Lepprince era listo y, sobre todo, hábiclass="underline" pronto se granjeó la confianza de Savolta, cuya salud se deterioraba a pasos agigantados. Es posible incluso que el magnate, inconscientemente, se dejara impresionar por la elegancia, maneras y apostura del francés, en quien veía, quizá, un sucesor idóneo de su imperio comercial y de su estirpe, pues, como ya es sabido, Savolta sólo tenía una hija y en edad de merecer. Así fue cómo Lepprince se convirtió en el valido de Savolta y obtuvo sobre los asuntos de la empresa un poder ilimitado. De haberse conformado con seguir la corriente de los acontecimientos, Lepprince se habría casado con la hija de Savolta y en su momento habría heredado la empresa de su suegro. Pero Lepprince no podía esperar: su ambición era desmedida y el tiempo, su enemigo; tenía que actuar rápidamente si no quería que por azar se descubriera la superchería de su falsa personalidad y se truncara su carrera. La guerra europea le proporcionó la oportunidad que buscaba. Se puso en contacto con un espía alemán, llamado Víctor Pratz, y concertó con los Imperios Centrales un envío regular de armas que aquéllos le pagarían directamente a él, a Lepprince, a través de Pratz. Ni Savolta ni ningún otro miembro de la empresa debían enterarse del negocio; las armas saldrían clandestinamente de los almacenes y los envíos se harían a través de una ruta fija y una cadena de contrabandistas previamente apalabrados. La posición privilegiada de Lepprince dentro de la empresa le permitía llevar a cabo las sustracciones con un mínimo de riesgo. Seguramente Lepprince confiaba en amasar una pequeña fortuna para el caso de que su verdadera personalidad y calaña se vieran descubiertas y sus planes a más largo plazo dieran en tierra.
El negocio marchaba viento en popa, pero los problemas surgían puntuales e indefectibles. Los obreros estaban quejosos: se veían obligados a trabajar en ínfimas condiciones un número muy elevado de horas a fin de producir el ingente volumen de armamento que los acuerdos secretos de Lepprince exigían sin que sus emolumentos experimentaran el alza correspondiente. En suma: querían trabajar menos o cobrar más. Hubo conatos de huelga que, en circunstancias normales, no habrían revestido gravedad, pues Nicolás Claudedeu, que desempeñaba el cargo de jefe de personal con una energía que le había valido el sobrenombre de “El Hombre de la Mano de Hierro”, sabía cómo zanjar semejantes situaciones. Pero Lepprince no podía permitir que Claudedeu interviniera, porque una investigación habría puesto al descubierto sus actividades irregulares. Asesorado por Cortabanyes y por Víctor Pratz, decidió adelantarse al «Hombre de la Mano de Hierro» y contrató a dos matones que sembraron el terror entre los líderes obreristas.
– Pero una acción de este tipo no estaba exenta de riesgos y Lepprince no estaba dispuesto a correrlos -dijo el comisario Vázquez mirándome fijamente a los ojos-. Había que buscar a un tercero de buena fe, ajeno a los manejos de Lepprince y de Pratz, sobre quien echar las culpas si las cosas se torcían. Una cabeza de turco, usted ya me entiende. Un intermediario.
– ¿Se refiere a mí? -pregunté adivinando el resto de la historia.
– Justamente -dijo el comisario Vázquez.
Lepprince, sin embargo, cometió un error que había de costarle caro: se enamoró de María Coral. Una mujer no podía por menos de entorpecer sus planes, pero fue débil y sucumbió a la tentación. Hizo que la gitana abandonase a sus compañeros y la instaló en el hotel de la calle de la Princesa donde tres años después María Coral convaleció de su enfermedad y de donde yo la saqué para convertirla en mi esposa.
El peligro estaba conjurado, pero sólo provisionalmente. Había que hallar una solución definitiva y el azar se la brindó a Lepprince: una noche, cuando regresaba caminando a su casa, absorto en sus cábalas, un pillete le vendió un panfleto. Lo compró mecánicamente y lo leyó por aburrimiento. El folleto era La Voz de la Justicia y en él aparecía un artículo de Domingo Pajarito de Soto relativo a la empresa Savolta. Las ideas brotaron fáciles, arrolladoras. En menos de una hora todo estaba programado y decidido. Lepprince consultó con Víctor Pratz y éste juzgó el plan viable. Sólo faltaba ejecutarlo sin errores.
El plan, en síntesis, consistía en lo siguiente: Pajarito de Soto era un hombre inocente e incorruptible, sin vinculación alguna a facción o partido. Carente por ello de respaldo, resultaba fácilmente controlable. Se le dieron facilidades para que investigase y así lo hizo. No había más que seguir sus pasos y aprovechar los resultados a medida que los fuera obteniendo. Las investigaciones, convenientemente dirigidas, tenían un doble objetivo. En primer lugar, la subversión obrera; en segundo lugar, las irregularidades cometidas por Lepprince. Si Pajarito de Soto descubría algo, lo consignaría en su informe, el informe pasaría directamente a manos de Lepprince y éste tendría la oportunidad de corregir los fallos.
