«El hombre pobre y trabajador se halla oprimido por el que es rico y no trabaja; pero a este hombre le queda aún el recurso, bien triste por cierto, de vengarse de la opresión que sufre, oprimiendo a su vez a la hembra que le tocó en suerte; a esta hembra no le queda ya ningún medio de desahogo, y tiene que resignarse a padecer el hambre, el frío y la miseria que origina la explotación burguesa y, como si esto fuera poco, a sufrir la dominación bestial, inconsiderada y ofensiva del macho. Y éstas son las más felices, las privilegiadas, las hijas mimadas de la Naturaleza, porque existe un treinta o un cuarenta por ciento de esas mujeres que son mucho más infelices aún, puesto que nuestra organización social, hasta les prohíbe el derecho a tener sexo, a ser tales hembras, o, lo que es lo mismo, a demostrar que lo son.
«Oh, la mujer! He ahí la verdadera víctima de las infamias sociales; he ahí el verdadero objeto de la misión de los apóstoles generosos.»
– Es un hermoso y noble texto de uno de los maestros del anarquismo -me dijo la dulce Estrella mirándome a los ojos con los suyos, profundos y claros.
– Queremos demostrar a los hombres con nuestra conducta que somos capaces y dignas de comprensión, iguales en la libertad -declamó la llamada Democracia.
Yo no sabía a qué carta quedarme. Al principio las tomé por vulgares prostitutas que habían decidido adaptar la profesión al espíritu de los tiempos. Más adelante pude comprobar que no cobraban por ejercer su apostolado, si bien aceptaban comida, vino, tabaco y algún obsequio de poco valor (un pañuelo, unas medias, un ramillete de flores silvestres, un retrato de Bakunin). A lo largo del viaje las fui catalogando sucesivamente como locas, farsantes, chifladas y santas, a su manera.
Los seis días que duró el recorrido hasta Barcelona tuvieron un cariz que me atreveré a calificar de bucólico. Viajábamos de día y por las noches dormíamos en los establos de las masías, cuyos habitantes nos acogían con hospitalidad fraternal. Nos cobijábamos entre las pajas y nos abrigábamos con mantas que nos prestaban y tratábamos de dormir, cosa que no siempre resultaba fácil, pues los mozos de labranza, sabedores de la moral de las huéspedes, acudían con ruidosa frecuencia al dormitorio común. Una vez fui despertado por unas manos trémulas y recibí en el rostro la siguiente salutación:
– Collons, si és un home!
Con todo, las misioneras del amor libre se mostraban infatigables. Por la mañana, después de desayunar una espléndida ración de jamón u otro embutido, leche recién ordeñada y pan tierno, nos poníamos en ruta. Normalmente, conducía yo, como pago por sus atenciones, pues compartía su comida y alojamiento sin participar, como es lógico, de sus actividades. Si sorprendíamos algún grupo de huelguistas portando enseñas anarquistas, me ordenaban tascar el freno y las ocupantes del camión se apeaban, platicaban, distribuían el texto sobre la mujer proletaria y desaparecían entre los arbustos, dejándome solo o en compañía de los más ancianos. Así trabé muchas amistades y recibí una buena dosis de adoctrinamiento filosófico. Contra lo que sospeché en un principio, el proselitismo logrado entre los hombres (tanto solteros como casados) era sincero y las siete propagadoras del dogma del amor libre fueron siempre tratadas con sumo respeto y deferencia.
De esta guisa llegamos a Barcelona. La impresión que me produjo fue dramática. Lo que en el campo era liberación y alegría, en la ciudad era violencia y miedo. El corte de fluido eléctrico había sumido al conglomerado urbano en un laberinto tenebroso donde toda alevosía estaba encubierta y todo rencor podía saldarse impunemente. Si de día, con la luz, las calles eran el reino de predicaciones de la igualdad y la fraternidad, por las noches se convertían en el dominio indiscutido de hampones, mangantes y atropelladores. El cierre de los comercios y la carencia de avituallamiento proveniente de las zonas rurales habían provocado la escasez de los productos más necesarios y los canallas imponían sus leyes abusivas en un mercado negro donde la compra de un pan revestía los trágicos caracteres de una degradación.
A la vista de aquel pandemónium, aconsejé a las predicadoras del amor libre que renunciasen a ejercer su ministerio y regresasen al campo.
– Nuestro lugar está con el pueblo -dijeron.
– Esto no es el pueblo -repliqué-, es la chusma, y no sabéis de lo que es capaz este atajo de bestias.
Tras una discusión estrepitosa, logré que aceptasen pasar la noche en mi casa. No obstante, al llegar al portal y advertir el aire señorial del inmueble, se cerraron a la banda y se negaron a hospedarse en una casa burguesa. Les rogué (aun sabiendo al comadreo a que me exponía) que al menos me permitieran hacerme cargo de la menor, Estrella, pero no hubo forma humana de convencerlas. Me dejaron plantado en la acera y se adentraron en la negrura de las avenidas sin luz con su camión, sus pancartas y sus sueños. Nunca más supe de ellas.
