– ¿Qué hace usted ahí? -le dije al hombre que registraba el escritorio.
La silueta se volvió y dirigió hacia mí el cono de luz de la linterna. Casi -al mismo tiempo un segundo personaje, con el que no había contado, se me vino encima y empezó a darme puñetazos. Retrocedí cubriéndome con los brazos e intentando repeler la agresión. El hombre de la linterna se puso a reír y dijo:
– Déjelo, sargento, es nuestro viejo amigo Miranda.
Cesaron los golpes y el que había hablado encendió una lámpara.
– Ya es inútil andarse con disimulo, puesto que nos han descubierto -exclamó, apagando y guardando la linterna en el bolsillo de su chaqueta.
En efecto, no se trataba de un desconocido, sino del comisario Vázquez, cuya presencia en Barcelona me llenó de asombro.
– Creyó usted que sería otra persona, ¿verdad? -me dijo sin dejar de reír por lo bajo-. Pierda las esperanzas, amigo Miranda. Lepprince está muerto y bien muerto.
Después de tranquilizar a la vieja criada, salimos de la casa el comisario Vázquez, su ayudante, al que Vázquez identificó como sargento Totorno -un tipo escuálido, huraño y cerril, manco del brazo derecho a consecuencia de un disparo recibido años atrás en el atentado que Lucas «el Ciego» perpetrara contra Lepprince en un teatro, y que se disculpó con gruñidos por su comportamiento precipitado, alegando que «mejor era tener que disculparse que recibir una puñalada en el cogote»- y yo. Seguía lloviendo, por lo que Vázquez me invitó a subir a su coche. Nos trasladamos al centro y en el trayecto el comisario me contó que llevaba más de un mes en Barcelona, reincorporado a su antiguo puesto merced a los últimos reajustes ministeriales, que le habían permitido apelar a Madrid y conseguir una revisión de su caso. Apenas puso el pie en la ciudad, y no obstante hallarse archivado el asunto Savolta, el comisario Vázquez se había entregado a la investigación del mismo con el tesón de otrora. El registro de la casa de Lepprince formaba parte de sus investigaciones.
– Por supuesto, ni tengo ni habría obtenido una orden judicial, así que decidí actuar por mi cuenta y riesgo. Se trata, qué duda cabe, de una ilegalidad, pero espero que usted no nos denunciará -dijo en tono de camaradería.
Le tranquilicé al respecto y me invitó a tomar un café con leche.
– Ya sé que hubo un tiempo en que no nos llevábamos bien usted y yo -añadió-, pero eso ha pasado a la historia. Acepte mi invitación y pelillos a la mar.
No podía negarme y, por otra parte, sabía que el comisario ansiaba hacerme partícipe de sus descubrimientos. De modo que accedí de buen grado y paramos ante un salón de té. El sargento Totorno, que a todas luces no me quería -seguramente por haberse visto obligado a ofrecerme excusas por algo que consideraba perfectamente normal-, se despidió de nosotros y continuó camino de la Jefatura. El comisario y yo entramos en el salón de té, pedimos dos cafés con leche y guardamos un largo silencio viendo caer la lluvia tras la cristalera.
– ¿Sabía usted, amigo Miranda -empezó diciendo el comisario Vázquez después de haber sorbido su café con leche y encendido un cigarrillo-, que durante un tiempo le consideré a usted el principal sospechoso? No, no se acalore; ya no lo pienso. Es más, creo que ni siquiera estaba usted al corriente de lo que sucedía. Pero tendrá que perdonar mi suspicacia: todas las pistas conducían hacia usted. Eso me despistó, pero me proporcionó también la clave del misterio. ¿Recuerda la noche en que invadí su casa? Se puso usted furioso y esta circunstancia, tan trivial, me hizo ver claro. Su comportamiento no era propio de quien se sabe culpable. Yo buscaba una confesión o un frío disimulo, una coartada, en suma, que, de haber sido minuciosamente preparada, me habría confirmado en mis sospechas. Pero su actitud, tan confiada, rayana en la temeridad, me desarmó. Luego, meditando, comprendí lo que había pasado. Usted no tenía coartada porque usted era la coartada. ¿De Lepprince, pregunta? Sí, claro, ¿de quién, si no? Ah, vaya, veo que aún no sabe nada. Bien, empezaré por el principio si le sobran unas horas y me invita a fumar. Se me han acabado los pitillos.
Yo no tenía nada que hacer y, como puede suponerse, ardía en deseos de conocer las revelaciones que tenía que hacerme Vázquez. Así se lo hice saber y él adoptó su peculiar prosopopeya, lo que me hizo rememorar fugazmente las charlas en casa de Lepprince, cuando éste y yo recibíamos la visita del comisario y oíamos, medio en serio, medio en broma, sus largas disquisiciones acerca del anarquismo y los anarquistas. Pero ya he dicho que fue sólo una rememoración fugaz, pues pronto las palabras del policía prendieron mi atención.
– ¿Ha oído usted hablar alguna vez -dijo- de un tipo llamado Nemesio Cabra Gómez? No, claro que no. Y, sin embargo, desempeña un papel esencial en lo que voy a contarle. Porque, de todos cuantos intervinimos en este asunto, a excepción naturalmente de los protagonistas del mismo, fue el primero y durante mucho tiempo el único que intuyó la verdad -el comisario esbozó una sonrisa dedicada a su recuerdo-. Un tipo listo, el pobre Nemesio, ya lo creo que sí. Aunque, bien pensado, ni él mismo se daba perfecta cuenta de lo que sabia. En cualquier caso, los hechos, hasta donde yo sé, ocurrieron del modo siguiente.
