Dejó de hablar y reinó el silencio durante largo rato. Yo luchaba por hacerme cargo de la situación, asimilando las razones que me daba el pistolero. Lo que fue en un principio una turbulenta aventura sentimental finalizaba con una fría transacción en torno a una mesa.
– ¿Qué clase de colaboración esperan de mí? -pregunté.
– Que nos dé su automóvil.
– ¿No le sería más cómodo arrebatármelo?
– Supongo que usted opondría resistencia, y tal vez… la cosa tendría un desagradable desenlace.
– No me diga que siente escrúpulos a estas alturas.
– Oh, no, no me interprete mal. Se trata de una cuestión de conveniencia. Tenga usted por seguro que no le voy a matar. Y sepa también que Lepprince le mandó a buscarnos en la certeza de que yo le mataría. Pero no es éste momento para las explicaciones. ¿Nos cede o no nos cede su automóvil?
– ¿Por qué habría de hacerlo? -inquirí.
– Por ella -respondió Max-, si vous l’aimez encore.
Cuando el ruido del automóvil se perdió a lo lejos y el silencio se adueñó una vez más del pueblo, me levanté y salí de la casa del oncle Virolet. Era casi de noche. En la plazuela sólo quedaban unos pocos curiosos, pues el aburrimiento había dispersado a los más. Los tenaces que aún esperaban me miraron pasar envueltos en una quietud vacuna, mezcla de reproche por el espectáculo escatimado y conmiseración por el fracaso de mi aventura, que adivinaban.
Llegué a mi alojamiento, en casa de la señora Clara, y pasé largo rato tendido en el sofá, fumando y pensando en mi existencia y en todas las vueltas y revueltas que había dado para volver al inicio, con más años, menos ilusiones y ninguna perspectiva. Recordé las palabras de Cortabanyes: «La vida es un tiovivo que da vueltas hasta marear y luego te apea en el mismo sitio en que has subido.»
En estas reflexiones andaba cuando advertí un cierto revuelo en las calles del pueblo. A poco llegó el chaval harapiento que horas antes me había traído el recado de María Coral. Venía muy alborotado y tras él se arremolinaban los lugareños.
– ¡Señor, señor, corra!
– ¿Qué sucede?
– ¡La Guardia Civil, que trae su automóvil! ¡Corra!
Me precipité fuera de la casa. Todo el pueblo se había congregado en la carretera, portando faroles de aceite. Una sombra de contorno impreciso se aproximaba. Cuando llegó a la altura de los primeros faroles, vi que se trataba de dos guardias civiles, con sus tricornios, sus capotes y sus fusiles en bandolera, que empujaban y frenaban, según la pendiente del camino, el coche de Lepprince. Me acerqué al coche: sentado al volante iba Max, con el rostro lívido y desencajadas las facciones, los brazos colgantes, la camisa ensangrentada; evidentemente muerto.
– Los civiles han matado al extranjero -oí decir.
Acompañé a la comitiva al cuartelillo. Allí, tras una espera breve, el cabo, un hombre maduro y enjuto de rizados bigotes, me dio cuenta de lo sucedido.
– La pareja patrullaba por el hondo cuando vio venir ese auto de ahí afuera -señaló la puerta entreabierta que daba a la calle oscura como boca de lobo y desierta a la sazón-. Le dieron el alto y el auto paró. Al acercarse pudieron comprobar que había dos ocupantes: el difunto aquí presente y una mujer.
– ¿Qué ha sido de la mujer? -interrumpí.
– Déjeme acabar. Esto es un atestado. Como iba diciendo, les pidieron la documentación, en cumplimiento de las disposiciones legales al respecto, y cuál no sería su sorpresa al ver que el difunto (para entendernos) sacaba un revólver del cinto, con intención de disparar sobre los guardias. Lógicamente, éstos respondieron a la agresión con sus fusiles. Y le frieron a tiros.
Se quitó el tricornio y se limpió el sudor con un pañuelo de hierbas. Un número hizo su aparición, respetuoso.
– El Código Penal que usted pidió.
El cabo dejó el tricornio sobre la mesa y sacó del bolsillo unas gafas de armadura de alambre.
– Déjelo aquí, Jiménez. Este señor es el propietario del automóvil. Le estoy tomando la pertinente declaración. Luego les llamaré a ustedes.
El número se llevó la mano al tricornio y se retiró andando de espaldas. El cabo se había calado las gafas y hojeaba el Código.
– Vea usted, señor Miranda, aquí lo dice bien claro: Atentado y resistencia a la Autoridad. Usted lo ha visto tan bien como yo, ¿de acuerdo? No quiero líos.
– Sí, ya veo. Lo que no me explico es cómo sus agentes salieron indemnes de la agresión.
El cabo cerró el Código y lo utilizó como refuerzo de su mímica.