Pasé dos días encerrado en casa, comiendo de lo que tuvieron a bien darme los vecinos. Al fin, el tercer día de mi llegada, y decimonoveno después de mi marcha, volvió la luz y la ciudad recobró la normalidad. De las paredes colgaban aún pasquines que las primeras aguas del otoño en ciernes se cuidaron de desleír. En los suelos se arremolinaban las octavillas fustigadas por el viento, mezcladas con las hojas pardas de los plátanos que se desnudaban y dejaban ver un cielo encapotado que amasaba truenos y chaparrones. Los coches de punto circulaban brillantes como el charol bajo la lluvia; las farolas de gas se reflejaban en el empedrado, las ventanas se cubrían de gruesas cortinas, humeaban las chimeneas, los viandantes aceleraban el paso retardado y cansino del verano, embozados en sus capas. Volvían los niños taciturnos al colegio. Maura era jefe de gobierno, y Cambó, ministro de Hacienda.
Por los periódicos tuve noticia de la muerte de Lepprince.
Un incendio había destruido por completo la fábrica Savolta. Debido a la huelga, todo el personal se hallaba ausente y no había que lamentar otra víctima que el francés. A partir de ahí, las versiones de los distintos periódicos eran contradictorias. Unos afirmaban que Lepprince estaba en la fábrica cuando se declaró el siniestro y no pudo ponerse a salvo; otros, que había intentado sofocar las llamas con ayuda de algunos voluntarios y lo aplastó el hundimiento de una viga o muro; un tercero atribuía su muerte a la explosión de la pólvora negra almacenada. La verdad es que ninguno se extendía en las explicaciones y todos soslayaban las preguntas que a mi modo de ver se planteaban, es decir, ¿qué hacía Lepprince solo en la fábrica? ¿Fue por su propia voluntad o se trataba de un crimen astutamente disfrazado de accidente? En tal caso, ¿habría sido Lepprince conducido por la fuerza a la fábrica y encerrado? ¿O tal vez ya estaba muerto cuando el incendio se declaró? ¿Por qué no se había iniciado una investigación policial? Cuestiones todas ellas que jamás hallaron respuesta.
Todos los periódicos, en cambio, eran unánimes a la hora de destacar «la figura señera del gran financiero». Silenciaron el hecho de que la empresa se hallaba en la ruina y compusieron hiperbólicas elegías a la memoria del finado. «Las ciudades las hacen sus habitantes y las engrandecen los forasteros» (La Vanguardia); «era francés, pero vivió y murió como un catalán» (El Brusi); «fue uno de los creadores de la gran industria catalana, símbolo de una época, faro y brújula de los tiempos modernos» (El Mundo Gráfico). En resumen, meras fórmulas estereotipadas. Sólo La Voz de la Justicia se atrevió a remover viejas inquinas y encabezó un violento artículo con este titular: «El perro ha muerto, pero la rabia continúa.»
La tarde de aquel mismo día me dirigí a la mansión de los Lepprince. Era una tarde triste de otoño, fría y lluviosa. La casa estaba sumida en el letargo; las ventanas, cerradas; el jardín, encharcado; los arbolitos se doblaban al empuje del viento. Llamé y la puerta se abrió unos centímetros, dejando una rendija por donde asomó el rostro afilado de una vieja sirvienta.
– ¿Qué desea?
– Buenas tardes. Soy Javier Miranda y quisiera ver a la señora, si está en casa.
– Está, pero no recibe a nadie.
– Soy un antiguo amigo de la familia. Me choca que no me haya visto usted antes por aquí. ¿Lleva poco tiempo en esta casa?
– No, señor. Llevo más de treinta años al servicio de la señora Savolta y fui ama seca de la señorita María Rosa.
– Ya entiendo -dije para ganarme su simpatía-, usted prestaba servicio en casa de los padres de la señorita, en la mansión de Sarrià, ¿no es así?
La vieja sirvienta me miró con desconfianza.
– ¿Es usted periodista?
– No. Ya le dije quién soy: un amigo de la familia. ¿Quiere decirle al mayordomo que salga? Él me reconocerá.
– El mayordomo no está. Todos se fueron cuando murió el señorito Paul-André.
Un golpe de viento nos llenó de lluvia la cara. Tenía los pies húmedos y deseaba terminar de una vez aquella discusión.
– Dígale a la señorita que Javier Miranda está aquí, hágame el favor.
Vaciló unos instantes. Luego cerró la puerta y oí sus pasos cada vez más débiles hasta que se perdieron en el interior del vestíbulo. Esperé bajo la lluvia un rato que se me antojó larguísimo. Por fin volvieron a oírse los pasos afelpados de la vieja sirvienta y se abrió la puerta.
– Dice la señorita María Rosa que puede usted pasar.
El vestíbulo estaba en tinieblas, a pesar de lo cual advertí que el polvo y el desorden se habían adueñado de todo. Medio a tientas llegué al pequeño gabinete de Lepprince. Los anaqueles de la librería estaban vacíos, había una silla volcada y en la pared destacaba un rectángulo blanquecino que indicaba el lugar que antaño había ocupado el cuadro de Monet, por el que tanto afecto sentía Lepprince. Cuando encendí un cigarrillo, me percaté de que tampoco quedaban ceniceros. La puertecita que comunicaba el gabinete con el salón se abrió y apareció de nuevo la vieja sirvienta.