perpetuas en las cimas más altas.

El pueblo no sobrepasaba el centenar de habitantes, aunque la emigración constante hacia la ciudad dificultaba el censo. Las casas eran de una sola planta, pardas y de muros gruesos, con ventanas estrechas e irregulares como grietas. Las chimeneas humeaban.

Mi pretensión de pasar desapercibido se vio pronto truncada. Me encontré súbitamente rodeado de curiosos que holgaban al sol. A ellos me dirigí en busca de información. Me dijeron que la pareja de extranjeros se alojaba en la casa del oncle Virolet, que tenía habitaciones libres porque sus hijos habían marchado a Barcelona.

– Todos se van a trabajar con la Compañía. Sólo quedamos los viejos. La Compañía paga bien y a los jóvenes el pueblo se les queda pequeño.

Insistí para que me hablaran de la pareja recién llegada.

– La señora parecía muy enferma -coincidieron todos-, por eso se tuvieron que quedar. El señor rubio quería seguir a toda costa, pero ella se negó en redondo y los que la vimos le dimos la razón y les aconsejamos que descansaran al menos dos días. Es muy sano el clima de aquí.

Pregunté si había otro lugar en el pueblo donde alquilasen habitaciones. Me llevaron a casa de la señora Clara, una vieja que criaba gallinas en el comedor de su domicilio. La señora Clara me alquiló por un precio irrisorio un cuarto de techo inclinado en el que acomodaron un sofá. Pedí para lavarme y me trajeron una palangana, una jarra de agua y un espejo cuarteado. Al mirarme en el espejo vi que tenía las mejillas hundidas, la barbilla huida, la barba hirsuta y ojeras violáceas. Me asaltó un temblor violento y me sentí febril. Me acosté y pasé la tarde y la noche arrebujado bajo una pila de mantas. La señora Clara me traía caldo, huevos frescos, bizcochos y vasitos de vino. Mi sueño estuvo poblado de pesadillas. Desperté repuesto, pero entristecido por las visiones que me habían acosado sin tregua y que profetizaban muerte violenta.

Los incidentes del viaje y el subsiguiente decaimiento me habían impedido trazar un plan de acción, incluso fantasear acerca del cariz que tomaría nuestro encuentro. Como no deseaba improvisar sobre la marcha, pasé la mañana entregado a las más disparatadas cábalas, consciente, aunque lo negase, de que a la hora de la verdad mis elucubraciones se derrumbarían y no sabría qué hacer ni qué decir. Poco después del mediodía llegó un chaval harapiento a la casa y preguntó por mí. Le hicieron pasar. Traía un recado: la señora extranjera quería verme. Comprendí que me había estado ocultando por miedo, no tanto a enfrentarme con Max como a enfrentarme con María Coral. Me vestí, comprobé que aún tenía la pistola en mi poder y que había balas en el cargador, me cercioré de que recordaba el funcionamiento del arma y me dirigí a la casa del oncle Virolet, guiado por el chaval y seguido por todo el pueblo, que ya por entonces debía de estar al corriente del asunto y aguardaba con expectación un sangriento y espectacular desenlace.

La casa del oncle Virolet estaba en una callecita estrecha y sombría que partía de una plaza donde se hallaba enclavada la iglesia, la Casa Consistorial y el cuartelillo de la Guardia Civil. En la plazuela se detuvieron los curiosos y yo me adentré solo en la calle desierta. Caminé aprisa, pegado a los muros, agachándome al pasar frente a las ventanas. Así llegué a mi destino, sin que ningún pormenor turbase la calma del pueblo. Me volví a mirar atrás en el último momento, tentado de pedir ayuda o de salir corriendo. Pero no era posible: aquel asunto tenía que resolverse y eso había de hacerlo yo, a mi modo y por mis medios. Por otra parte, los curiosos no parecían muy dispuestos a intervenir activamente: se habían acomodado bajo los soportales de la plaza y liaban pitillos o daban rítmicos tientos a un porrón colosal.

La puerta de la casa del oncle Virolet estaba entornada; la empujé y vi un largo pasillo en tinieblas. Me hice a un lado y esperé, conteniendo unos segundos la respiración. Nada sucedió. Asomé la cabeza: el corredor continuaba expedito. Al fondo distinguí una rendija de luz. Me introduje en la casa y recorrí la distancia que me separaba de la luz con extrema cautela. Otra puerta entornada. Volví a empujar. Me hice a un lado. Silencio absoluto. Miré y no vi más que una estancia iluminada y aparentemente vacía.

– ¿Hay alguien ahí? -pregunté.

– Javier, ¿eres tú?

Reconocí la voz de María Coral.

– Sí, soy yo. ¿Está Max contigo?

– No, ha salido y tardará en volver. Entra sin miedo.

Entré. Lo primero que sentí fue el cañón de un revólver apoyado en la sien. Luego una mano arrebató mi pistola. María Coral lloraba en un rincón con la cara oculta en los brazos doblados sobre las rodillas.

– Pobre Javier…, oh, pobre Javier -le oí decir entre sollozos.

