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Cuando acabó de hablar me levanté, le di las gracias por todo y me dispuse a salir. Cortabanyes me retuvo.

– ¿Qué piensas hacer ahora?

– No lo sé. Buscar trabajo, por de pronto.

– Aquí siempre tienes sitio, aunque la paga no será espléndida…

– Muchas gracias. Prefiero empezar en otra dirección.

– Lo comprendo, lo comprendo. ¡Ah, me olvidaba! Virgen santísima, ¿cómo se puede ser tan despistado? Lepprince vino a verme dos días antes de su muerte. Dejó algo para ti.

– ¿Algo para mí?

Cortabanyes debió de interpretar mal mi exclamación, porque se apresuró a añadir:

– No te hagas ilusiones. Es un sobre que sólo contiene papeles… manuscritos. No lo he abierto, te doy mi palabra de honor. Lo miré al trasluz, eso sí; ya me perdonarás mi curiosidad. Los viejos y los niños gozamos de ciertos privilegios, ¿no es así? Para compensar las desventajas, digo yo. Las desventajas…

Hurgó por entre sus cajones y sacó un sobre de regular tamaño. Iba lacrado, lo cual explica por qué Cortabanyes no se había atrevido a abrirlo. Reconocí la escritura de Lepprince. Era la segunda carta del más allá que recibía en menos de veinticuatro horas.

– Si dice algo interesante me informarás, ¿eh? -rogó Cortabanyes haciendo esfuerzos por ocultar su emoción.

Me acompañó hasta la puerta. El joven pueblerino se puso de pie cuando nos vio pasar.

En la calle seguía lloviendo. Paré un coche y me dirigí a casa. Una vez en ella procedí a deslacrar el sobre. Contenía una carta y un documento. En la carta Lepprince me decía que había sido informado de la muerte de Max y de María Coral. «Ahora, querido Javier, ya sólo me toca esperar el fin: todo lo he perdido.» Sabía del regreso del comisario Vázquez y comentaba: «Ese viejo zorro me la tiene jurada y no descansará hasta verme muerto.» ¿Era una velada acusación? Lepprince no insistía en este punto. Me pedía perdón y confesaba haberme profesado un sincero aprecio. La carta no contenía, en suma, ninguna revelación y acababa como sigue:

«Hace unos meses, previendo la catástrofe que se avecinaba, suscribí una póliza de seguros con una compañía americana. Nadie sabe de su existencia y toda la documentación se halla en custodia en poder de la firma Hinder, Maladjusted amp; Mangle, de Nueva York, mis abogados. Debes guardar el secreto y no intentar cobrar el seguro de inmediato, pues los acreedores se lanzarían sobre el dinero y no dejarían un céntimo. Espera unos años, los que tú creas precisos, hasta que las aguas vuelvan a su cauce. Entonces ponte en contacto con los abogados de Nueva York y cobra el seguro. Tú figuras como beneficiario, para eludir sospechas. Cuando hayas cobrado, busca a mi mujer y a mi hijo y entrégales ese dinero. Les esperan tiempos de prueba y el dinero les servirá de ayuda cuando el niño esté en edad de ir al colegio. Si por entonces los ves y los tratas, procura por todos los medios que el niño no sepa la verdad sobre su padre y, a ser posible, que no sea ahogado. Y ahora, Javier, adiós. Si has llegado al final de esta carta, sabré que al morir tenía un amigo. Tuyo afectísimo,

Paul-André Lepprince.»

X

Durante quince días busqué trabajo sin resultado. Mi notoria vinculación a Lepprince me cerraba todas las puertas. Los exiguos ahorros que había reunido se acabaron y empecé a malvender mis pertenencias. Pensé, incluso, en volver a Valladolid y recurrir a los antiguos conocidos de mi padre, aunque sabía que aquello sería enterrarme en vida. La verdad es que me faltaba coraje para emprender cualquier camino y habría terminado practicando la mendicidad si el cielo no se hubiese apiadado de mí. Aconteció, pues, lo único que podía sacarme del marasmo en que me hallaba sumido.

Una noche, cuando había empleado más de una hora en resolver irme a la cama sin cenar, llamaron a la puerta quedamente. Acudí sin esperanza, pero con curiosidad: no recibía visitas. En el rellano había una forma menuda, cubierta con una vieja manta. Creí desmayarme cuando reconocí en la forma menuda a María Coral. La hice pasar y cayó en mis brazos derrengada. En síntesis, esto había sucedido: se salvó del frío y de los lobos de la montaña y halló refugio en casa de unos pastores. Estaba muy enferma, pues las penalidades le habían hecho perder al hijo que esperaba. Durante muchos días se debatió entre la vida y la muerte. Al fin, su naturaleza se impuso y se fue recuperando lentamente. Vivió con los pastores (dos ancianos y un zagal) ayudándoles en los quehaceres domésticos, hasta que se sintió con fuerzas para volver a Barcelona. El viaje fue largo y lleno de pequeños incidentes. No traía dinero ni comida y pudo viajar y subsistir gracias a la caridad más o menos interesada de las gentes. Había dudado en comparecer ante mí, temiendo ser acogida con desprecio. Ignoraba la muerte de Lepprince y los hechos que la siguieron.

Su presencia me dio nuevas fuerzas, porque la amaba y aún (al escribir estas líneas) la sigo amando. Hice brotar el dinero de la nada, en pequeñas cantidades, para subvenir a su recuperación. Cuando volvieron los colores a su cara y la alegría a su espíritu, nos replanteamos el futuro.