– Verá usted, el extranjero llevaba revólveres de poco calibre. Tuvo que levantar mucho los brazos para disparar por encima de la puerta del automóvil -asomó un dedo por encima del Código-. Los agentes, en cambio, como van armados de mosquetones, dispararon a bocajarro a través de la carrocería. Eso les permitió efectuar los disparos con mayor rapidez y precisión -depositó el texto legal junto al tricornio y concluyó-: Ese extranjero debía ser un pistolerete de ciudad.
– ¿Y la mujer que le acompañaba? -insistí.
– Ésa es la parte más chocante de la historia. Mire, la carretera tiene a un lado la montaña y al otro el barranco, ¿ve? -el Código Penal se convirtió en una carretera-. Pues bien, cuando los agentes recargaban las armas, la mujer brincó al respaldo del asiento y se arrojó al vacío.
– ¡Cielo santo!
– Espere, que ahora viene lo bueno. Los agentes se asomaron a ver si se había estrellado, pero no encontraron rastro de la mujer. Se había volatilizado.
– Gracias a Dios -exclamé. Y añadí para informar al cabo-: Es acróbata circense.
– Sí, como las cabras debió descolgarse por las rocas, es cierto. De todos modos, fue una proeza inútil. Pronto volverá, si está con vida.
– ¿Cómo lo sabe?
– Llevaba ropa ligera, pues hace calor mientras dura el sol, pero a la noche refresca mucho. Además, se había quitado los zapatos al saltar, porque los hemos encontrado en el asiento posterior del automóvil. Vea, vea usted mismo cómo ha refrescado. Miré por la ventana enrejada del cuartelillo. Soplaba un viento helado y creía percibir aullidos de lobo procedentes de la sierra.
– ¿Hay lobos en esta comarca?
– Eso dicen los del lugar. Yo jamás los vi -respondió el cabo con indiferencia-. Ahora, si le parece bien, procedamos a tomarle la declaración.
Me mostré lo más evasivo posible. A decir verdad, bien poco hube de forzar mis respuestas para desconcertar al cabo. Ignoraba el apellido de Max, su edad, el lugar de su nacimiento y todos los restantes datos personales concernientes al pistolero. Mentí con respecto a María Coral. Fingí no saber quién era para no dar datos y convertirla en presa identificable. Tampoco el cabo se mostró muy incisivo. Se notaba que aquel asunto le desagradaba. Cuando nos despedimos aproveché para decirle:
– Si encuentran a la mujer, trátenla con delicadeza. Es una menor.
El cabo me dio una palmadita en el hombro.
– Ustedes los de Barcelona no se privan nunca. De nada.
Pasé la noche a la espera de María Coral, sentado en el pórtico de la casa, pero llegó la mañana y la gitana no regresaba. Bien entrado el día, decidí telefonear a Barcelona y tener un cambio de impresiones con Lepprince. En ninguna casa del pueblo tenían teléfono, como había supuesto, y me dirigí a las oficinas de la Compañía, donde contaba con agenciarme la influyente ayuda de los ingenieros.
Sin embargo, mis propósitos estaban condenados al fracaso. En el sendero que iba de la carretera al edificio de la Compañía, me topé con un grupo de obreros que me cerraron el paso.
– ¿Adónde va? -me preguntó uno de los obreros.
– A las oficinas, a telefonear.
– No se puede. Las oficinas están cerradas.
– ¿Cerradas? ¿Hoy? ¿Y eso por qué?
– Hay huelga.
– Pero se trata de una cuestión de vida o muerte.
– Lo sentimos mucho. La huelga es la huelga.
– Déjenme intentarlo, al menos.
– Está bien, pase.
Me dejaron el camino libre, pero fue inútil. Frente a la verja de hierro había piquetes de hombres armados con barras de hierro, herramientas y objetos contundentes. El ambiente, con todo, estaba en calma. Esperé sin que nadie fijase su atención en mí. Transcurrido un rato salió una docena de hombres del edificio. Dos, al menos, llevaban escopetas, y todos, pañuelos rojos al cuello. Los de fuera abrieron las puertas de la verja. A poco vi aparecer el automóvil negro de los ingenieros. Iba repleto de gente como un tranvía. Cruzó la verja y se perdió carretera adelante, en dirección a Barcelona. Los obreros entraron entonces en el edificio y cerraron las puertas. Yo perseguí un rato al coche, haciendo señas para que se detuviera. Naturalmente, no me hicieron ningún caso.
Volví al pueblo y acudí al cuartelillo de la Guardia Civil. El cabo había salido. Pedí que me dejaran telegrafiar.
– El telégrafo no funciona. Los huelguistas han cortado el fluido eléctrico -me dijo un número.
– ¿Saben algo de la chica perdida?
– No.
– Irán a dar una batida, supongo.
– Ni lo sueñe. Bastantes quebraderos de cabeza nos traerá esa dichosa huelga. Por ahora parecen tranquilos, pero ya veremos lo que ocurre cuando pasen unas horas. Cuando este follón acabe, quizá salgamos por el monte, a ver.