María Coral nos había dejado a solas. Max se sentó a la mesa y me invitó a ocupar otra de las sillas. Hice lo que me ordenaba y el pistolero guardó sus armas en el cinto, colocando la mía en la mesa, fuera de mi alcance. Luego se quitó el bombín, se aflojó la corbata y me pidió permiso para quedarse en mangas de camisa. «Il fait chaud, n'est-ce pas?» Le dije que sí, que hacía mucho calor. Mientras se despojaba de la chaqueta le observé detenidamente: su rostro barbilampiño y su tez sonrosada no revelaban, a diferencia de la mía, la menor muestra de cansancio. Parecía limpio y fresco, como recién salido de un baño de sales. Captó mi mirada y sonrió.

– Êtes-vous fatigué, monsieur Miranda?

Le confesé que sí; volvió a sonreír y señaló las montañas que se divisaban fragmentariamente a través de la ventana.

– Qu’il fait du bien, le plein air! -exclamó.

Luego se hizo un silencio tenso y, por fin, empezó a hablar en estos términos.

– Ya me perdonará, monsieur Miranda, que haya recurrido a este método tan poco deportivo, pero tiene su justificación en lo que le voy a contar. En primer lugar, no debe reprochar la intervención de María Coral en su vergonzosa captura. Lo hizo para evitar mayores males. Como usted comprenderá, yo no tenía por qué recurrir a esta…, ejem…, tricherie honteuse. Pude matarle, de haber querido, a traición o cara a cara en cualquier momento, á tout bout de champ. Pude hacerlo apenas me informaron, en Cervera, de que usted había salido en nuestra…, comme on dit?, poursuite? Eso es, sí, en nuestra persecución. ¿Por qué no lo hice? Ahora lo sabrá. Ante todo, yo no soy lo que usted piensa. Observe, por ejemplo, que mi castellano es correcto, cosa que hasta el presente me esforcé en disimular. No soy el clásico tueur á gages. Poseo una cierta instrucción, pienso por mi cuenta con bastante sensatez y soy hombre de buenos sentimientos, au fond. Circunstancias ajenas a mi voluntad me han conducido al desempeño de esta triste profesión, cosa que deploro, aunque reconozco que no lo hago mal. En ningún momento, sin embargo, me he sentido identificado con el oficio de matar, y por lo que a usted respecta, monsieur Miranda, jamás sentí animadversión hacia su persona, sino más bien una cierta simpatía. Esto en lo tocante a mí. En cuanto a María Coral, créame, sólo es una víctima inocente a la que usted no ha sabido hacer justicia. Perdone si me interfiero en sus affaires du coeur, cosa que no suelo hacer y que prometo no repetir en el curso de nuestra conversación. Y volviendo a los hechos en l'espéce, le diré que nuestra huida no se debe a meras causas emocionales, como usted sin duda habrá supuesto, sino a otros condicionamientos más fríos, pero a la vez más comprensibles.

Se interrumpió, se peinó con los dedos sus rubios y lacios cabellos y cerró los ojos como si recogiera el hilo invisible de sus pensamientos.

– Sepa usted, ante todo, que Lepprince no le ha dicho la verdad. Al menos, no le ha dicho toda la verdad. Y ese aspecto que ha tenido la prudencia de ocultarle es el que yo le voy a desvelar: Lepprince está… en faillite, ¿cómo se dice en español? ¿Quiebra? Sí, ésa es la palabra: quiebra. No, aún no es cosa oficial, pero ya se sabe en todos los círculos financieros. La fábrica no produce, las mercancías se oxidan en el almacén, los acreedores acosan por todas partes y los Bancos han vuelto la espalda a la firma. Tarde o temprano estallará la situación y, entonces, Lepprince está perdido. Sin dinero, sin influencias y, por decirlo todo, sin mí, sus días están contados. Quienes le han odiado en silence durante años, aprovecharán para caer sobre sus despojos. Y son muchos los que acechan, téngalo por cierto. No diré que los admiro, pero, en cierta medida, los comprendo. Lepprince ha gustado de jugar con los débiles y ha hecho mucho mal. Es justo que ahora pague. Pero no nos desviemos del tema.

Hizo una nueva pausa. Fuera, en la plaza, sonaron las campanas de la iglesia. Ladró un perro a lo lejos. El cielo se había vuelto rojizo y las montañas se recortaban amenazadoras.

– En las circunstancias referidas, monsieur, era lógico que tanto María Coral como yo tratáramos de ponernos a salvo, dado que ambos éramos, y somos aún, las dos personas más étroitement ligadas a Lepprince. Esta actitud, que objetivamente considerada, podría calificarse de déloyale, no lo es si tomamos en cuenta el factor esencial de nuestra relación, c'est á dire, el dinero. Finiquitado éste, resulta lógico que Lepprince se defienda por si mismo (hablo de mi caso) y que busque l'épanouissement en su legitima esposa (hablo de María Coral). María Coral, y no vea en mis palabras un juicio de valor sino la constatación de un hecho, no puede apoyarse en usted. Falto de Lepprince, saldada la empresa, usted queda en el aire; así son las cosas. Decidimos, por lo tanto, huir. De no haber sido por la repentina découverte de la grossesse de María Coral, a estas horas habríamos rebasado la frontera y usted no nos habría dado alcance. Ahora las cosas han cambiado: ella no puede seguir viaje a lomos de un caballo. Por eso recurrimos al método de atraerle y dialogar. No en busca de un enfrentamiento que sólo producirla derramamiento de sangre, sino en busca de su colaboración, dado que la enemistad, actualmente, n'a pas de sens.