– ¿Ya no recuerdas nuestros planes? Quedamos en ir a Hollywood, Javier, ¿a qué esperamos?

Y así fue como salimos de Barcelona para no regresar jamás. El dinero del pasaje del barco nos lo prestó Cortabanyes, en un inesperado gesto de generosidad, o tal vez por quitarse de en medio a quien tanto sabia sobre su persona.

No llegamos a Hollywood. Nos quedamos en Nueva York, donde las cosas no fueron como María Coral había pensado. Luchando contra la pobreza, el idioma y la posibilidad de ver negada la prórroga de nuestro permiso de residencia y trabajo, transcurrieron varios años. Yo desempeñé los más diversos oficios manuales y sufrí todas las humillaciones imaginables. María Coral trabajó como figuranta en un teatrillo inmundo de Broadway. Jamás perdió las ilusiones de triunfar en el cine y llegó, incluso, a concertar una entrevista con Douglas Fairbanks, a la que éste, sin que mediara excusa, no acudió. Sólo el amor inquebrantable que nos profesábamos mutuamente nos permitió sobrellevar con entereza las duras pruebas de aquellos años.

Apenas hube reunido algún dinero, devolví a Cortabanyes el préstamo. Me contestó con una carta de su puño y letra en la que me informaba de los más destacados acontecimientos acaecidos en Barcelona desde mi partida. Todo me resultó extrañamente ajeno, salvo la noticia de la muerte de la Doloretas, ocurrida en el verano de 1920.

Por último, obtenida la nacionalidad americana e introducido en el mundillo financiero de Wall Street como mero agente comercial, pero con un sueldo respetable, y retirada María Coral del mundo del espectáculo, me decidí a cumplir con el encargo que otrora me hiciera Lepprince. La compañía aseguradora quedó sorprendida de mi reclamación, no se avino a pagar y los abogados de Lepprince me convencieron para llevar las cosas ante un tribunal. Del juicio y mis declaraciones han brotado estos recuerdos.

Estoy solo en casa, el juicio ha terminado y sólo queda esperar hasta mañana para conocer el resultado. Los abogados dicen que la impresión es buena y que mis declaraciones han sido hábiles y prudentes. María Coral ha salido. No tenemos hijos, pues María Coral quedó imposibilitada para la maternidad a raíz de la pérdida del hijo de Lepprince. Nos vamos haciendo viejos, pero nuestro amor se ha transformado en un afecto y una compenetración que ilumina y justifica nuestras vidas.

El correo me ha traído una carta inesperada de María Rosa Savolta. Creo que su transcripción será el mejor modo de poner punto final a esta historia.

Apreciado amigo:

No puede usted imaginarse la enorme alegría que nos ha producido a Paulina y a mí recibir la noticia de que usted nos iba a enviar dinero desde Nueva York. Hasta que nos escribió el abogado no sabíamos nada de ese seguro que mi marido (q. e. p. d.) suscribió antes de morir. El abogado nos ha explicado las causas del retraso en el cobro del seguro. Créame que nos hacemos perfecto cargo de los motivos que le han impulsado a usted a obrar de esta manera y no le hacemos reproche alguno.

Estos años han sido muy difíciles para Paulina y para mí. Mamá murió hace ya tiempo, tras una larga y penosa enfermedad. Al principio podíamos sobrevivir de lo que Cortabanyes nos fue dando. Se portó como un perfecto caballero y, más aún, como un buen cristiano. Después de su muerte pensamos que todo estaba perdido. Afortunadamente, se hizo cargo del despacho un joven abogado de prestigio, llamado D. Pedro Serramadriles, quien accedió a darme trabajos esporádicos que nos han permitido ir tirando. Figúrese usted lo que habrá sido para mí, que no había trabajado nunca, desempeñar las funciones de mecanógrafa. El señor Serramadriles ha sido, en todo momento, muy considerado, amable y paciente conmigo.

Mi único deseo, en este tiempo, ha sido procurar que la pequeña Paulina no careciese de nada. Por desgracia, temo que su educación sea deficiente. Como además hemos tenido que ir vendiendo mis joyas, la pobre ha crecido en un ambiente de clase media, tan distinto al que por nacimiento le corresponde. La niña, sin embargo, no traiciona su origen y se quedaría usted sorprendido de su distinción y modales. Sin apasionamiento de madre, puedo asegurarle que es bellísima y que guarda un increíble parecido con su pobre padre, cuya memoria venera.

El dinero que usted nos va a enviar nos viene pues como anillo al dedo. Tengo puestas mis esperanzas en una buena boda, para cuando Paulina esté en edad de merecer, cosa difícil de lograr si no se cuenta con un mínimo de medios. Y, aunque estoy segura de que muchos hombres de valía la mirarán con buenos ojos, no creo que ninguno se atreva a dar el paso definitivo, por consideraciones de orden social. Ya ve usted lo muy necesitadas que estamos de ese dinero que usted nos enviará en breve.

Ya sabe que nos tiene siempre a su entera disposición y que nuestra gratitud por su desinteresada ayuda no conoce límites. Crea que con ella ha contribuido a despejar un poco el negro panorama de nuestras vidas y a rehabilitar la memoria de aquel gran hombre que fue Paul-André Lepprince.

Suya afectuosa,

María Rosa Savolta.