La historia que me refirió el comisario Vázquez había empezado treinta y tantos años antes, cuando el estrafalario y multimillonario holandés Hugo Van der Vich vino a España, invitado por unos aristócratas catalanes, para tomar parte en una expedición de caza mayor en la sierra del Cadí. Formaba parte del grupo un joven abogado llamado Cortabanyes, el cual, en el curso de una conversación mantenida en uno de los descansos -y en la que, como es de rigor, se habló de tipos y marcas de escopetas-, convenció al holandés de la conveniencia de crear una fábrica de armas de caza en Barcelona. Quizás el proyecto incluía la fabricación de un ejemplar más perfecto que los existentes hasta la fecha en el mercado, quizás otras consideraciones -de tipo fiscal, acaso- impulsaron a Van der Vich a poner en práctica tan peregrina idea. En cualquier caso, el joven Cortabanyes debió de mostrarse particularmente persuasivo. Se trataba de un abogado novel, de humilde cuna, exiguos medios y escasas relaciones, que luchaba por abrirse camino sin otras armas que su inteligencia, su energía y sus dotes disuasorias. No sólo el afán de lucro y prestigio le movían a prosperar: el joven Cortabanyes quería casarse con una linda muchacha de conocida familia barcelonesa cuyos padres se oponían a una boda tan poco conveniente. Sea como sea, Van der Vich se dejó arrastrar, pues, por las palabras del ambicioso abogado y el proyecto se hizo realidad. Entonces Cortabanyes empezó a poner en marcha su plan: recogió de los últimos peldaños de la Bolsa a un rústico negociante, tozudo y codicioso, llamado Enric Savolta y lo presentó al holandés como hábil financiero catalán. Posteriormente hizo lo mismo con varios individuos de oscura extracción, procedentes de diversos campos de la industria: Nicolás Claudedeu, Pere Parells y otros que no guardan relación con el presente caso. Van der Vich confiaba en Cortabanyes y confió en Savolta. Es probable que nunca se diera cuenta del engaño en que le habían envuelto, pues pronto regresó a su país, se desentendió de la fábrica de armas de caza y se fue volviendo loco al mismo tiempo y ritmo que los arribistas le iban escamoteando las acciones, así que, cuando Van der Vich murió en dramáticas circunstancias, Cortabanyes y Savolta se habían metido en sus respectivos bolsillos la casi totalidad de las mismas y eran dueños absolutos de la empresa. Dejaron de fabricar elegantes escopetas de caza y empezaron a producir armas de guerra, ganaron dinero y el joven abogado pudo contraer por fin matrimonio con la hermosa muchacha de buena posición. Todo parecía marchar a pedir de boca cuando un suceso imprevisible se cruzó en el camino de Cortabanyes: su esposa, al año de casados, murió de parto. Fue un golpe terrible para quien se sentía seguro, dichoso y enamorado. Cortabanyes se hundió en la depresión, vendió a Savolta su paquete de acciones y abrió un humilde bufete, dispuesto a vegetar y a olvidar sus sueños de grandeza.
– Hay aquí un punto oscuro en la historia -dijo Vázquez haciendo una pausa para encender un cigarrillo-. Yo tengo al respecto mi propia teoría, pero usted es muy dueño de considerarla errónea. Me refiero, por supuesto, al hijo de Cortabanyes: ¿qué fue de él? ¿Murió también en el desventurado parto? ¿Vivió y su padre, imputándole la muerte de su amada esposa, lo alejó de sí? Nada se sabe, y Cortabanyes no parece dispuesto a despejar la incógnita. Sea como sea, si hubo un hijo, éste desapareció.
Retirado Cortabanyes, la empresa Savolta continuó su marcha siempre ascendente. Treinta años trascurrieron sin que se produjera cambio alguno; Savolta, Parells y Claudedeu envejecieron; estalló la Guerra europea y la empresa estableció un acuerdo de suministro exclusivo con el Gobierno francés. Fue por aquellas fechas cuando hizo su aparición en Barcelona un joven dandy procedente de París -de donde había huido, según él mismo gustaba de decir, para evitar las molestias de la conflagración- que dijo llamarse Paul-André Lepprince. El tal Lepprince se instaló en el mejor hotel de la ciudad y empezó a llevar la vida ostentosa del que obviamente no sabe qué hacer con su dinero. ¿Quién era en realidad ese misterioso personaje? La policía francesa, con la que el comisario Vázquez se puso en contacto, negaba conocerle y, más extraño aún, la fortuna de que hacía gala el francés se demostró inexistente. ¿Se trataba, pues, de un vulgar estafador, de un aventurero internacional, de un tahúr, de un cazadotes? El comisario Vázquez, como había dicho antes, tenía su propia hipótesis. En cualquier caso, reconstruyendo los pasos del francés, se supo que éste se había puesto en contacto con Cortabanyes apenas llegado a Barcelona y, a través del abogado, con Savolta. Ya en el terreno de las conjeturas, no cabía duda de que Cortabanyes no ignoraba la personalidad fraudulenta del individuo y de que usó de su prestigio y de su antigua camaradería para disipar las reservas que con certeza debió de albergar Savolta. Ahora bien, ¿qué pudo impulsar al abogado, viejo y cansado por entonces, a sacudir un marasmo de treinta años y a embarcarse en una aventura que sólo podía calificarse de disparatada? Enigma.