– La primera parte de su función la cumplió Pajarito de Soto a las mil maravillas. Tras sus pasos dieron con los instigadores y cabecillas de la subversión y obraron consecuentemente. En cuanto a lo segundo…, bueno, Pajarito de Soto era menos inocente de lo que aparentaba. Descubrió el enredo, pero se calló como un muerto. Quizá quería hacer chantage a Lepprince en el futuro, quizá tomar venganza por haber sido utilizado. Craso error que habría de costarle la vida a él y a otros muchos -suspiró el comisario Vázquez.
Desesperado por el fracaso de su gestión mediadora en el conflicto social y consciente de haber sido utilizado para levantar la presa, el desgraciado periodista se dio a la bebida y empezó a charlar en demasía. Un agente de Lepprince -pues lo tenía estrechamente vigilado- le oyó referirse a «cierto señor a quien podía poner en un buen aprieto si le venía en gana». Lepprince lo sentenció y Víctor Pratz lo mató una noche de diciembre, cuando regresaba a su hogar.
Pero Lepprince no era el único que vigilaba a Pajarito de Soto. Las sospechas que albergaba Pere Parells se remontaban a los días en que Lepprince hizo su espectacular aparición. Era Pere Parells hombre despierto, dotado de un notable sentido común. Desconfiaba de los advenedizos y recelaba de los éxitos fáciles. Convencido de que la inesperada intrusión del francés en los asuntos de personal de la empresa encubrían otros designios, decidió seguir y sonsacar a Pajarito de Soto. Para ello se agenció la colaboración de un oscuro y pintoresco confidente de la policía, un verdadero desecho social, llamado Nemesio Cabra Gómez. Nemesio cumplió su objetivo, pero llegó tarde: apenas trabó conocimiento con Pajarito de Soto, éste murió a manos de Pratz. Antes de morir, sin embargo, y previendo su inminente final, Pajarito de Soto había escrito una carta en la que, al parecer, daba cuenta de sus descubrimientos en el seno de la empresa Savolta. Nemesio Cabra Gómez vio la carta, pero no su destinatario. Informó de su existencia a Pere Parells y, posteriormente, al comisario Vázquez. Sea por indiscreción de Nemesio o del propio Parells, sea por mediación de sus agentes, Lepprince también tuvo noticia de la carta y se volvió loco tras su paradero. Fueron momentos de angustia para el francés; los días pasaban y la carta no aparecía. Lepprince veía oscilar sobre su cabeza la espada de Damocles. En vista de que las cosas no se resolvían ni bien ni mal, tomó la determinación de jugar la baza decisiva y matar a Savolta. Si éste tenía la carta, el peligro estaba conjurado; si no la tenía, Lepprince pasaría a ocupar el más alto cargo directivo dentro de la empresa -la boda con María Rosa Savolta ya estaba cuidadosamente preparada- y se pondría relativamente a salvo de las acusaciones o, al menos, en situación de parar el primer golpe.
Pratz y sus hombres liquidaron a Savolta la noche de Fin de Año, pero la carta no apareció. Del asesinato de Savolta se culpó a los terroristas y éstos fueron ejecutados.
– Sí, ya sé que fue culpa mía -dijo el comisario Vázquez-, pero no hay que lamentarse demasiado. Aquellos individuos merecían el pelotón por más de un concepto.
Los terroristas, por su parte, creían que Nemesio Cabra Gómez había traicionado y vendido a Pajarito de Soto y exigieron al confidente que les revelase la verdad a cambio de su vida. Nemesio acudió a Vázquez, pero el comisario no le hizo caso, porque por entonces no se había percatado todavía de que la muerte del periodista y la del magnate tenían otras conexiones más intrincadas que las aparentes. Incapaz de cargar con la responsabilidad de tantas muertes -pues también la voz común le imputaba la ejecución de los terroristas-, Nemesio Cabra Gómez perdió el poco juicio que tenía y dio con sus huesos en el manicomio. Los terroristas, a su vez, asesinaron a Claudedeu. Sin Claudedeu, Pere Parells se encontró solo frente a un Lepprince omnipotente y, sea por miedo, sea por otras causas, si algo sabía, nada dijo. Seguros de su posición, Lepprince y Pratz salieron de la sombra: aquél, instalándose en el trono de Savolta, y el alemán, con el pseudónimo de Max, simulando ser el guardaespaldas del francés. Con el atentado fallido de Lucas «el Ciego», el primer acto de la tragedia llegó a su final.
– ¿Y quién era el destinatario de la carta? -pregunté.
El comisario Vázquez suspiró. Había estado esperando mi pregunta y se sentía satisfecho de poder responderla. Del bolsillo interior de su chaqueta extrajo un sobre arrugado y me lo tendió. Era la carta de Pajarito de Soto e iba dirigida a mí.
– A usted, sí, pero no a su casa. Vea la dirección, ¿la reconoce? Claro, es la de la casa del propio Pajarito de Soto. El infeliz no era tan tonto como todos supusimos. Quería que sus hallazgos comprometedores llegaran a manos de usted, pero sólo en el caso de que él muriese.
Aquella noche debió de presentir su próximo fin y escribió la carta. Si moría, usted se personaría en su casa (pidió a Nemesio Cabra Gómez que le localizase, cosa que éste no hizo porque trabajaba para Parells y Parells se lo prohibió); y si no moría, podía recuperar la carta delatora y seguir monopolizando sus descubrimientos. Bien pensado, ¿verdad?